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autor: Iván Turguéniev textos no disponibles


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El Bosque y la Estepa

Iván Turguéniev


Cuento


Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.

La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, für sich, como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no nos ha hecho cazadores, no por eso dejaremos de ser amigos de la naturaleza. Por lo tanto, es algo que podemos envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿O acaso no llegan a comprenderme?

¿Conocen los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?

Están en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.

Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.

Se instalan en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sienten frío, se alzan el cuello del abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.


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4 págs. / 8 minutos / 94 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Birouk

Iván Turguéniev


Cuento


Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado:

—¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.


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6 págs. / 10 minutos / 108 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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