El Divino
Horacio Quiroga
Cuento
Jamás en el confín aquel se había tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por él, sus cintas métricas, niveles y banderitas, un respeto casi diabólico.
Howard había ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su dueño quería vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeñose del mejor de los modos posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeció su singular aventura.
El agrimensor habíase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante el resto del invierno que pudo aprovechar, pero llegó el verano, y con tan húmedo y sofocante principio que el bosque entero zumbó de mosquitos y barigüís, a tal punto que a Howard le faltó valor para afrontarlos. No siendo, por lo demás, urgente su trabajo, dispúsose a descansar quince días.
El rancho de Howard ocupaba la cúspide de una loma que descendía al oeste hasta la vera del bosque. Cuando el sol caía, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un atardecer, en los treinta y ocho años de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia. ¡Una pandorga! ¡Una cometa! ¿Qué cosa más bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la bomba ondulante o el inmóvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con él, la pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmóvil y el hilo forma una honda curva. Y allá arriba, muy alto, fija en vaguísima tremulación, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra industriosa infancia.
Dominio público
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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.