I
Son las once de la mañana.
Doña Augusta Vasconcelos está reclinada sobre un sofá, con un libro
en la mano. Adelaida, su hija, deja correr los dedos por el teclado del
piano.
—¿Papá ya se despertó? —pregunta Adelaida a su madre.
—No —respondió, sin levantar los ojos del libro.
Adelaida se incorporó y se acercó a Augusta.
—Pero mamá, ya es muy tarde —dijo ella—. Son las once. Papá duerme demasiado.
Augusta dejó caer el libro sobre su regazo, y mirándola le dijo:
—Sucede que tu padre ayer se acostó muy tarde.
—Ya me di cuenta de que nunca puedo despedirme de papá cuando me voy a acostar. Siempre está afuera.
Augusta sonrió:
—Eres una campesina —dijo ella—, duermes como las gallinas. Aquí son
otras las costumbres. Tu padre tiene mucho que hacer de noche.
—¿Son cuestiones de política, mamá? —preguntó Adelaida.
—No lo sé —respondió Augusta.
Empecé diciendo que Adelaida era hija de Augusta, y esta información,
necesaria para el relato, no lo era menos en la vida real en que tuvo
lugar el episodio que voy a narrar, porque a primera vista nadie diría
que quienes allí estaban eran madre e hija; parecían dos hermanas, tan
joven era la mujer de Vasconcelos.
Tenía Augusta treinta años y Adelaida quince; pero comparativamente
la madre parecía más joven que la hija. Conservaba la misma frescura de
los quince años, y tenía además lo que faltaba a Adelaida, que era la
conciencia de la belleza y de la juventud; conciencia que sería loable
si no tuviese como consecuencia una inmensa y profunda vanidad. Su
estatura era mediana pero imponente. Era muy blanca y sonrosada. Tenía
los cabellos castaños y los ojos azulados. Las manos largas y bien
dibujadas parecían criadas para las caricias del amor; sin embargo, daba
a sus manos mejor destino: las calzaba en tersa cabritilla.
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