Textos peor valorados de Jack London publicados por Edu Robsy | pág. 3

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autor: Jack London editor: Edu Robsy


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Escritos Políticos

Jack London


Ensayo, Política


Cómo me hice socialista

Es bastante justo decir que me hice socialista de un modo similar a como los teutones paganos se hicieron cristianos: a golpes de martillo. En el momento de mi conversión, yo no sólo no estaba buscando el socialismo sino que lo estaba combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía casi nada, y aunque nunca había oído hablar siquiera de una escuela llamada “individualismo”, cantaba el himno de los fuertes con todo el corazón.

Esto era así porque yo mismo era fuerte. Por fuerte quiero decir que tenía buena salud y músculos firmes, ambas cualidades fácilmente explicables. Había pasado mi niñez en los ranchos de California, mi adolescencia repartiendo periódicos en las calles de una lozana ciudad del Oeste, y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la Bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me encantaba la vida al aire libre, y al aire libre me afanaba en los trabajos más duros. Sin aprender ningún oficio, yendo de empleo en empleo, contemplaba el mundo y lo encontraba bueno hasta en el último detalle. Permítanme que lo repita: este optimismo se debía a que era sano y fuerte, no estaba preocupado por dolencias ni debilidades, nunca me había rechazado ningún patrón por no parecer apto, y siempre era capaz de conseguir un trabajo paleando carbón, como marinero, o haciendo algún tipo de trabajo manual.


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58 págs. / 1 hora, 42 minutos / 102 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En Ruta

Jack London


Viajes


En general, los he probado todos,
los caminos felices de este mundo.
En general, los he encontrado buenos
para los que no pueden, como yo,
usar la misma cama mucho tiempo
y van de un lado a otro hasta que mueren.

—Sextina del trotamundos

Confesión

Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente sobre estas líneas, espero que me escriba.

Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.

Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía tiempo para formalidades.

—Deme un cuarto para comer —balbucí.


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162 págs. / 4 horas, 44 minutos / 81 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Quimera del Oro

Jack London


Cuento


Los buscadores de oro del Norte

«Donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.»

—Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte.

Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba.

Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.


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230 págs. / 6 horas, 43 minutos / 92 visitas.

Publicado el 7 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Guerra

Jack London


Cuento


Era un joven que apenas debía rebasar los veinticuatro o veinticinco años, y la manera en que montaba a caballo hubiera hecho resaltar la gracia indolente de su juventud si un cierto aire inquieto, como de felino, no se desprendiese de toda su actitud. Sus ojos negros lo escudriñaban todo; registraban el balanceo de ramas y ramillas en las que brincaban los pajarillos, interrogaban las formas cambiantes de los árboles y matorrales que tenía enfrente y se volvían constantemente a las matas de maleza que jalonaban los dos lados del camino.

Al mismo tiempo que espiaba con la mirada, aguzaba el oído, aunque en torno a él reinaba el silencio sólo interrumpido allá abajo, hacia el oeste, por la sorda detonación de la artillería pesada. Su oído, después de tantas horas, se había acostumbrado de tal manera a este fragor monótono, que el cese brusco del ruido hubiese llamado su atención. De través en el arzón de su silla se balanceaba una carabina.

Hasta tal punto estaba en tensión todo su ser que una bandada de codornices, al volar asustadas ante las narices de su montura, le hizo sobresaltarse; automáticamente, paró su caballo e hizo intención de echarse la carabina a la cara. Se repuso con sonrisa avergonzada y prosiguió su marcha. Estaba tan preocupado por su misión, que las gotas de sudor le hacían escocer los ojos, se deslizaban a lo largo de su nariz y terminaban cayendo sobre el pomo de su silla; la cinta de su quepis de caballería estaba también manchada y su caballo bañado en sudor; era pleno mediodía, en una jornada de calor aplastante. Ni siquiera los pájaros y las ardillas se atrevían a hacer frente al sol, y buscaban los rincones de sombra entre los árboles para escapar a sus ardores.


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7 págs. / 12 minutos / 151 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Casa de Mapuhi

Jack London


Cuento


No obstante la pesada torpeza de sus líneas, el Aorai maniobró fácilmente en la brisa ligera, y su capitán lo condujo hacia adelante antes de virar apenas fuera del oleaje. El atolón de Hikueru —un círculo de fina arena de coral de un centenar de metros de ancho, con una circunferencia de veinte millas— se extendía bajo el agua, y emergía entre un metro y un metro y medio del límite de la alta marea. En el lecho de la inmensa laguna cristalina existía abundancia de ostras perlíferas, y desde el puente de la goleta, a través del ligero anillo del atolón, podía verse trabajar a los buzos. Pero la laguna no tenía acceso, ni siquiera para una goleta mercante. Con brisa favorable, los cúters podían penetrar a través del canal tortuoso y poco profundo, pero las goletas anclaban fuera y enviaban sus chalupas adentro.


