Textos más antiguos de Jack London etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 4

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autor: Jack London etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Princesa

Jack London


Cuento


En el calvero ardía alegremente una hoguera; a su lado estaba tumbado un hombre de rostro jovial, pero horrible. Este calvero, en medio de un lugar boscoso situado entre el terraplén de la vía férrea y la orilla de un río, servía de refugio a vagabundos o pordioseros. Pero este hombre no pertenecía a la corporación. Había caído tan bajo en la escala social que un verdadero vagabundo se hubiera negado a compartir con él el mismo cobijo.

Este individuo representaba, en efecto, uno de esos seres híbridos, tan desprovistos de amor propio que las injurias no les hacen el menor efecto, y tan carentes de dignidad que buscan con qué alimentarse en las latas de basura.

En verdad que no tenía buen aspecto. Se le podía dar lo mismo sesenta que ochenta años. Su atavío hubiera repelido hasta a un trapero. Sobre su andrajoso abrigo, cerca de él, estaban esparcidos sus trastos: una lata de tomate vacía, ennegrecida por el humo; una vieja lata de leche condensada, completamente abollada; un trozo de papel pardo con algunos desperdicios de carne, que sin duda había mendigado en una carnicería; una zanahoria aplastada en parte por una rueda de vehículo; tres patatas con tallos y salpicadas de manchas verduzcas y un pastel recogido en alguna cuneta —como mostraban las huellas de barro— que ya había sido mordido.

En su cara crecía, en total abandono desde hacía años, una extraordinaria selva de pelos de color gris sucio. Quizá esta hirsuta barba fuese de natural blanca, pero, como era verano, hacía tiempo que no le había caído encima ningún chaparrón. El único lugar visible del rostro daba la impresión de haber recibido en tiempos la explosión de una granada.


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Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Leyenda de Jess Uck

Jack London


Cuento


La renuncia, aunque tiene múltiples variantes, en el fondo es siempre igual. Pero, paradójicamente, hombres y mujeres renuncian a la cosa más querida del mundo por otra más querida aún. Siempre ha sido así. Abel ofreció las primicias de su rebaño y las reses más cebadas, que era lo que más estimaba para ponerse en buenas relaciones con Dios. Y lo mismo hizo Abraham cuando se dispuso a sacrificar sobre una piedra a su hijo Isaac. Quería mucho a Isaac, pero a Dios, de una manera incomprensible, aún lo quería más. Es posible que Abraham temiese al Señor. Pero, sea cierto o no, desde entonces millones de hombres han declarado que amaban al Señor y deseaban servirle.

Y dado que, como se sabe, amor es servidumbre y renunciar es servir, estaremos de acuerdo en que Jees Uck, que fue simplemente una mujer de color, amó con un gran amor. No sabía demasiado de historia; solo había aprendido a leer los presagios del tiempo y las huellas de la caza; así que nunca había oído hablar de Abel ni de Abraham; además, como se había escapado de las religiosas de Holy Cross, nadie le había contado la historia de Ruth, la moabita, que renunció a su propio Dios por una mujer de otras tierras. Jees Uck había aprendido una forma de abdicación —a base de palo— parecido al modo con que el perro renuncia al hueso robado. Sin embargo, cuando llegó la ocasión dio pruebas de ser capaz de elevarse a la altura de las razas superiores y de sacrificarse con igual nobleza.


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Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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