Textos más largos de Jack London | pág. 2

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autor: Jack London


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El Crucero del Dazzler

Jack London


Novela


I. HERMANO Y HERMANA

Cruzaron corriendo la arena luminosa, dejando tras ellos el Pacífico con el estrépito atronador de la resaca; al llegar a la calzada montaron en las bicicletas y, con extraordinaria rapidez se hundieron en las verdes avenidas del parque. Eran tres, tres muchachos, vistiendo jerseys de vivos colores, y se deslizaban por el andén de las bicicletas a una velocidad tan peligrosamente cercana a la máxima, como suelen hacerlo todos los chicos que visten jerseys de brillantes colores. Y hasta es posible que excediesen la velocidad máxima. Así al menos lo creyó un policía montado del parque; pero no estando seguro se contentó con amonestarles cuando pasaron por su lado como una exhalación. Instantáneamente se dieron por enterados del aviso, pero a la vuelta siguiente ya lo habían olvidado con igual rapidez, lo cual también es costumbre de los muchachos que usan jerseys de vivos colores.

Salieron disparados del Parque de la Puerta de Oro, tomaron la dirección de San Francisco y emprendieron el descenso de las colinas, tan desenfrenadamente, que los peatones se volvían a mirarles con inquietud. Los brillantes jerseys volaban por las calles de la ciudad, daban rodeos rehuyendo el subir por las colinas más empinadas y, cuando esto era inevitable, se detenían un instante para ver quién llegaba antes a la cumbre.

Sus compañeros llamaban Joe al muchacho que, con más frecuencia, abría la marcha, dirigía las carreras o iniciaba las paradas. Se trataba de «seguir al guía», y él, el más alegre y audaz de todos, les guiaba. Pero cuando pasaron por la Western Addition, entre las lujosas y espléndidas residencias su risa se tornó menos ruidosa y frecuente, y sin darse cuenta se fue rezagando hasta quedarse el último. En el cruce de las calles Laguna y Vallejo sus compañeros torcieron a la derecha.


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109 págs. / 3 horas, 10 minutos / 214 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cuentos de la Patrulla Pesquera

Jack London


Cuento


1. BLANCO Y AMARILLO

La bahía de San Francisco es tan vasta que a menudo sus tempestades se revelan más desastrosas para los grandes navíos que las que desencadena el propio océano. Sus aguas contienen toda clase de peces, por lo que su superficie se ve continuamente cruzada por toda clase de barcos de pesca pilotados por toda clase de pescadores. Para proteger a la fauna marina contra una población flotante tan abigarrada se han promulgado unas leyes llenas de sabiduría, y una Patrulla Pesquera vela por su cumplimiento.

La vida de los patrulleros no carece ciertamente de emociones: muchos de ellos han encontrado la muerte en el cumplimiento de su deber, y un número más considerable todavía de pescadores, cogidos en delito flagrante, han caído bajo las balas de los defensores de la ley.

Los pescadores chinos de gambas se encuentran entre los más intrépidos de estos delincuentes. Las gambas viven en grandes colonias y se arrastran sobre los bancos de fango. Cuando se encuentran con el agua dulce en la desembocadura de un río, dan media vuelta para volver al agua salada. En estos sitios, cuando el agua se extiende y se retira con cada marea, los chinos sumergen grandes buitrones: las gambas son atrapadas para ser seguidamente transferidas a la marmita.

En sí misma, esta clase de pesca no tendría nada de reprensible, si no fuera por la finura de las mallas de las redes empleadas; la red es tan apretada que las gambas más pequeñas, las que acaban de nacer y que ni tan siquiera miden un centímetro de largo, no pueden escapar. Las magníficas playas de los cabos San Pablo y San Pedro, donde hay pueblos enteros de pescadores de gambas, están infestadas por la peste que producen los desechos de la pesca. El papel de los patrulleros consiste en impedir esta destrucción inútil.


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104 págs. / 3 horas, 2 minutos / 214 visitas.

Publicado el 7 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Llamada de la Selva

Jack London


Novela


I. La vuelta al atavismo

Nostalgias inmemoriales de nomadismo brotan
debilitando la esclavitud del hábito;
de su sueño invernal despierta otra vez,
feroz, la tensión salvaje.