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28 págs. / 49 minutos / 1.158 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Hombres que Creen

Jack London


Cuento


—Te repito que jugar un poco —dijo uno de aquellos dos hombres.

—No está mal —contestó el interpelado, volviéndose, al hablar, hacia el indio que en un rincón de la cabaña, remendaba unos zapatos para la nieve—. Tú, Billebedam, corre como un buen muchacho a la cabaña de Oleson, y dile que deseamos que nos preste la caja de dados.

Este encargo inesperado, hecho después de una conversación sobre salarios y alimentos, sorprendió a Billebedam. Además, eran las primeras horas de la mañana y él nunca había visto a hombres de la categoría de Pentfield y Hutchinson jugar a los dados hasta después de terminado el trabajo diurno. Pero cuando se puso los mitones y se dirigió a la puerta, su semblante estaba impasible, como el de todo indio del Yukon.

A pesar de que ya eran las ocho, fuera reinaba todavía la oscuridad y la cabaña estaba alumbrada por una vela de grasa clavada en una botella vacía de whisky colocada sobre una mesa de pino entre un amasijo de platos de estaño, sucios. La grasa de innumerables bujías había goteado por el largo cuello de la botella y se había endurecido formando un glaciar en miniatura. La pequeña habitación presentaba el mismo desorden que la mesa; en un extremo, junto a la pared, había una litera con las mantas revueltas, tal como las habían dejado los dos hombres al levantarse.


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15 págs. / 27 minutos / 93 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo y el Hada

Jack London


Cuento


Tendido de espaldas dormía con sueño tan pesado y profundo que no le despertaban en absoluto los ruidos —el martilleo de los pasos de los caballos y los gritos de los carreteros— que llegaban del puente tendido sobre el arroyo. Era el tiempo de la vendimia y sobre el puente se sucedían sin interrupción las pesadas carretas cargadas de uva que remontaban el valle para dirigirse a los lagares; cada vez que una de ellas se las había con su malvado pavimento, era algo así como una explosión de sonidos, una conmoción general en la calma indolente de la tarde.

Pero el hombre no se había turbado. Su cabeza se había salido del periódico plegado que le servía de almohada. Briznas de yerba y motas de tierra seca se adherían en forma de placas a su desordenada cabellera. No era agradable verlo. Dormía con la boca completamente abierta, exhibiendo una mandíbula superior en la que faltaban varios dientes rotos de un puñetazo. Roncaba ruidosamente, gruñendo y gimiendo a veces en su penoso sueño. Estaba muy agitado: tan pronto sus brazos batían el aire en bruscos molinetes convulsivos, como rodaba de derecha a izquierda su cabeza bamboleante sobre los terrones en que reposaba. Ese nerviosismo parecía debido en parte a algún malestar interno, y, en parte, al sol que le bañaba la cara y a las moscas que zumbaban a su alrededor, se posaban y se paseaban por su nariz, sus párpados y sus mejillas —que eran, además, los únicos lugares que podían explorar, porque el resto de su cara desaparecía bajo una barba hirsuta, ligeramente canosa, aunque muy sucia y descolorida por la intemperie.

Los pómulos de su cara estaban salpicados de manchas rojas provocadas por el aflujo de sangre. Ese sueño de plomo venía con toda seguridad de una juerga reciente, que explicaba también la obstinación de las moscas en formar enjambre en torno a su boca, atraídas por las exhalaciones de alcohol.


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18 págs. / 31 minutos / 69 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Padre Pródigo

Jack London


Cuento


Josiah Childs era el hombre más normal del mundo. Tenía la apariencia de lo que era: un comerciante próspero. Llevaba un traje de sesenta dólares —el traje normal del comerciante— y confortables botas de media caña, que olían a zapatero bueno, pero nada extravagantes; el cuello y los puños de su camisa eran los de un comerciante normal; su única audacia en cuestión de tocado era uno de esos sombreros llamados «derby», que eran el último grito entre las gentes de negocios.

