Textos más vistos de Horacio Quiroga publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 5

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autor: Horacio Quiroga fecha: 25-10-2020


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El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Compasión

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Enriqueta se desmayó, mi madre y hermanas se asustaron más de lo preciso. Yo entraba poco después, y al sentir mis pasos en el patio, corrieron demudadas a mí. Costome algo enterarme cumplidamente de lo que había pasado, pues todas hablaban a la vez, iniciando entre exclamaciones bruscas carreras de un lado a otro. Al fin, supe que momentos antes habían sentido un ruido sordo en la sala, mientras el piano cesaba de golpe. Corrieron allá, encontrando a Enriqueta desvanecida sobre la alfombra.

La llevamos a su cama y le desprendimos el corsé, sin que recobrara el conocimiento. Para calmar a mamá tuve que correr yo mismo en busca del médico. Cuando llegamos, Enriqueta acababa de volver en sí y estaba llorando entre dos almohadas.

Como preveía, no era nada serio: un simple desmayo provocado por las digestiones anormales a que la someten los absurdos regímenes que se crea. Diez minutos después no sentía ya nada.

Mientras se preparaba el café, pues por lo menos merecía esto el inútil apuro, quedámonos conversando. Era ésa la quinta o sexta vez que el viejo médico iba a casa. Llamado un día por recomendación de un amigo, quedaron muy contentas de su modo cariñoso con los enfermos. Tenía bondadosa paciencia y creía siempre que debemos ser más justos y humanos, todo esto sin ninguna amargura ni ironías psicológicas, cosa rara. Estaban encantadas de él.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Igualdad en Tres Actos

Horacio Quiroga


Cuento


La regente abrió la puerta de clase y entró con una nueva alumna.

—Señorita Amalia —dijo en voz baja a la profesora—. Una nueva alumna. Viene de la escuela trece… No parece muy despierta.

La chica quedó de pie, cortada. Era una criatura flaca, de orejas lívidas y grandes ojos anémicos. Muy pobre, desde luego, condición que el sumo aseo no hacía sino resaltar. La profesora, tras una rápida ojeada a la ropa, se dirigió a la nueva alumna.

—Muy bien, señorita, tome asiento allí… Perfectamente. Bueno, señoritas, ¿dónde estábamos?

—¡Yo, señorita! ¡El respeto a nuestros semejantes! Debemos…

—¡Un momento! A ver, usted misma, señorita Palomero: ¿sabría usted decirnos por qué debemos respetar a nuestros semejantes?

La pequeña, de nuevo cortada hasta el ardor en los ojos, quedó inmóvil mirando insistentemente a la profesora.

—¡Veamos, señorita! Usted sabe, ¿no es verdad?

—S-sí, señorita.

—¿Veamos, entonces?

Pero las orejas y mejillas de la nueva alumna estaban de tal modo encendidas que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bien, bien… Tome asiento —sonrió la profesora—. Esta niña responderá por usted.

—¡Porque todos somos iguales, señorita!

—¡Eso es! ¡Porque todos somos iguales! A todos debemos respetar, a los ricos y a los pobres, a los encumbrados y a los humildes. Desde el ministro hasta el carbonero, a todos debemos respeto. Esto es lo que quería usted decir, ¿verdad, señorita Palomero?

—S-sí, señorita…


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pollitos

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Eizaguirre llegó a la chacra que acababa de comprar allá, hallose con un campo raso y un rancho en el mayor abandono, sin otra cosa de estable que prodigiosa cantidad de vinchucas en los palos carcomidos, y muchos piques en el suelo. Los informes del vendedor habían sido bien distintos. Eizaguirre, espíritu lleno de calma y paciencia, consideró que todo el tiempo que perdiera en meditar la injusticia cometida con él sería al fin y al cabo en perjuicio suyo y no del vendedor. Por consiguiente, desde el primer día entregose a inspeccionar el rancho, a afirmar el pozo y demás.

Como no tenía peón y trabajaba mucho, al llegar la noche caía rendido en su catre. No obstante esta fatiga y su poco amor a las frías noches de aquel país, había en el rancho un detalle turbador que lo arrojó a dormir afuera: las sombrías vinchucas. Eizaguirre tenía mosquitero pero se ahogaba bajo él como acontece a algunas personas sin suerte. Debió pues, fabricar con las arpilleras en que llegara envuelto su colchón una especie de palio sobre cuatro ramas, y bajo el que dormían en compañía la gallina y sus ocho pollos.

Esta familia habíale sido regalada por un colono compasivo, a quien él compadecía a su vez, pagándole siempre los dos o tres choclos que comía diariamente. Eizaguirre cuidaba de sus pollitos con mucho mayor afecto que el de la propia madre; tan solícito éste, que una tarde, cuando el tiempo hubo pasado, los pollos emprendieron camino del palio a dormir bajo el catre. En vano la gallina se obstinó con infinitos glu-glú y falsos picoteos en llevarlos al dormidero habitual. Tuvo que transar y en pocos días se acostumbró.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga


Cuento


El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Siete y Medio

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Defensa de la Patria

Horacio Quiroga


Cuento


Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.

Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.

Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.

El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.

Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Serpiente de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento


La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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