Textos de Isidoro Fernández Florez publicados el 30 de agosto de 2022

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autor: Isidoro Fernández Florez fecha: 30-08-2022


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¡Mientras Haya Rosas!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Pocos días después se la llevaban á la quinta del pueblo. Creían que de este modo no podríamos vemos. Pero no fué así. Dejé pasar una semana, y al octavo día tomé el caballo y á las dos horas estaba yo en los alrededores de la quinta.

Bonito edificio, recién levantado, blanco y lindo como un jarrón de porcelana. Sobre la cúpula del mirador se alza una veleta que figura un gallo. Jazmines, enredaderas y madreselvas son ligeros marcos de las ventanas y balcones. La entrada central tiene cuatro peldaños de granito. La verja es de hierro. Hay pocas flores. En cambio está rodeada de grandes árboles.

Empecé á dar vueltas con precaución en derredor de la verja. ¡Si se asomase! ¡Si pudiese hacer que supiese mi llegada! Esto decía yo cuando sentí que me tiraban de la cazadora. Me volví trémulo como un ladrón cogido en el robo. Un chiquillo me presentaba una cartita.

La carta decía:

«¡Al fin has venido! ¡Te esperaba! Todos los días subo muchas veces al mirador y me paso las horas muertas mirando hacia el camino de Madrid.

»Te esperaba, sí... Por aquella cinta blanca que se pierde entre dos llanuras verdes, he visto un punto negro que nadie sino yo, querido Juan, hubiese conocido que era un hombre á caballo.

»¡Has estado avanzando un siglo sin moverte, alma de mi alma! ¡Debías comprar otro caballo más ligero!

»¡Basta hoy no he comprendido bien lo que es la vela de un barco que aparece en el horizonte, y llena ella sola, con ser tan pequeña, toda la extensión del mar!

»Desiertos campos de una comarca odiosa, ¡qué animados, qué encantadores sois ahora!

»¿Será él?—me preguntaba.—Sí—contestaba mi corazón,—¡él es!


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Las Cartas de Rosa

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


I

Julián y Rosita se conocieron en un baile de la Zarzuela. Hace de esto muchos años.

Rosita le arrojó un merengue—que le dió en un ojo,—sin saber á quién se lo arrojaba. Julián la dió un bofetón, sin saber á quién sacudía.

Esto fué en la escalera del restaurant.

Difícil es contar lo que allí pasó: hubo como des cargas á la bayoneta entre los que bajaban y subían; no se vieron más que brazos amenazadores, sombreros que salían despedidos de las cabezas, confusión y remolino de levitas negras, faldas de colores, pantalones obscuros y enaguas lisas y bordadas.

Cuando ya no hubo más escalones que rodar, todo el mundo pidió explicaciones, y algunos intentaron darlas. El caballero que iba con Rosita le dijo á Julián que al día siguiente le enviaría sus padrinos. Julián le contestó que estaba dispuesto á zanjar la cuestión en el momento; pero su adversario replicó que él no se batiría mientras Julián sólo tuviese disponible un ojo.

Dos días después, Julián y su adversario cruzaban dos enormes sables que les habían proporcionado dos oficiales del ejército. Julián recibió un sablazo en la cabeza, sablazo del cual su amigo y padrino Martín Montano, licenciado en Medicina, tío D. Anselmo de Puentedueñas y Carmalengado, recibía con la primera cura la execración de su respetable y escandalizado pariente.

Martín Montano era un joven aprovechado y un amigo fraternal. Le asistió con saber y con cariño. Al cabo de un mes Julián estaba en disposición de beberse otras cuantas botellas, pero su manera de ser había cambiado. Del motivo de esta transformación puede darnos idea la siguiente carta que escribió, no bien pudo dejar el lecho:


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Sorelita

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?


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La Pulsera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.

A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.

Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.

El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.

He aquí sus palabras:

«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.


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La Maceta

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.

Vamos al caso.

Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.

Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.

Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.

Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.


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Sólo por Verla

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.


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Lo que es Imposible

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Menelik ha enviado de regalo un elefante al presidente de la República francesa.

Y puesto que Toby es hoy el favorito de París, y lo que á París le interesa conmueve al mundo, quiero que mi cuento de hoy sea, para mayor carácter, un cuento elefantino.


Allá en tiempos remotos y en una de las más feraces regiones de la India, hubo un príncipe famoso por cruel y por fiero.

Y eso que la India de aquel tiempo era madre natural de la servidumbre. El brahma, es decir, el hijo predilecto del Destino, tenía derecho á cuanto existía sobre la tierra; la vida de los demás hombres era don de su generosidad. Y el paria sabía que había nacido para los oficios más vergonzosos y repugnantes.

—¡El vientre de los animales feroces es lo que debes tener por cementerio!

Esto es lo que decía el brahma.

¡Pero aquel príncipe era más atormentador de los suyos que pudieran serlo las panteras negras de la tierra del Sur, y el oso del Himalaya, y el león de Katiavar, y el aligator de los pantanos y la serpiente cobra de los bosques del Ganges!

Y aquellos indios, hechos á vivir en el dolor y en la miseria y en el desprecio, decidieron rebelarse.

El viejo Maisur los congregó á los representantes de las tribus por medio de emisarios escondidizos, como las víboras, y una tarde se reunieron en uno de los templos que allá en la negrura húmeda de los bosques tienen aún sus divinidades.


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El Sueño

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Antonia está recostada en la mecedora y dormita.

Dentro de un ratito vendrá Julián Medrano por ella para llevarla á la verbena.

¿Quién es Julián? La portera de la casa suele decirlo:

—Un joven muy guapo, muy rico; un señorito á lo chulo, de mucho gancho y muy poca vergüenza.