Oakland, en California, está lejos de ser una ciudad muerta de provincias. Y Josiah Childs era el dueño del principal almacén de comestibles de esta febril ciudad del oeste de América; la vida que llevaba, sus modales y su aspecto eran los adecuados para tan altas funciones.

Pero esa mañana, antes de que comenzara la avalancha de clientes, la llegada de Josiah Childs provocó tal perturbación que, si bien no llegó a tumulto, obstaculizó durante media hora el trabajo de sus empleados. Saludó con afable movimiento de cabeza a los dos distribuidores que cargaban ante la puerta los dos primeros camiones del día. Después de la inevitable mirada al gran rótulo que cruzaba la fachada, entró en el almacén. En el rótulo podía leerse las palabras: ULTRAMARINOS JOSIAH CHILDS; pintadas de oro y negro, de dimensiones discretas y de buen gusto, evocaban nobles especias, condimentos aristocráticos, en suma, todo lo que constituye el no va más en materia de comestibles (que era lo menos que se podía esperar de ese palacio de la alimentación en donde la escala general de precios era un diez por ciento más alta que en los demás sitios). Pero cuando Josiah Childs dio la espalda a sus distribuidores para cruzar la puerta de entrada, no reparó en la mirada de estupor que intercambiaban los dos buenos hombres al ver su aspecto. Interrumpieron su trabajo y, sin duda para evitar caerse de sorpresa, tuvieron necesidad de apoyarse uno contra otro.


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19 págs. / 34 minutos / 48 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cara Perdida

Jack London


Cuento


Era el final. Subiénkov había seguido una larga huella de amargura y de horror, buscando las capitales de Europa como la paloma mensajera busca la querencia, y aquí, en América rusa, la huella había cesado. Sentado en la nieve, los brazos hacia atrás, maniatado a la espera de la tortura, miraba curiosamente a un enorme cosaco, postrado en la nieve, gimiendo en su agonía. Los hombres habían terminado con el gigante y ahora les tocaba a las mujeres. Sus gritos atestiguaban cuánto más diabólicas eran ellas.

Subiénkov miraba y se estremecía. No temía a la muerte. Demasiadas veces había arriesgado la vida en esa fatigosa huella de Varsovia a Nulato, para que el hecho de morir lo arredrara.

Pero se rebelaba contra la tortura. Su alma se sentía ofendida. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al mero sufrimiento que debería soportar, sino al doloroso espectáculo que daría. Sabía que lloraría y rogaría y suplicaría, como Big Ivan y los otros que lo precedieron. Esto no era lindo. Morir valerosa y limpiamente, con una sonrisa y una burla, eso hubiera estado bien. Pero perder el control, ver trastornada el alma por los paroxismos de la carne, chillar y balbucear como un mono, convertirse en una bestia… eso era terrible.


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13 págs. / 23 minutos / 212 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Lejana Destilería

Jack London


Cuento


La verdad de Thomas Stevens puede haber sido tan indeterminada como la X, y su imaginación, la de la mayoría de los hombres, elevada a la enésima potencia; pero preciso es reconocer que jamás se ha encontrado una mentira en ninguna de sus palabras o acciones… Él puede haber jugado con las probabilidades y orillado el último extremo de la posibilidad, pero la trama de sus relatos siempre ha estado bien organizada. Que él conocía el norte como un libro, nadie puede negarlo. Que había viajado mucho y puesto sus pies en infinidad de sendas desconocidas, lo demuestran muchas pruebas. Aparte de lo que yo personalmente he averiguado, conozco a hombres que le han visto en todos los lugares, pero principalmente en los confines de Ninguna Parte. Allí estaba Johnson, el exagente de la Hudson Bay Company, que le había albergado en su factoría del Labrador hasta que sus perros hubieron descansado un poco y él estuvo en condiciones de continuar el viaje. Estaba Mac-Mahon, el agente de la Alaska Commercial Company, que le había encontrado en Dutch Harbour y, más tarde, entre las islas más lejanas del grupo de las Aleutianas. Era indiscutible que había guiado una de las primeras exploraciones de los Estados Unidos; y la historia asegura positivamente que, en condiciones parecidas, sirvió a la Western Union cuando intentó llevar hasta Europa el telégrafo de Alaska a Siberia. Más adelante fue Joe Lamson, el capitán de la ballenera, sitiado por el hielo en las bocas del Mackenzie, quien le había visto llegar a bordo en busca de tabaco.


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21 págs. / 37 minutos / 84 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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