Textos más populares este mes de Horacio Quiroga | pág. 4

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autor: Horacio Quiroga


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Cuentos de la Selva

Horacio Quiroga


Cuentos, Cuentos infantiles, Colección


El loro pelado

Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota— El loro se curó bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín.

Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también al comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: "¡Buen día. Lorito!..." "¡Rica la papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.


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55 págs. / 1 hora, 37 minutos / 9.575 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Cacería del Hombre por las Hormigas

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Si yo no fuera su padre, les apostaría veinte centavos a que no adivinan de dónde les escribo. ¿Acostado de fiebre en la carpa? ¿Sobre la barriga de un tapir muerto? Nada de esto. Les escribo acurrucado sobre las cenizas de una gran fogata, muerto de frío… y desnudo como una criatura recién nacida.

¿Han visto cosa más tremenda, chiquitos? Tiritando también a mi lado y desnudo como yo, está un indio apuntándome con la linterna eléctrica como si fuera una escopeta, y a su círculo blanco yo les escribo en una hoja de mi libreta… esperando que las hormigas se hayan devorado toda la carpa.

¡Pero qué frío, chiquitos! Son las tres de la mañana. Hace varias horas que las hormigas están devorando todo lo que se mueve, pues esas hormigas, más terribles que una manada de elefantes dirigida por tigres, son hormigas carnívoras, constantemente hambrientas, que devoran hasta el hueso de cuanto ser vivo encuentran.

A un presidente de Estados Unidos llamado Roosevelt, esas hormigas le comieron, en el Brasil, las dos botas en una sola noche. Las botas no son seres vivos, claro está; pero están hechas de cuero, y el cuero es una sustancia animal.

Por igual motivo, las hormigas de esta noche se están comiendo la lona de la carpa en los sitios donde hay manchas de grasa. Y por querer comerme también a mí, me hallo ahora desnudo, muerto de frío, y con pinchazos en todo el cuerpo.

La mordedura de estas hormigas es tan irritante de los nervios que basta que una sola hormiga pique en el pie para sentir como alfilerazos en el cuello y entre el pelo. La picadura de muchísimas puede matar. Y si uno permanece quieto, lo devoran vivo.

Son pequeñas, de un negro brillante, y corren en columnas con gran velocidad. Viajan en ríos apretadísimos que ondulan como serpientes, y que tienen a veces un metro de anchura. Casi siempre de noche es cuando salen a cazar.


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3 págs. / 6 minutos / 190 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Hijo

Horacio Quiroga


Cuento


Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.


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5 págs. / 9 minutos / 1.106 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Solitario

Horacio Quiroga


Cuento


Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.


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5 págs. / 8 minutos / 3.105 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Serpiente de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento


La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.


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3 págs. / 6 minutos / 121 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?


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5 págs. / 9 minutos / 686 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Almas Cándidas

Horacio Quiroga


Cuento


Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteligente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un perro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo? Cuando se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se restregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emilio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a todos lados, desorientado, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina.

Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le preguntó:

—¿Es difícil curar a los perros, no?

—Difícil.

Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgieron entonces, uno tras otro.

A la mañana siguiente León no conocía más. Se estremecía sin cesar, y no pudieron abrirle la boca. En cuclillas a su lado, le miraban sin apartar la vista, esperando verle morir de un momento a otro.

De tarde murió. Esa noche comieron apenas.

—¿Murió a las dos?

—Sí, a las dos y media.

Cuando se pierde un animal así, bueno como pocos, justo es que no se piense sino en él. Mas en lo hondo sentíanse disgustados de sí mismos por haber sido injustos con León. ¿Para qué quererle así si al otro día habrían de tirarle en el monte, como a una cosa que no se quiere más?

De codos sobre la mesa jugaban distraídamente con el cuchillo.

Dos o tres veces ella quiso hablar y se detuvo. Al fin dijo:

—Hay personas que entierran a los perros. Eso es ridículo, yo creo.


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1 pág. / 2 minutos / 104 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

La Insolación

Horacio Quiroga


Cuento


El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

—La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:

—En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando por costumbre las cosas.

Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

—No podía caminar—exclamó, en conclusión.

Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

—Hay muchos piques.


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7 págs. / 13 minutos / 936 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Más Allá

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba desesperada —dijo la voz—. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

—¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:

—Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo —¿lo oyes bien?— preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.

—Muy bien —le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo—: nunca más les volveré a hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.

—Muerta mil veces —decía él—, antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?

Morir era preferible, sí, morir juntos.


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9 págs. / 16 minutos / 110 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Llama

Horacio Quiroga


Cuento


«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».

El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.

—¿La conocía usted? —le pregunté.

—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…

Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.

La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.

—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.

—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.

Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.

—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:


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9 págs. / 16 minutos / 333 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

23456