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autor: Isabel Petrus textos disponibles


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Pesadillas

Isabel Petrus


Cuento


No tenía ningún motivo para ello. Pero vivía aterrorizada.

En cualquier momento, sin avisar, sin motivo aparente, aparecía una imagen en su mente que rompía toda la armonía, que lo estropeaba lodo.

Por ejemplo, este verano. Era un día soleado, de piscina, de niños jugando, un día ideal, en una palabra. Se quedó dormida. Influyó en ello este sol, adormecedor, el aperitivo, el bienestar. Los niños jugaban, tranquilamente.

De repente, despertó sobresaltada. Había un extraño silencio a su alrededor, que contrastaba profundamente con el bullicio anterior. No se movía ninguna hoja de los árboles, el agua estaba extrañamente calmada. Ningún ruido turbaba una paz que, de ningún modo, correspondía a una mañana de agosto en un complejo de apartamentos de Menorca.

Sobresaltada, quiso gritar. Ningún ruido salió de su boca. Quiso moverse, hacer algo. Pero todo estaba quieto, parado y silencioso, como ella, y no se veía a nadie allí.

La sensación de ahogo, de impotencia, la embargó. Y estuvo así un rato, un momento eterno, que parecía no acabar nunca.

Cerró los ojos, al fin, un minuto. Y al abrirlos de nuevo, todo había vuelto a la normalidad. Los niños jugaban, el agua no estaba calmada ni por un momento, la gente bordeaba la piscina, se lanzaba a ella. Había vuelto al mundo real, al que conocía. Tomó un sorbo rápido de su aperitivo, se aseguró de no cerrar los ojos de nuevo, y siguió disfrutando del verano, sin dejarse avasallar por las imágenes extrañas.

Pero hubo más veces. Antes, y después de ésta. Y algunas muy extrañas. Casi irrepetibles. De hecho, prefería no acordarse de ellas, pues eran demasiado terroríficas. Pero no podía evitar que, de vez en cuando, le volvieran a la memoria, le quitaran el sueño durante la noche.

Recordaba una en especial. Era de noche. Una noche lluviosa, oscura como pocas. Conducía cansada ya, con ganas de llegar a casa.


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Quién Teme al Lobo Feroz?

Isabel Petrus


Cuento


Es un jueves cualquiera, o podría serlo. Pero no. Es jueves, siete de enero, y son las diez y media de la noche. Mi amiga Laly lleva ocho horas en el quirófano, y yo estoy sentada al lado del teléfono, esperando una llamada que me diga, simplemente:

—Todo ha ido bien. No hay peligro, y Laly se recupera.

Pero no. No llega esta llamada, que me haría reconciliarme hoy con el mundo. Elisa, amiga mutua y cuñada de Laly, ha prometido llamarme apenas su marido, Paco, la llame desde la clínica Quirón. Y yo mato las horas y la angustia escribiendo, mientras este maldito teléfono se empeña en permanecer mudo.

Porque Laly es mucha Laly, incluso dormida, incluso bajo los efectos de la anestesia. Incluso luchando, como hace ahora, por volver a la vida normal, esta vida que nos gusta a todos, y que suele despertarse cualquier viernes, cuando me llama.

—¿Bel? ¿Terminarás hoy muy tarde?

Y yo ya sé, entonces, que es una buena noche para dar una vuelta, para despejar fantasmas, para enfrentamos juntas a este vivir de cada día que se asoma sin remedio, sin solución, y que sólo estos buenos ratos nos ayudan a sobrellevar.

Y a Laly y a mí, entonces, nos encanta tomar una pizza en el puerto, cuando el buen tiempo nos lo permite, o cualquier cosa en La Jarrita. La noche, aunque sea larga, resulta corta para estas amigas que, de vez en cuando, juegan a recuperar unos tiempos que, de ningún modo, pueden morir en el recuerdo. Luego, por supuesto, Es Cau, es nuestro mejor sitio. Allí mueren muchas angustias, entre las canciones de Biel, la dulce guitarra de Curro, y los comentarios que bordean la broma:

—Manitas de plata, eres un manitas de plata —repite Biel, entre canción y canción.

Y yo les pido, como siempre, que canten «Si tu me dices ven», esta canción que hace soñar, imaginar un mundo imposible.


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Casa con Mucho Amor

Isabel Petrus


Cuento


Habían empezado como en un sueño. Despacito, poco a poco, a costa de ataques de nervios continuos, convirtieron aquella especie de nave inmensa, esto sí, muy bien situada, en la casa de sus sueños.

Me explicaban, entre la ilusión y el ensueño, cómo se habían colocado las baldosas del baño, minúsculas, una a una, cómo cada uno de los detalles se había discutido hasta la saciedad, y cómo cada uno de los logros acumulados era fruto de discusiones continuas con los albañiles, con todo el personal que compartió los sabores y sinsabores de tan magna obra.

Doscientos metros cuadrados arrancados a la vulgaridad, a la nada, para convertirlos en un sueño hecho realidad: ellos podían hacerlo, tenían los medios, el lugar, los sueños y la ilusión, y, poco a poco, lo convirtieron en esta presencia viva que les envolvió, después, durante años, y les hizo más fácil la convivencia, el ensueño, la continua presencia que significa, de repente, pasar de ser uno a ser dos, con los inmensos problemas que ello conlleva.

Discutir sobre azulejos, madera de parquet, o acabados de obra, une mucho. Durante algún tiempo uno no necesita ser chistoso, ocurrente o extraordinario, porque no hace falta inventar temas de conversación: la decoración lo llena todo, y los posibles vacíos se llenan con cemento de obra, mármol, lechos y molduras de yeso. Esto siempre da un respiro a uno mismo, y uno juega a ser genio, por encima de cualquier vulgaridad, uno se siente al pairo de tantos problemas de cada día.

Poco a poco, fue tomando forma y color aquel sueño que les había ocupado, y liberado, anocheceres y discusiones, que había hecho de ellos genios creadores, y había llenado vacíos llenos de sinamor, pero ocupados al fin.

Nadie les había avisado del peligro que corrían al terminar su aventura, nadie imaginaba lo que podía pasar después. Verdaderamente, era difícil de adivinar.


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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