Buck no leía los periódicos, de lo contrario habría sabido que una amenaza se cernía no sólo sobre él, sino sobre cualquier otro perro de la costa, entre Puget Sound y San Diego, con fuerte musculatura y largo y abrigado pelaje. Porque a tientas, en la oscuridad del Ártico, unos hombres habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías navieras y de transporte propagaron el hallazgo, miles de otros hombres se lanzaban hacia el norte. Estos hombres necesitaban perros, y los querían recios, con una fuerte musculatura que los hiciera resistentes al trabajo duro y un pelo abundante que los protegiera del frío.

Buck vivía en una extensa propiedad del soleado valle de Santa Clara, conocida como la finca del juez Miller. La casa estaba apartada de la carretera, semioculta entre los árboles a través de los cuales se podía vislumbrar la ancha y fresca galería que la rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba a ella por senderos de grava que serpenteaban entre amplios espacios cubiertos de césped y bajo las ramas entrelazadas de altos álamos. En la parte trasera las cosas adquirían proporciones todavía más vastas que en la delantera. Había espaciosas caballerizas atendidas por una docena de cuidadores y mozos de cuadra, hileras de casitas con su enredadera para el personal, una larga y ordenada fila de letrinas, extensas pérgolas emparradas, verdes prados, huertos y bancales de fresas y frambuesas. Había también una bomba para el pozo artesiano y un gran estanque de hormigón donde los chicos del juez Miller se daban un chapuzón por las mañanas y aliviaban el calor en las tardes de verano.


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102 págs. / 2 horas, 59 minutos / 208 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Peste Escarlata

Jack London


Novela corta


I

El sendero transcurría por donde en otro tiempo había sido terraplén de la vía del ferrocarril, pero hacía muchos años que no pasaba ningún tren por allí. La selva, como una ola verde, había invadido los declives laterales, acabando por coronarlo de árboles y matorrales. Aquella senda, por donde solo se deslizaban las fieras, tenía el ancho de un cuerpo humano. Algún trozo de herrumbre asomando de vez en cuando entre la tierra recordaba la existencia de rieles y traviesas. Un árbol de diez pulgadas de diámetro había crecido entre una junta, levantando el extremo del hierro. La viga, evidentemente sujeta a este por un tornillo había seguido al raíl, dejando un hueco que pronto se había rellenado de arena y hojarasca; y ahora el madero desgajado y carcomido ofrecía un aspecto curioso. A pesar del tiempo transcurrido se advertía que la vía había sido de un solo raíl.

Por este sendero caminaban un anciano y un muchacho. Andaban despacio, pues el primero, que era muy viejo y de temblorosos movimientos de epiléptico, se apoyaba pesadamente en un bastón. Protegía su cabeza de los rayos del sol con un gorro burdo de piel de cabra bajo el cual asomaba una franja de pelo blanco escaso y sucio. Una visera confeccionada ingeniosamente con una gran hoja le resguardaba los ojos, y por debajo miraba el viejo con sumo cuidado dónde ponía los pies. La barba, que debiera haber sido de blancura nívea, pero que denotaba la misma falta de agua y abandono que el cabello, le cubría hasta casi la cintura como una gran masa enmarañada. Cubría los hombros y el pecho solo con una zamarra estropeadísima de piel de cabra. Los brazos y piernas flacos y marchitos indicaban una edad muy avanzada; por los atezados, por las muchas cicatrices y rasguños de que estaban cubiertos se adivinaba que llevaban largos años expuestos a los elementos.


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59 págs. / 1 hora, 44 minutos / 216 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Escritos Políticos

Jack London


Ensayo, Política


Cómo me hice socialista

Es bastante justo decir que me hice socialista de un modo similar a como los teutones paganos se hicieron cristianos: a golpes de martillo. En el momento de mi conversión, yo no sólo no estaba buscando el socialismo sino que lo estaba combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía casi nada, y aunque nunca había oído hablar siquiera de una escuela llamada “individualismo”, cantaba el himno de los fuertes con todo el corazón.

Esto era así porque yo mismo era fuerte. Por fuerte quiero decir que tenía buena salud y músculos firmes, ambas cualidades fácilmente explicables. Había pasado mi niñez en los ranchos de California, mi adolescencia repartiendo periódicos en las calles de una lozana ciudad del Oeste, y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la Bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me encantaba la vida al aire libre, y al aire libre me afanaba en los trabajos más duros. Sin aprender ningún oficio, yendo de empleo en empleo, contemplaba el mundo y lo encontraba bueno hasta en el último detalle. Permítanme que lo repita: este optimismo se debía a que era sano y fuerte, no estaba preocupado por dolencias ni debilidades, nunca me había rechazado ningún patrón por no parecer apto, y siempre era capaz de conseguir un trabajo paleando carbón, como marinero, o haciendo algún tipo de trabajo manual.


