Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga | pág. 13

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autor: Horacio Quiroga


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Cacería del Yacaré

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Los dos perros de caza que yo tenía, no existen más. Uno lo perdí hace ya una semana en un combate con una víbora de la cruz; el otro fue triturado ayer por un inmenso yacaré.

¡Y qué perros eran, chiquitos míos ! ¡Ustedes no hubieran dado cinco centavos por ellos: tan flacos y llenos de cicatrices estaban. Mis pobres perros no se parecían a esos lanudos perros grises de policía que ustedes ven allí, juguetones y reventando de grasa, ni a esos leonados perros ovejeros, que peinan con el pelo partido al medio. Los míos eran perros de monte, sin familia conocida, ni padres muchas veces conocidos tampoco. Pero como perros de caza, bravos, resistentes y tenaces para correr, no tenían iguales.

Fíjense bien en esto: el instinto de cazar en los animales, y el perro entre ellos, es una cuestión de hambre. Cuanta más hambre tienen más se les aguza el olfato, y mayor es su tenacidad para perseguir a su presa. Un perro gordo, con el vientre bien hinchado, prefiere dormir la siesta en un felpudo a correr horas enteras tras tigre.

Los animales, como los hombres, hijos míos, son más activos cuando tienen hambre.

Bueno. Perdí mis perros, y si no pude vengar el primero, pues era de noche y estábamos en un pajonal, tuve en cambio el gusto de crucificar —como ustedes lo oyen— al yacaré que me devoró el segundo.

La historia pasó de este modo:

Ayer, al entrar el sol, estaba acampado a la orilla del río Bermejo, en el territorio del Chaco, cuando vi pasar, muy alto, una bandada de garzas blancas. Las seguí con la vista, pensando en el gusto con que habría bajado de un tiro dos o tres, para enviarles las largas plumas del lomo, o «aigrettes», como las llaman en las casas de modas.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 49 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Tonel de Amontillado

Horacio Quiroga


Cuento


Poe dice que, habiendo soportado del mejor modo posible las mil injusticias de Fortunato, juró vengarse cuando éste llegó al terreno de los insultos. Y nos cuenta cómo en una noche de carnaval le emparedó vivo, a pesar del ruido que hacía Fortunato con sus cascabeles.

Frente al gran espejo de vidrio, fijo en la pared, Fortunato me hablaba de su aventura anterior —el traje aún polvoreado de cales— preguntándome si quería verle reír. La verdad de aquella identificación tan exacta con el noble Fortunato me divertía extraordinariamente, tanto como sus cascabeles, algo apagados, es verdad, por el largo enmohecimiento.

Las parejas que cruzaban bailando no nos conocían: es decir, conocían a Fortunato, pero éste fingía tan bien las risas de Fortunato y, además, estaba tan alegre, que nuestra estación frente al espejo de vidrio fue completamente inadvertida. Y del brazo, recordándome sus anteriores injusticias, pasamos al bufet, donde bebimos sin medida.

—Esto es champaña —me decía Fortunato—; reaviva las ofensas.

¡Pobre Fortunato!

—Esto es oporto. Para darle aroma lo tienen largos años encerrado en las cuevas.

Grandemente me divertían las disertaciones de Fortunato. Fortunato estaba borracho.

—Esto es vino de España. Le atribuyen la virtud de apresurar las venganzas.

¡La venganza, la venganza! le apoyaba yo a grandes gritos. Estas extravagancias de Fortunato, tan características en él, me eran muy conocidas.

—Vamos —me dijo. Y descendiendo juntos la escalera, a pesar del trabajo que me motivaba su pesadez, llegamos a la cueva. En el fondo había un barril de vino y Fortunato gritó—: ¡Amontillado, amontillado! Fue de este modo.

Y cogiendo una vieja pala de albañil —las cadenas fijas en la pared— me miró tan tristemente, que, para no soltar la risa, fingí tener miedo.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 48 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

En el Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento


El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebirí se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y como éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.

Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos perros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa —hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de enero— acabó con mi amor al calor.

El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin llevarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.

Por sobriedad —o esperanzas de carne fresca, si se quiere— no llevábamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió enseguida, la respiración bastante agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahumada que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El calor pesaba más aún en el silencio tormentoso.

Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:

—¡El aguará guazú, patrón!

Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la escopeta:

—¿Dónde?

Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos lados, y repitió conteniendo la voz:

—¡El aguará!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cacería del Zorrino

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Uno de los animales salvajes más bonitos de la Argentina y Uruguay es un pequeño zorro de color negro sedoso, con una ancha franja plateada que le corre a lo largo del lomo. Tiene una magnífica cola de largos y nudosos pelos, que enarbola como un plumero.

Este zorrito, en vez de caminar, se traslada de un lado a otro con un galopito corto lleno de gracia. Es mansísimo y a la vista de una persona ni piensa siquiera en huir. Posee una gracia de movimientos que le envidiarían las mismas ardillas, y pocos animalitos del mundo dan más ganas de acariciarlos.

Pero el que pone la mano encima de esta bellísima criatura, chiquitos míos, no vuelve a hacerlo en su vida.

Una vez, en el departamento de Paysandú, en la República Oriental del Uruguay, fui testigo del mal rato que dio este lindo zorrito a un joven inglés recién llegado a América.

