Textos más vistos de Horacio Quiroga | pág. 18

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autor: Horacio Quiroga


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Los Corderos Helados

Horacio Quiroga


Cuento


La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald: cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Para Estudiar el Asunto

Horacio Quiroga


Cuento


No ha habido probablemente empresa más contrariada en sus principios que la Hidráulica Continental de Luz, Calefacción y Fuerza motriz. Ya se ve: un rival de ese calibre perjudicaba en lo más hondo de sus estatutos a todas las compañías existentes nacionales o transatlánticas, de gas o electricidad. Hubo obstrucciones sin cuenta, tratándose naturalmente de una lucha de millones. Pero cuando el pozo de la Continental hubo llegado a cuatrocientos ochenta y tres metros, y la columna artesiana surgió con mucho mayor empuje del calculado, la hostilidad arreció.

La Continental, sin embargo, maniobró tan sabiamente, que obtuvo maravillosas garantías, y acto seguido la concesión pasaba al Congreso.

Ahora bien, la mayoría de los diputados halló que las garantías del gobierno eran excesivas, y la concesión, con proyecciones hasta el Juicio Final.

De modo que la Hidráulica, viendo en esa resistencia un peligro mucho mayor que los hasta entonces corridos, resolvió iluminar debidamente el cerebro de los congresales.

El primero a quien le cupo el honor de esta respetable enseñanza —y decimos «primero» por simple cálculo de probabilidades— fue David Seguerén, correntino, jurisconsulto, y de blancura más bien disimulada. Este joven sensato, electo por cualquier misterio de la política, debía concluir su periodo el próximo año. Hallábase desprovisto de toda esperanza de reelección, y aunque antes había atendido su naciente estudio con éxito, volviendo allá no tendría mucho que hacer, después de cuatro años de clientela perdida. Luego, había una madre y muchas hermanas, pobres como él y como lo habían sido siempre. Seguerén veía, pues, acercarse el momento de su cesantía, con la constante inquietud del hombre que alimenta a su familia paterna.

Esta inquietud fue la brecha a que se dirigió la empresa.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 82 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 150 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.


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Dominio público
26 págs. / 46 minutos / 177 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Peón

Horacio Quiroga


Cuento


Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.

Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.

—¿Peón él...?

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz—do—Iguassú; e fize una plantación de papas.

El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués—español—guaraní, fuertemente sabrosa.

—¿Papas? ¿Y el sol? —observé—. ¿Cómo se las arreglaba?

—¡Oh! —me respondió encogiéndose de hombros—. O sol no hace nada... Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada... ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.

Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.

El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.


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20 págs. / 35 minutos / 426 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Bofetada

Horacio Quiroga


Cuento


Acosta, mayordomo del Meteoro, que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada hay más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar en un terreno harto conocido de él.

Por regla absoluta —con una sola excepción— que es ley en el Alto Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuera su origen. En los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la memoria de los mensús. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían en dos horas con el obraje más militarizado.

A Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a los mensús en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.

Ahora bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su prudencia. El resultado fue un regocijo entre los mensús tan profundo, que se desencadenó una vertiginosa danza de baúles y guitarras que volaban por el aire.

El escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros, siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante, se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco que los demás, y todo volvió a su norma.


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7 págs. / 13 minutos / 123 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Conquista

Horacio Quiroga


Cuento


Él

Cada cuatro o cinco días, y desde hace dos meses, recibo cartas de una desconocida que, entre rasgos de ingenuidad y de esprit, me agitan más de lo que quisiera.

No son estas las primeras cartas de femenina admiración que recibo, puede creerse. Cualquier mediano escritor posee al respecto un cuantioso archivo. Las chicas literatas que leen mucho y no escriben, son por lo general las que más se especializan en esta correspondencia misteriosa, pocas veces artística, sentimental casi siempre, y por lo común estéril.

En mi carácter de crítico, me veo favorecido con epístolas admirativas y perfumadas, donde se aspira a la legua a la chica que va a lanzarse a escribir, o a la que, ya del oficio, melifica de antemano el juicio de su próximo libro.

Con un poco de práctica, se llega a conocer por la primera línea qué busca exactamente la efusiva corresponsal. De aquí que haya cartas amabilísimas que nos libramos bien de responder, y otras reposadas, graves —casi teosóficas—, que nos apresuramos a contestar con una larga sonrisa.

Pero de esta anónima y candorosa admiradora no sé qué pensar. Ya dos veces me he deslizado con cautela, y por la absurda ingenuidad de su respuesta he comprendido mi error.

¿Qué diablos pretende? ¿Atarme de pies y manos para leerme un manuscrito?

Tampoco, por lo que veo. Le he pedido me envíe su retrato; muy gentil cambio de fotografías. Me ha respondido que teniendo a la cabecera de su cama cuatro o cinco retratos míos recortados de las revistas, se siente al respecto plenamente satisfecha. Esto en cuanto a mí. En cuanto a ella, es "apenas una chica feúcha, indigna de ser mirada de cerca por un hombre de tan buen gusto como yo".

¿No muy tonta, verdad?


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5 págs. / 8 minutos / 150 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Historia Inmoral

Horacio Quiroga


Cuento


—Les aseguro que la cosa es verdad, o por lo menos me la juraron. ¿Qué interés iba a tener en contarla? Es grave, sin duda; pero al lado de aquella chica de cuatro años que se clavó tranquilamente un cuchillo de cocina en el vientre, porque estaba cansada de vivir, el viejo de mi historia no vale nada.

—Eh, ¿qué? ¿Una criatura? —gritó la señora de Canning.

—¡Qué horror! —declamó Elena, volviéndose de golpe—. ¿Dónde fue, dónde?

El joven médico levantó la cabeza, nada sorprendido. Todos lo miramos, pues su presencia era más que específica tratándose de tales cosas.

—¿Usted cree, doctor? —titubeó la madre. El éxito de mi cuento dependía de lo que él dijera. Por ventura se encogió de hombros, con una leve sonrisa:

—¡Es tan natural! —dijo, condescendiendo con nosotros.

—¡Pero cuatro años! —insistió, dolida en el fondo de su alma, la gruesa señora—. ¡Ángel de Dios! ¡Y en el vientre, qué horror! Eh, Elena, ¿viste? ¡En el vientre!

—¡Sí, mamá, basta! —clamó aquella, achuchada, cruzándose el saco sobre el vientre, lleno ya de entrañable frío. Como era graciosa, quedó muy mona con su gesto de infantil defensa.

Tuve que contar enseguida qué era eso de la criatura. Efectivamente, el caso había pasado meses antes en el Salto Oriental. Se trataba de una criatura que vivía con su abuela en los alrededores.


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8 págs. / 14 minutos / 201 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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