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58 págs. / 1 hora, 42 minutos / 102 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Combate

Jack London


Cuento


I

Todo tipo de alfombras se extendían en el suelo, a sus pies; dos de ellas, procedentes de Bruselas, fueron las primeras que vieron y parecían ser el término de la búsqueda, mientras otras veinte también atraían su atención, prolongando el debate entre el deseo y el bolsillo. El jefe de sección en persona era quien les hacía el honor de esperar su decisión; o más bien le hacía el honor a Joe, ella lo sabía muy bien, pues había notado la reverencia boquiabierta del ascensorista, que parecía absorberlo con los ojos mientras los conducía al primer piso; tampoco había dejado de ver el respeto que le demostraban a Joe los chicos y los grupos de jóvenes en las esquinas de las calles cuando había atravesado tomada de su brazo el vecindario, en la parte oeste de la ciudad.

El jefe de sección los había dejado para responder el teléfono, y ella fue invadida por una duda y una ansiedad que ponían en segundo plano la espléndida promesa de las alfombras y el fastidio por el gasto.

—¡Francamente, no entiendo qué es lo que te gusta! —dijo ella con una voz suave, cuya firmeza traicionaba recientes discusiones no resueltas.

Una sombra fugaz vino a oscurecer los rasgos juveniles de Joe, pronto reemplazada por un destello de ternura. No era más que un muchacho, y ella apenas una niña: una pareja de seres jóvenes en el umbral de la vida que se instalaban y compraban alfombras juntos.

—¿Por qué te preocupas? —preguntó él—. Es la última vez, la última de las últimas.

Le sonrió, pero ella vio en sus labios un inconsciente suspiro que desmentía esa promesa, y con el instintivo monopolio de la mujer sobre su compañero, temió a ese adversario que no comprendía y que lo tenía tan dominado.


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49 págs. / 1 hora, 26 minutos / 119 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Combate Entre Jeffries y Johnson

Jack London


Crónica, Crónica deportiva


El New York Herald mandó a London a Reno para cubrir el combate y escribir una crónica al día durante los diez días que le precedieron.

RENO (NEVADA), 23 DE JUNIO. Reno siempre ha sido una ciudad viva, pero en estos momentos está cobrando una creciente efervescencia, mayor de la que nunca haya conocido. Todos los trenes, ya vengan del Este o del Oeste, traen a aficionados, a seguidores de los combates o a los inevitables corresponsales. Es sorprendente. O quizás no, por otra parte. Debe de quedar mucho de sanguinario en la raza anglófona para manifestar tan tremendo interés por este deporte de deportes que ella misma creó y desarrolló hasta adaptarlo hoy a las reglas del marqués de Queensberry, que representan la cristalización de muchas generaciones.

Todo el mundo está llegando a Reno. Uno vuelve a encontrarse aquí, en la metrópolis de Nevada, a todos los hombres que ha conocido en cualquier lugar de la tierra. Están todos aquí: desde los héroes de los viejos tiempos hasta los últimos novatos, desde los aficionados encanecidos y avejentados que recuerdan hechos anteriores a los dolorosos 39 asaltos entre Sullivan y Mitchell en Chantilly (Francia) hasta los jovencitos que se chupaban el dedo cuando Corbett y Fitzsimmons disputaron aquel combate histórico en Carson (Nevada).


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42 págs. / 1 hora, 15 minutos / 58 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Princesa

Jack London


Cuento


En el calvero ardía alegremente una hoguera; a su lado estaba tumbado un hombre de rostro jovial, pero horrible. Este calvero, en medio de un lugar boscoso situado entre el terraplén de la vía férrea y la orilla de un río, servía de refugio a vagabundos o pordioseros. Pero este hombre no pertenecía a la corporación. Había caído tan bajo en la escala social que un verdadero vagabundo se hubiera negado a compartir con él el mismo cobijo.

Este individuo representaba, en efecto, uno de esos seres híbridos, tan desprovistos de amor propio que las injurias no les hacen el menor efecto, y tan carentes de dignidad que buscan con qué alimentarse en las latas de basura.