Ustedes saben, chiquitos, que nosotros, en la región del Plata, atribuimos siempre a los ingleses las anécdotas o cuentos basados sobre un error de lengua. Los ingleses en general no tienen la tonta vergüenza nuestra de no querer hablar un idioma porque lo pronunciamos mal. Ellos, de lo que sienten vergüenza, es de no hacer lo posible por aprender en seguida la lengua del país donde viven. De aquí que cometan al principio muchos errores de pronunciación, que a nosotros nos hacen reír y que fomentamos muchas veces por malicia.

A un joven inglés, pues, y a propósito del Iindo bichito que nos ocupa, le vi cometer el más tremendo error que sea posible cometer.

Yo había llegado hacía diez 10 a una estancia solitaria poblada por una vieja familia criolla, y amiga, como todos los criollos viejos, de embromar a los extranjeros recién venidos.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 38 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Historia de Estilicón

Horacio Quiroga


Cuento


Esa noche llegó mi gorila. Habían sido menester cinco cartas seguidas para obtener el cumplimiento de la promesa que arranqué a mi amigo en vísperas de su gran viaje. Iba a Camarones, quería ver las grandes selvas, las llanuras amarillas, las noches estrelladas y sofocantes que brillan impávidas sobre cabezas (le negros. ¿Cómo maniobró aquel perfecto loco para no dejar la vicia entre una turba de traficantes, cuarenta leguas más allá de las últimas factorías? No lo sé. Mi gorila estaba allí, un divino animalito pardo de cincuenta centímetros. Se mantenía en pie, gracias sin duda a los oficios de los pasajeros que durante la travesía distrajeron sus ocios enseñando a la huraña criatura las actitudes propias de un hombre. Se había recostado contra la pared, los brazos grandemente abiertos. Chirriaba sin cesar, llevando la vista de mí a la lámpara con extraordinaria rapidez.

Dimitri, el viejo sirviente asmático que a la muerte de mi padre sacudió tristemente la cabeza cuando le anuncié que podía si quería dejar nuestra casa, le observaba con atento estupor. El bien conocía estos monitos del Brasil que rompen nueces y son difíciles de cuidar; le eran familiares. Pero su asombro entonces era despertado por las proporciones de la bestia. Sin duda a sus ojos albinizados por las estepas lituanas de fauna extremadamente fácil, chocaba este oscuro animal complicado, en cuyos dientes creía ver aún trozos de cortezas roídas quién sabe en qué tenebrosa profundidad de selva. No obstante se acercó a mi pequeña fiera, no para acariciarla —¡oh, no!— sino para verla mejor. El animal se tiró al suelo chillando. Como me aturdía con sus gritos, advertí a Dimitri lo dejara en sosiego. Solo con él, lo observé bien.


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12 págs. / 21 minutos / 21 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Segundo y el Octavo Número

Horacio Quiroga


Cuento


Se trata de dos vidas sin interés, y la historia es sencilla, aunque el cambio de caracteres pueda sugerir fuertes ideas de complicación. El era en resumidas cuentas un artista de circo, sin porvenir, y ella no tenía familia alguna.

Fueron acróbatas, una pareja. La propiedad pide que de ella se trate al principio, por ser su importancia muy superior a la de su compañero. En efecto, la mujer tenía en este dúo el papel del músculo, y el varón el de la astucia. Hacían ejercicios formidables, como ser: el péndulo invertido, parado de manos, el sujeto hace oscilar su cuerpo por la sola fuerza de los puños; el nivel fijo, que consiste en cogerse de una barra por las manos, y extender el cuerpo horizontal, lo que es prodigioso; la gravitación vencida: echado de espaldas, el atleta afirma los pies en el suelo y levanta el cuerpo en extensión.

(Aunque de una dificultad casi milagrosa, este ejercicio es puramente muscular; no obstante, no se ocultaba al público un pequeño aparato de madera en que calzaban perfectamente los pies. El nombre de gravitación vencida y la creencia de ello se explica por la completa ignorancia de la ejecutante.)

Inútil es decir que sólo la mujer llevaba a cabo estas proezas. El, aunque fuerte, no podía. Pero en los ejercicios comunes era asombroso, suspendíase rígido con los dientes de su brazo extendido, como un pescado brutal; giraba como una honda, cogido a los cabellos de la atleta que le impulsaba con violentas rotaciones de cabeza; caía de lo alto sobre el vientre tendido de la mujer, que le repelía como una baja red de acero; finalizaba con un salto mortal desde la cabeza: su compañera tendía el busto adelante, y caía de golpe sobre sus senos.

Vestíanse de malla roja, y esta pareja llenaba el 2° número del programa en el circo donde les conocí.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 15 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Los Desterrados y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El regreso de Anaconda

Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.

Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, se empenachaba de altas orejas aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio la circundaba como un halo.

Pero siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre, la denunciaban desde lejos a los animales. De este modo:

—Buen día —decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.

—Buen día —respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.

—¡Hoy hará mucho calor! —la saludaban los monos trepados, al reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.

—Sí, mucho calor… —respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.


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Dominio público
87 págs. / 2 horas, 33 minutos / 3.637 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Guerra de los Yacarés

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían peces, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo peces. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos, y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.

—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.

—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.

—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—. Siento un ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.

Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas—chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quién no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:

—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 2.235 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Salvaje y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


El salvaje

El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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Dominio público
118 págs. / 3 horas, 26 minutos / 1.686 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Pasado Amor

Horacio Quiroga


Novela corta


I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...

— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...

— No, gracias. Café solamente, en todo caso.

— Es que no tenemos café.

— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.


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Dominio público
71 págs. / 2 horas, 5 minutos / 1.169 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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