A la parte de Oriente, por cima de las arboledas del
Retiro, comienza a despuntar el día, desvaneciéndose y borrándose el
lucero del alba en una faja de luz pálida y blanquecina, que se dilata y
extiende poco a poco en el espacio.
Los faroles están apagados, los serenos se han ido,
las buñoleras no han llegado, las tahonas están cerradas, las tabernas
no se han abierto, y un norte glacial barre las aceras, arremolinando en
los cruces de las calles las hojas secas, el polvo y los papeles. Se
oyen de cuando en cuando los pasos rápidos de alguien que ha trasnochado
por necesidad o por vicio; suenan a lo lejos las campanas de maitines
en la torrecilla de un convento, y tras las vallas de un solar
convertido en corral, lanza un gallo su canto bravío y vigoroso, como si
estuviera en el campo.
De entre las sombras que van desvaneciéndose surgen
las líneas y la mole de una casa magnífica, casi un palacio, con jardín a
la iglesia, ancho portalón y verja de remates dorados. Dos balcones del
piso principal están interiormente iluminados por un resplandor medio
amarillento, medio rojizo, formado por las llamas de la chimenea y la
luz de una gran lámpara con enorme pantalla de seda color de oro. Desde
la calle no se ven más que los huecos bañados en claridad misteriosa,
los cristales de una sola pieza y los visillos de muselina, en cuyos
centros campean cifras artísticas de letras entrelazadas.
La habitación es suntuosa. Hay en ella muebles
soberbios, telas rarísimas, cuadros con firmas de maestros, retratos
admirables, plantas exóticas criadas en la atmósfera tibia del
invernadero, jarrones, japoneses decorados con cigüeñas de plata que
vuelan en paisajes fantásticos, alfombras en que los pies se hunden y
arañas de vidrios multicolores, donde centellean en temblor irisado los
reflejos, de la chimenea. La riqueza y el buen gusto parecen haber
reunido allí todos los primores del lujo moderno.
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