Textos más populares esta semana de Jack London no disponibles | pág. 4

Mostrando 31 a 40 de 46 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Jack London textos no disponibles


12345

El Burlado

Jack London


Cuento


Aquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.

Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza… así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia… eso era lo terrible.


Información texto

Protegido por copyright
15 págs. / 26 minutos / 119 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Combate

Jack London


Cuento


I

Todo tipo de alfombras se extendían en el suelo, a sus pies; dos de ellas, procedentes de Bruselas, fueron las primeras que vieron y parecían ser el término de la búsqueda, mientras otras veinte también atraían su atención, prolongando el debate entre el deseo y el bolsillo. El jefe de sección en persona era quien les hacía el honor de esperar su decisión; o más bien le hacía el honor a Joe, ella lo sabía muy bien, pues había notado la reverencia boquiabierta del ascensorista, que parecía absorberlo con los ojos mientras los conducía al primer piso; tampoco había dejado de ver el respeto que le demostraban a Joe los chicos y los grupos de jóvenes en las esquinas de las calles cuando había atravesado tomada de su brazo el vecindario, en la parte oeste de la ciudad.

El jefe de sección los había dejado para responder el teléfono, y ella fue invadida por una duda y una ansiedad que ponían en segundo plano la espléndida promesa de las alfombras y el fastidio por el gasto.

—¡Francamente, no entiendo qué es lo que te gusta! —dijo ella con una voz suave, cuya firmeza traicionaba recientes discusiones no resueltas.

Una sombra fugaz vino a oscurecer los rasgos juveniles de Joe, pronto reemplazada por un destello de ternura. No era más que un muchacho, y ella apenas una niña: una pareja de seres jóvenes en el umbral de la vida que se instalaban y compraban alfombras juntos.

—¿Por qué te preocupas? —preguntó él—. Es la última vez, la última de las últimas.

Le sonrió, pero ella vio en sus labios un inconsciente suspiro que desmentía esa promesa, y con el instintivo monopolio de la mujer sobre su compañero, temió a ese adversario que no comprendía y que lo tenía tan dominado.


Información texto

Protegido por copyright
49 págs. / 1 hora, 26 minutos / 119 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Escritos Políticos

Jack London


Ensayo, Política


Cómo me hice socialista

Es bastante justo decir que me hice socialista de un modo similar a como los teutones paganos se hicieron cristianos: a golpes de martillo. En el momento de mi conversión, yo no sólo no estaba buscando el socialismo sino que lo estaba combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía casi nada, y aunque nunca había oído hablar siquiera de una escuela llamada “individualismo”, cantaba el himno de los fuertes con todo el corazón.

Esto era así porque yo mismo era fuerte. Por fuerte quiero decir que tenía buena salud y músculos firmes, ambas cualidades fácilmente explicables. Había pasado mi niñez en los ranchos de California, mi adolescencia repartiendo periódicos en las calles de una lozana ciudad del Oeste, y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la Bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me encantaba la vida al aire libre, y al aire libre me afanaba en los trabajos más duros. Sin aprender ningún oficio, yendo de empleo en empleo, contemplaba el mundo y lo encontraba bueno hasta en el último detalle. Permítanme que lo repita: este optimismo se debía a que era sano y fuerte, no estaba preocupado por dolencias ni debilidades, nunca me había rechazado ningún patrón por no parecer apto, y siempre era capaz de conseguir un trabajo paleando carbón, como marinero, o haciendo algún tipo de trabajo manual.


Información texto

Protegido por copyright
58 págs. / 1 hora, 42 minutos / 103 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Hombres que Creen

Jack London


Cuento


—Te repito que jugar un poco —dijo uno de aquellos dos hombres.

—No está mal —contestó el interpelado, volviéndose, al hablar, hacia el indio que en un rincón de la cabaña, remendaba unos zapatos para la nieve—. Tú, Billebedam, corre como un buen muchacho a la cabaña de Oleson, y dile que deseamos que nos preste la caja de dados.

Este encargo inesperado, hecho después de una conversación sobre salarios y alimentos, sorprendió a Billebedam. Además, eran las primeras horas de la mañana y él nunca había visto a hombres de la categoría de Pentfield y Hutchinson jugar a los dados hasta después de terminado el trabajo diurno. Pero cuando se puso los mitones y se dirigió a la puerta, su semblante estaba impasible, como el de todo indio del Yukon.

A pesar de que ya eran las ocho, fuera reinaba todavía la oscuridad y la cabaña estaba alumbrada por una vela de grasa clavada en una botella vacía de whisky colocada sobre una mesa de pino entre un amasijo de platos de estaño, sucios. La grasa de innumerables bujías había goteado por el largo cuello de la botella y se había endurecido formando un glaciar en miniatura. La pequeña habitación presentaba el mismo desorden que la mesa; en un extremo, junto a la pared, había una litera con las mantas revueltas, tal como las habían dejado los dos hombres al levantarse.


Información texto

Protegido por copyright
15 págs. / 27 minutos / 93 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Liga de los Ancianos

Jack London


Cuento


En los cuarteles un hombre iba a ser condenado a muerte. Se trataba de un viejo, un nativo del río Pez Blanco, que desemboca en el Yukón debajo del lago Le Barge. Todo Dawson estaba pendiente del asunto, e igualmente los habitantes del Yukón en mil millas a la redonda. Era costumbre de los ladrones de tierras y de aguas anglosajones hacer cumplir su ley a los pueblos conquistados, y frecuentemente esta ley era rigurosa. Pero en el caso de Imber, la ley parecía, por una vez en la vida, inadecuada y débil. En la naturaleza matemática de las cosas, la equidad no residía en el castigo que se le aplicase. El castigo era una conclusión predeterminada, no podía haber duda de ello, y aunque era capital, Imber sólo tenía una vida, mientras que los cargos contra él se contaban por cientos.

