I
Los hechos sucedieron en San
Petersburgo, en invierno, el primer día del carnaval. Un compañero de
pensión, que en su juventud tenía fama de ser tan apocado como una
pudorosa muchacha y que más adelante dio muestras de haber perdido
cualquier rastro de timidez, me había invitado a comer. Ahora ya ha
muerto, como la mayor parte de mis compañeros. Aparte de mí, habían
prometido acudir al ágape un tal Konstantín Aleksándrovich Asánov y una
celebridad literaria de la época, que se hizo esperar y finalmente envió
una nota anunciando que no vendría; en su lugar se presentó un señor
menudo y rubio, uno de esos inevitables huéspedes no deseados que tanto
abundan en San Petersburgo.
La comida se prolongó largo rato; el anfitrión no
escatimó el vino, que poco a poco se nos fue subiendo a la cabeza. Todo
lo que cada uno de nosotros ocultaba en el fondo de su alma —¿quién no
oculta algo en el fondo de su alma?— acabó saliendo a la luz del día. El
rostro del anfitrión había perdido de pronto su expresión púdica y
reservada; sus ojos miraban con descaro, y una sonrisa vulgar torcía sus
labios; el señor rubio estallaba en carcajadas abyectas, ruidosas y
estúpidas; no obstante, fue Asánov quien me sorprendió más. Ese hombre
siempre se había distinguido por su sentido del decoro, pero de repente
se puso a pasarse la mano por la frente, a darse aires, a jactarse de
sus relaciones, a mencionar a cada momento a un tío suyo, personaje muy
importante... La verdad es que no le reconocía; se burlaba de nosotros
sin el menor reparo... Era como si despreciara nuestra compañía. La
insolencia de Asánov me puso furioso.
—Escuche —le dije—, si a sus ojos somos tan
insignificantes, váyase a visitar a su ilustre tío. ¿O tal vez no le
autoriza a entrar en su casa?
Asánov no me respondió y siguió pasándose la mano por la frente.
Información texto 'Yákov Páskinov'