Textos más populares esta semana de Jack London publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 2

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autor: Jack London fecha: 29-09-2016


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El Pagano

Jack London


Cuento


Nos conocimos bajo los efectos de un huracán. Aunque los dos íbamos en la misma goleta, no me fijé en él hasta que la embarcación se había hecho pedazos bajo nuestros pies. Sin duda, lo había visto anteriormente con los demás marineros canacos, pero sin prestarle ninguna atención, cosa muy explicable, pues la Petite Jeanne rebosaba de gente. Había zarpado de Rangiroa con una dotación de once individuos —ocho marineros canacos y tres hombres de raza blanca: el capitán, el segundo y el sobrecargo—, seis pasajeros distinguidos, cada cual con su camarote, y unos ochenta y cinco que viajaban en cubierta y eran indígenas de las islas Tuomotú y Tahití. Esta muchedumbre de hombres, mujeres y niños llevaba consigo un número proporcionado de colchonetas, mantas y fardos de ropa.

La temporada perlera de Tuamotú había terminado y todos los que habían trabajado en ella regresaban a Tahití. Los seis pasajeros que disponíamos de camarote éramos compradores de perlas. Había entre nosotros dos americanos, un chino (el más blanco que he visto en mi vida) que se llamaba Ah Choon, un alemán y un judío polaco. Yo completaba la media docena.

La temporada fue tan próspera, que ni nosotros ni los ochenta y cinco pasajeros de cubierta teníamos motivos para quejarnos. Las cosas nos habían ido bien y todos estábamos deseando llegar a Papeete para descansar y divertirnos.

No cabía duda de que la Petite Jeanne iba excesivamente cargada. Sólo desplazaba setenta toneladas, y la cantidad de gente que llevaba a bordo era diez veces la que debía llevar. Las bodegas reventaban de copra y madreperla, y el cargamento había invadido incluso la cámara donde se efectuaban las transacciones comerciales.


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26 págs. / 46 minutos / 86 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Millar de Muertes

Jack London


Cuento


Había estado en el agua aproximadamente una hora, y el frío y el cansancio, aunados al terrible calambre en el muslo derecho, me hacían pensar que había llegado mi fin. Luchando vanamente contra la poderosa marea descendente, había contemplado la enloquecedora procesión de las luces costeras, pero ya había dejado de luchar con la corriente y me contentaba con los amargos recuerdos de mi vida malgastada, ahora cercana a su fin.

Había tenido la suerte de descender de un buen linaje inglés, pero de padres cuya fortuna en las bancas excedía en mucho sus conocimientos de la naturaleza y educación de los hijos. Aunque nacido con una cuchara de plata en la boca, la bendita atmósfera del círculo hogareño me era desconocida. Mi padre, un hombre culto y reputado anticuario, no dedicaba su atención a la familia, sino que estaba constantemente perdido en medio de las abstracciones de su estudio mientras que mi madre, más famosa por su belleza que por su buen sentido, se sentía satisfecha con las adulaciones de la sociedad en la que parecía permanentemente sumergida. Pasé la habitual rutina de la enseñanza primaria y media como cualquier otro muchacho de la burguesía inglesa y, a medida que los años incrementaban mi fuerza y mis pasiones, mis padres se dieron cuenta, de pronto, de que yo poseía un alma inmortal, y trataron de poner riendas a mis ímpetus. Pero era demasiado tarde; perpetré la más audaz y descabellada locura y fui desheredado por mi familia y condenado al ostracismo por la sociedad a la que había ultrajado tanto tiempo. Con las mil libras que me dio mi padre, con la promesa de no volverme a ver ni a suministrarme más dinero, obtuve un pasaje de primera clase rumbo a Australia.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por el Hombre que Está en la Pista

Jack London


Cuento


—¡Échalo de una vez!

—Óyeme, Kid. Esto va a resultar demasiado fuerte. La mezcla del whisky y el alcohol ya es bastante explosiva. Y si además le añades coñac, pimienta y…

—¡Te digo que lo eches! ¿No soy yo el autor de este ponche? ¡Pues obedece!

Dicho esto, Malemute Kid sonrió bondadosamente en la atmósfera saturada de vapores y añadió:

—Cuando lleves tanto tiempo como yo en este país, hijito, y hayas tenido que seguir los rastros de los conejos, y que comer tripas de salmón para no morirte de hambre, sabrás que la Navidad sólo se celebra una vez al año, y que una Navidad sin ponche es algo tan triste como abrir un pozo en la roca viva sin encontrar un filón que recompense el duro trabajo.

—Haz lo que te dicen —intervino Big Jim Belden, que había llegado de Mazy May, su propiedad ya denunciada, para pasar con Malemute Kid las Navidades.

Todos sabían que Big se había alimentado de carne de alce durante los dos últimos meses.

—¿Te acuerdas —preguntó— del ponche que preparamos en el Tanana?

—¡Claro que me acuerdo! No se pueden imaginar, muchachos, la pítima que cogieron los tananas. Total, por un simple fermento de azúcar y levadura. Esto fue antes de que tú vinieses —continuó Malemute Kid, dirigiéndose a Stanley Prince, un joven que llevaba dos años en el país y era experto en cuestiones mineras—. En aquel entonces aún no había mujeres blancas en la región, y Mason quería casarse. El padre de Ruth, jefe de los tananas, se oponía a la boda, como los restantes miembros de la tribu… ¿Que era fuerte el brebaje? Pues le eché la última libra de azúcar que me quedaba; es de lo mejorcito que he hecho en mi vida… Fue cosa de ver la persecución río abajo y por los trechos en que había que pasar las canoas a hombros.


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11 págs. / 20 minutos / 60 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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