De hecho, pesaba sobre sus manos la sangre de tanta gente, que los crímenes atribuidos a él no permitían una enumeración precisa. Fumando una pipa junto al sendero o dormitando frente a la estufa, los hombres hacían estimaciones aproximadas de la gente que había perecido en sus manos. Todos habían sido blancos, esos hombres asesinados, y habían sido matados individualmente, por pares o en grupos. Y estas matanzas habían sido tan inútiles y sin sentido, que durante mucho tiempo constituyeron un misterio para la policía montada, incluso en el tiempo de los capitanes, y también más tarde, cuando se descubrieron los yacimientos y un gobernador vino desde el Dominio para hacer que la tierra pagase por su prosperidad.


Información texto

Protegido por copyright
20 págs. / 35 minutos / 91 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Silencio Blanco

Jack London


Cuento


—Carmen no durará más de un par de días.

Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.

—Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo —dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal—. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es…

¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.

—Conque sí, ¿eh?

Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.

—Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.

—Yo añadiré otra apuesta contra ésa —contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?

La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 20 minutos / 90 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Pagano

Jack London


Cuento


Nos conocimos bajo los efectos de un huracán. Aunque los dos íbamos en la misma goleta, no me fijé en él hasta que la embarcación se había hecho pedazos bajo nuestros pies. Sin duda, lo había visto anteriormente con los demás marineros canacos, pero sin prestarle ninguna atención, cosa muy explicable, pues la Petite Jeanne rebosaba de gente. Había zarpado de Rangiroa con una dotación de once individuos —ocho marineros canacos y tres hombres de raza blanca: el capitán, el segundo y el sobrecargo—, seis pasajeros distinguidos, cada cual con su camarote, y unos ochenta y cinco que viajaban en cubierta y eran indígenas de las islas Tuomotú y Tahití. Esta muchedumbre de hombres, mujeres y niños llevaba consigo un número proporcionado de colchonetas, mantas y fardos de ropa.

La temporada perlera de Tuamotú había terminado y todos los que habían trabajado en ella regresaban a Tahití. Los seis pasajeros que disponíamos de camarote éramos compradores de perlas. Había entre nosotros dos americanos, un chino (el más blanco que he visto en mi vida) que se llamaba Ah Choon, un alemán y un judío polaco. Yo completaba la media docena.

La temporada fue tan próspera, que ni nosotros ni los ochenta y cinco pasajeros de cubierta teníamos motivos para quejarnos. Las cosas nos habían ido bien y todos estábamos deseando llegar a Papeete para descansar y divertirnos.

No cabía duda de que la Petite Jeanne iba excesivamente cargada. Sólo desplazaba setenta toneladas, y la cantidad de gente que llevaba a bordo era diez veces la que debía llevar. Las bodegas reventaban de copra y madreperla, y el cargamento había invadido incluso la cámara donde se efectuaban las transacciones comerciales.


Información texto

Protegido por copyright
26 págs. / 46 minutos / 86 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Una Lejana Destilería

Jack London


Cuento


La verdad de Thomas Stevens puede haber sido tan indeterminada como la X, y su imaginación, la de la mayoría de los hombres, elevada a la enésima potencia; pero preciso es reconocer que jamás se ha encontrado una mentira en ninguna de sus palabras o acciones… Él puede haber jugado con las probabilidades y orillado el último extremo de la posibilidad, pero la trama de sus relatos siempre ha estado bien organizada. Que él conocía el norte como un libro, nadie puede negarlo. Que había viajado mucho y puesto sus pies en infinidad de sendas desconocidas, lo demuestran muchas pruebas. Aparte de lo que yo personalmente he averiguado, conozco a hombres que le han visto en todos los lugares, pero principalmente en los confines de Ninguna Parte. Allí estaba Johnson, el exagente de la Hudson Bay Company, que le había albergado en su factoría del Labrador hasta que sus perros hubieron descansado un poco y él estuvo en condiciones de continuar el viaje. Estaba Mac-Mahon, el agente de la Alaska Commercial Company, que le había encontrado en Dutch Harbour y, más tarde, entre las islas más lejanas del grupo de las Aleutianas. Era indiscutible que había guiado una de las primeras exploraciones de los Estados Unidos; y la historia asegura positivamente que, en condiciones parecidas, sirvió a la Western Union cuando intentó llevar hasta Europa el telégrafo de Alaska a Siberia. Más adelante fue Joe Lamson, el capitán de la ballenera, sitiado por el hielo en las bocas del Mackenzie, quien le había visto llegar a bordo en busca de tabaco.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 37 minutos / 84 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En Ruta

Jack London


Viajes


En general, los he probado todos,
los caminos felices de este mundo.
En general, los he encontrado buenos
para los que no pueden, como yo,
usar la misma cama mucho tiempo
y van de un lado a otro hasta que mueren.

—Sextina del trotamundos

Confesión

Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente sobre estas líneas, espero que me escriba.

Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.

Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía tiempo para formalidades.

—Deme un cuarto para comer —balbucí.


Información texto

Protegido por copyright
162 págs. / 4 horas, 44 minutos / 82 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Oro Abundante

Jack London


Cuento


Siendo esta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un calificativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; es de dominio público en la región del Yukon que ellos tienen una opinión formada sobre el tema.

Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondite cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, lleno de privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara volvían a embadurnársela. Su voz revelaba claramente el descontento, y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.

—Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.

—¡Ánimo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile, y entonces… ¡Malditos diablejos!

Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso cachete. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 29 minutos / 80 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

12345