Textos mejor valorados de Jacinto Octavio Picón etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Jacinto Octavio Picón etiqueta: Cuento


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El Nieto

Jacinto Octavio Picón


Cuento


El general don León Bravo de la Brecha y Pérez Esforzado, décimo cuarto conde de la Algarada de Lucena, primer marqués de Durobando, noble hasta la médula de los huesos, senador por derecho propio, modelo de caballeros, carácter de acero y corazón de oro, feo de rostro y hermosísimo de alma, era hombre que haciéndose querer inspiraba respeto, mas en tal grado religioso, autoritario y linajudo, en una palabra, tan montado a la antigua que parecía la viva encarnación de todos aquellos ideales que cumplida su misión en la vida, van quedando honrosamente almacenados en la historia por la inflexible mano del tiempo.

A bueno nadie le ganaba, a severo le aventajaban pocos, y en punto a reaccionario no había quien le igualase. Fue feliz durante casi toda su vida, porque la Fortuna le halagó propicia, siendo para él en la juventud novia cariñosa, en la edad viril mujer amante y luego sumisa compañera; únicamente en la vejez, cuando creía tenerla más sujeta, comenzó a mostrársele rebelde, como hembra cansada de ser fiel mucho tiempo.

El general veía con pena que cuanto amparó con su prestigio y cuanto defendió con su espada se iba desmoronando. La fe se bastardeaba convirtiéndose en devoción superficial y mundana; las clases sociales se fundían derretidas por la fiebre del oro; el principio de autoridad cedía en vez de resistir; todo lo que él consideró esclarecido y alto tendía a oscurecerse y caer, todo lo vil y bajo a brillar y subir; lo poco antes calificado de utopia era casi realidad, los sueños se hacían tangibles y a las amenazas se respondía con reformas; lo que en su mocedad se dominaba a tiros, ahora se arreglaba con fórmulas.


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6 págs. / 11 minutos / 36 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dichas Humanas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del Retiro, comienza a despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el lucero del alba en una faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y extiende poco a poco en el espacio.

Los faroles están apagados, los serenos se han ido, las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se oyen de cuando en cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado por necesidad o por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines en la torrecilla de un convento, y tras las vallas de un solar convertido en corral, lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si estuviera en el campo.

De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen las líneas y la mole de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a la iglesia, ancho portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del piso principal están interiormente iluminados por un resplandor medio amarillento, medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la luz de una gran lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde la calle no se ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa, los cristales de una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos centros campean cifras artísticas de letras entrelazadas.

La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles soberbios, telas rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos admirables, plantas exóticas criadas en la atmósfera tibia del invernadero, jarrones, japoneses decorados con cigüeñas de plata que vuelan en paisajes fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y arañas de vidrios multicolores, donde centellean en temblor irisado los reflejos, de la chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos los primores del lujo moderno.


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4 págs. / 8 minutos / 39 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Milagro

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.

Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.

De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían; pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía que aquéllo era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Elvira-Nicolasa

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Acabábamos de cenar Elvira y yo en un gabinetito de una fonda donde le gustaba que la llevase a tomar mariscos y vino blanco. Disputando por celos, en el calor de las recriminaciones, dejé escapar una frase ofensiva: debí de decirle algo muy duro, sin duda una verdad muy grande, porque entonces, avivada su locuacidad con la injuria y suelta su lengua con el estímulo de la bebida, se recostó en el diván con provocativa indolencia y, poniéndose muy seria, repuso:

— Sí, ¿eh? ¿Tan mala crees que soy? Pues aquí donde me ves, tan coqueta, tan amiga de haceros rabiar, porque todos sois iguales, y no merece más ni menos uno que otro, tan orgullosa de haber arruinado a unos y puesto en ridículo a otros, yo, aunque no lo creas, tengo en mi vida un rasgo bueno, y tendría muchos si no hubiese sido en mi niñez tan desgraciada.

Me creí amenazado de la eterna historia de una seducción vulgar; pero, prefiriendo oírla a verla emborracharse, me dispuse a escuchar, y ella siguió de este modo:


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8 págs. / 14 minutos / 39 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sacramento

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Justa y Engracia eran hijas de una familia honrada, linajuda y rica, ambas casadas; Justa con un propietario que vivía de sus cuantiosas rentas, sin más trabajo que cuidar de aumentarlas, y de quien no tuvo hijos; Engracia con un bolsista de intachable reputación, pero tan confiado en su estrella que aventuraba en jugadas peligrosas más de lo que permite la prudencia. De este matrimonio nacieron dos niñas: María de la Soledad y María del Sacramento.

