Yo vivía entonces en Suiza… Era muy joven, tenía mucho amor propio y
estaba muy solo. Yo vivía de modo penoso, sin júbilo. Sin haber visto
nada aún, ya me aburría, agotaba y enojaba. Todo en la tierra me parecía
ínfimo y trivial, y, como sucede a menudo con los hombres muy jóvenes,
acariciaba con malicia secreta la idea del… suicidio. “Les probaré… me
vengaré…” —pensaba… ¿Pero qué probar? ¿Qué vengar? Eso yo mismo no lo
sabía. En mí, simplemente, se fermentaba la sangre, como el vino en un
recipiente taponeado… y me parecía, que debía dejar que se derramara ese
vino al exterior, y que era hora de romper el recipiente que lo
constreñía… Byron era mi ídolo, Manfredo mi héroe.
Una vez, al atardecer, yo, como Manfredo, decidí dirigirme allí, a la
cima de la montaña, por encima de los glaciares, lejos de los hombres,
allí donde no había, incluso, vida vegetal, donde se apilaban solo
peñascos muertos, donde se helaba todo sonido, ¡donde no se oía,
incluso, el rugido de la cascada!
¿Qué intentaba hacer allí?… yo no sabía… ¡¿Acaso terminar con mi vida?!
Yo me dirigí…
Anduve largo tiempo, primero por un camino, después por un sendero,
subía más alto… más alto. Ya hacía tiempo que había pasado las últimas
casas, los últimos árboles… Las piedras, solo piedras había alrededor;
una nieve cercana, pero aún invisible, soplaba hacia mí un frío áspero;
por todas partes, en masas negras, avanzaban las sombras nocturnas.
Yo me detuve, finalmente.
¡Qué silencio terrible!
Era el reino de la muerte.
Y yo estaba solo allí, un hombre vivo, con toda su pena arrogante,
desolación y desprecio… Un hombre vivo, consciente, que se había alejado
de la vida y no deseaba vivir. Un terror secreto me helaba, ¡pero yo me
imaginaba grandioso!..
¡Un Manfredo, y basta!
Información texto '¡U-á… U-á!'