¿Que si es generoso? ¡Ya lo creo! Allá por Enero envió á su dama dos solitarios para las orejas como dos soles, y ahora ha enviado para ella una caja plana, cuadrada, de proporciones, que debe de ser un señor regalo.

Pero Antonia dormita...

Calle abajo se ha desvanecido el pasacalle de una banda de guitarras que va ya camino de San Antonio de la Florida.

¡Los primeros sones del pasacalle sacudieron el corazón de Antonia con violencia; los últimos llegan hasta ella impregnados de tristeza adormecedora!

Así es que cierra los hermosos ojos, entreabre los frescos y rojos labios, y...

¡Pero no se va en sueños á donde se quiere!

Y ella se encuentra, de pronto, en un país raro, rarísimo, inverosímil, fantástico; que no le es, sin embargo, desconocido.

Sí; ella cree haber estado allí alguna vez.

Ni puede decir de qué color es el suelo, ni el cielo, ni el agua, ni el aire. Porque todo tiene de todos los colores.

Lo que si ve es que tiene delante muchas isletas, y que estas isletas están unidas por puentes de arcos ligeros y estrechos, sobre los cuales caminan figuras estrambóticamente vestidas.

Ni son hombres ni mujeres. O, por mejor decir, no se sabe lo que son, porque todas visten el mismo traje.

¡Pero vaya si se distingue, fijándose! ¡Como que alguno de los que pasan lleva bigotes caídos, muy largos, y una trenza de pelo terminada por otra de seda, que le cae en la espalda!


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¡Funerales Extraños!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Pocos días hace, al abrir la ventana de mi cuarto de estudio, que tiene vistas al patio, vi ¡cosa rara! que el balcón de enfrente tenía de par en par abiertas las puertas de cristales. Yo no había preguntado jamás quién era mi vecino de aquel cuarto, ni jamás había visto en aquel balcón á ninguna persona.

Miró con cierta curiosidad. Y quedó bien castigado de ella, porque vi un aparato siniestro, terrible: un ataúd sobre un tinglado cubierto de paño negro, y dos de los cuatro blandones que sin duda completaban el escenario.

Veía alguna parte de la caja; sobre la linea horizontal que formaba el galón de oro, alzábanse unas manos amarillas, escuálidas, que retenían, inclinado, casi caído, un pequeño crucifijo. ¡Manos que fueron de hombre, y de hombre fuerte, al parecer!

Me retiró y cerré la ventana, y seguí trabajando, procurando desechar las ideas negras, obligado cortejo de la muerte.

Trabajé algunas horas, y cuando faltó la luz me levanté de la mesa y volví á la ventana.

La muerte nos espanta y nos atrae. Huimos de los muertos y volvemos á ellos. Aunque no tienen voz, nos llaman. Son la verdad, la única verdad del mundo, y se nos imponen.

La noche había venido: el patio estaba completamente á obscuras, y el balcón formaba un rectángulo rojizo, en cuyo fondo había en este momento dos figuras. Seguramente dos amigos del difunto, que habían venido á honrar su memoria rezándole y velándole.

Uno de ellos era un hombre gordo, bajo, de aspecto vulgar; la nariz gruesa y encarnada, la boca grande y movida por una sonrisa enigmática. Su cabeza estaba monda y lironda como una bola de billar.

El otro no era muy alto ni muy grueso, pero era nervudo; la nuca y las espaldas anchas, y las piernas algo torcidas. Su rostro, sin ser repulsivo, era ingrato.

Verdaderamente que me crecieron tipos originaos, casi ridículos, novelescos, fantásticos.


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En Alta Mar

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El trasatlántico resopló y se detuvo.

Cesó el rumor de las conversaciones de los viajeros, los rechinamientos de las máquinas, el vocerío de la maniobra.

El cielo estaba raso; las olas se movían sin cambiar de sitio, al parecer, como montañas de plata y de esmeralda que tiemblan. Caía la tarde.

El infinito del cielo y el infinito del mar se perdían en dos líneas de luz y nácar.

¡Ahora, parado el buque, comprendíamos mejor nuestra insignificancia, nuestra pequeñez, nuestro aislamiento; la incertidumbre del humano destino! La tripulación formó sobre cubierta... Los pasajeros, con el sombrero en la mano, y las pasajeras, con la cabeza envuelta en blondas, tules y pañuelos obscuros, se agruparon también.

Apareció por una escotilla el capellán: era grueso y sonrosado, el pelo blanquísimo, de aspecto bondadoso. Sus dedos regordetillos movían nerviosamente las hojas de su breviario.

Salieron detrás dos hombres, dos marineros, que subían un saco de lona. Eran muy recios; uno de ellos, colosal. Encontraban ligera la carga y la traían con ademanes de cariñoso cuidado y de respeto.

Este saco afectaba una forma estrecha, larga, elegante, de líneas humanas. A no dudar, contenía un cadáver, y un cadáver de mujer.

Salto después el capitán del buque, segundo de sus subalternos. Todos con la cabeza descubierta y todos tristes. No con la tristeza que imponía el ceremonial, sino con la de un dolor sincero.

Dando el brazo al capitán, y arrastrado por éste, como un autómata, como un sonámbulo, venía un hombre joven, de gallarda figura, moreno, robusto; verdadero tipo del trabajo triunfante. Sin duda que era uno de esos grandes obreros del siglo, que transforman las soledades en poblados, que traen ríos de lejos, que unen mares y que tallan en facetas este diamante que se llama Mundo.

Al verle se estremecieron todos.

—¡Pobrecillo!

—¡Desgraciado!


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