Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban
aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el
camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un
relincho en seguida sofocado.
Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.
Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima
del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los
sauces se removían susurrantes.
El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.
Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado,
cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el
bosque.
El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.
Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y
encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros
carros.
La yegua empezó a sentir miedo.
Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y
sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el
firmamento y le siguió el estampido de un trueno.
La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a
reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.
Me guarecí en el follaje.
Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.
Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.
—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.
—¿Y tú?
—Soy el guardabosque.
Y cuando me hube identificado:
—¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.
—¿Oyes la tormenta?
—Es tremenda —respondió la voz.
Información texto 'Birouk'