En verdad que no tenía buen aspecto. Se le podía dar lo mismo sesenta que ochenta años. Su atavío hubiera repelido hasta a un trapero. Sobre su andrajoso abrigo, cerca de él, estaban esparcidos sus trastos: una lata de tomate vacía, ennegrecida por el humo; una vieja lata de leche condensada, completamente abollada; un trozo de papel pardo con algunos desperdicios de carne, que sin duda había mendigado en una carnicería; una zanahoria aplastada en parte por una rueda de vehículo; tres patatas con tallos y salpicadas de manchas verduzcas y un pastel recogido en alguna cuneta —como mostraban las huellas de barro— que ya había sido mordido.

En su cara crecía, en total abandono desde hacía años, una extraordinaria selva de pelos de color gris sucio. Quizá esta hirsuta barba fuese de natural blanca, pero, como era verano, hacía tiempo que no le había caído encima ningún chaparrón. El único lugar visible del rostro daba la impresión de haber recibido en tiempos la explosión de una granada.


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29 págs. / 52 minutos / 104 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Leyenda de Jess Uck

Jack London


Cuento


La renuncia, aunque tiene múltiples variantes, en el fondo es siempre igual. Pero, paradójicamente, hombres y mujeres renuncian a la cosa más querida del mundo por otra más querida aún. Siempre ha sido así. Abel ofreció las primicias de su rebaño y las reses más cebadas, que era lo que más estimaba para ponerse en buenas relaciones con Dios. Y lo mismo hizo Abraham cuando se dispuso a sacrificar sobre una piedra a su hijo Isaac. Quería mucho a Isaac, pero a Dios, de una manera incomprensible, aún lo quería más. Es posible que Abraham temiese al Señor. Pero, sea cierto o no, desde entonces millones de hombres han declarado que amaban al Señor y deseaban servirle.

Y dado que, como se sabe, amor es servidumbre y renunciar es servir, estaremos de acuerdo en que Jees Uck, que fue simplemente una mujer de color, amó con un gran amor. No sabía demasiado de historia; solo había aprendido a leer los presagios del tiempo y las huellas de la caza; así que nunca había oído hablar de Abel ni de Abraham; además, como se había escapado de las religiosas de Holy Cross, nadie le había contado la historia de Ruth, la moabita, que renunció a su propio Dios por una mujer de otras tierras. Jees Uck había aprendido una forma de abdicación —a base de palo— parecido al modo con que el perro renuncia al hueso robado. Sin embargo, cuando llegó la ocasión dio pruebas de ser capaz de elevarse a la altura de las razas superiores y de sacrificarse con igual nobleza.


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Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Mexicano

Jack London


Cuento


I

Nadie conocía su historia, y menos los de la Junta. Él era el «pequeño misterio», el «gran patriota» y, a su manera, trabajaba tan duro como ellos por la inminente Revolución Mexicana. No estaban muy dispuestos a reconocerlo, pues a nadie en la Junta le gustaba aquel hombre. El día en que apareció por primera vez en los cuartos atestados y bulliciosos, todos sospecharon que era un espía, uno de los agentes comprados por el servicio secreto de Díaz. Demasiados de sus camaradas estaban en las cárceles civiles y militares de los Estados Unidos, y otros, encadenados, seguían siendo conducidos hasta la frontera para ser fusilados contra paredones de adobe.

A primera vista, el muchacho no los impresionó favorablemente. Era un muchacho, sí, de no más de dieciocho años, y no demasiado desarrollado para su edad. Anunció que se llamaba Felipe Rivera y que deseaba trabajar para la Revolución. Eso fue todo: ni una palabra de más, ni una explicación. Se quedó de pie, esperando. No apareció una sonrisa en sus labios, ni benevolencia en sus ojos. El gallardo Paulino Vera tuvo un estremecimiento. Había en ese muchacho algo siniestro, terrible, inescrutable. Había algo venenoso en sus ojos negros, parecidos a los de una serpiente. Ardían como un fuego frío, como con una gran amargura concentrada. Los paseaba de las caras de los conspiradores a la máquina de escribir que la pequeña señorita Sethby usaba industriosamente. Sus ojos se posaron en los de ella un solo instante —se había arriesgado a levantar la vista—, y también ella sintió algo innominado que la hizo detenerse. Tuvo que releer para recuperar el hilo de la carta que estaba escribiendo.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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