A poco de cumplir veintidós años la primera y uno más la segunda, su padre quedó alcanzado en una liquidación de fin de mes, y no pudiendo cumplir los compromisos contraídos, se suicidó de un pistoletazo. Engracia murió de pena algunos meses después; y Justa, mediante la cariñosa conformidad de Luis, su marido, se hizo cargo de las dos sobrinas huérfanas; doblemente impulsada, primero por cierta natural bondad, no incompatible con su dureza de carácter, y luego por el firme convencimiento de que las dos muchachas no podían decorosamente vivir solas.

Para Justa y Luis el decoro era la mitad de la vida: estaban persuadidos de que el error y el pecado son inherentes a la naturaleza humana, y de que la disculpa y el perdón forman la gloria principal con que el bueno se aventaja al malo; pero con el escándalo no transigían nunca. La opinión del prójimo, si no valía, importaba a sus ojos tanto como la misma virtud: temían más al comentario y la maledicencia que a la falta, siendo partidarios acérrimos del refrán que dice: «Pecado ignorado medio perdonado». Con tales ideas no habían de permitir que sus sobrinas viviesen solas.

Soledad y Sacramento no parecían hermanas. Eran sus cualidades morales tan diferentes y sus tipos tan opuestos, que quien ignorase la honradez de su madre pudiera suponerlas engendradas por dos amores distintos.


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9 págs. / 16 minutos / 59 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Santificar las Fiestas

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Lunes, 9 de Mayo de 1892, tomó don Cándido posesión de su curato en Santa Cruz de Lugarejo, ocupándose inmediatamente en arreglarse la casa con los pobres y viejos muebles que trajo en una carreta del pueblecillo donde vivió hasta entonces, siendo amparo de necesitados y ejemplo de virtuosos. Durante más de cuarenta y ocho horas, nadie se dio cuenta de que allí había cura nuevo.

Algunos días después, las pocas personas que le vieron y hablaron esparcieron la voz de que parecía buena persona. Y no se equivocaban los que tan presto formaron de él juicio favorable, porque don Cándido era un bendito. Por su estatura, rostro y porte traía a la memoria el retrato que hizo Cervantes de su Hidalgo inmortal. También don Cándido frisaba con los cincuenta años y era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador, y si no amigo de la caza, como don Quijote, incansable en el ejercicio de buscar tristezas para aliviarlas.

Sus condiciones morales todas buenas: la piedad sincera, el trato afable, el lenguaje humilde, la caridad modesta, y en todo tan compasivo y tolerante, que, con ser grande el respeto que imponía, aún era mayor la cariñosa confianza que inspiraba. Su ilustración no debía de ser extraordinaria. En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Hoja de Parra

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Las dos de la tarde acababan de dar en el gabinete, amueblado con el lujo aparatoso e insolente propio de una cortesana vulgar enriquecida de pronto, cuando Magdalena envuelta en ligeras ropas de levantar y aún tembloroso el cuerpo por el frescor del baño, atizó los leños de la chimenea, y aproximando al fuego el mueblecillo que le servía de tocador, extendió sobre él un lienzo guarnecido de puntillas, encima del cual fue colocando cepillos, peines, tatarretes, frascos, polvoreras y cuanto había menester para peinarse. En seguida inclinó el espejo hacía sí, se sentó, y sin llamar a la doncella comenzó a soltarse el largo y abundoso pelo, antes castaño muy oscuro y ahora teñido de rojo caoba como el de las venecianas a quienes retrató Ticiano.

Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera, formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello como rayos de un nimbo roto.

Por coquetería, y por dar tiempo a que su dueño y señor llegara, iba lo más despacio posible, levantándose a veces para distraerse en otras cosas; pues lo esencial era que al aparecer su amante aún tuviese suelta la sedosa madeja que le inspiraba tantas frases lisonjeras, dándole a ella pretexto para estar con el escote entreabierto y los brazos desnudos, puestos en alto, haciendo mil embelesadoras monadas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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