Textos más populares este mes de Jack London | pág. 4

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autor: Jack London


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Un Bistec

Jack London


Cuento


Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.

Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.


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23 págs. / 41 minutos / 428 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hijo del Lobo

Jack London


Cuento


El hombre raras veces hace una evaluación justa de las mujeres, al menos no hasta verse privado de ellas. No tiene idea sobre la atmósfera sutil exhalada por el sexo femenino, mientras se baña en ella; pero déjeselo aislado, y un vacío creciente comienza a manifestarse en su existencia, y se vuelve ávido de una manera vaga y hacia algo tan indefinido que no puede caracterizarlo. Si sus camaradas no tienen más experiencia que él mismo, agitarán sus cabezas con aire dubitativo y le aconsejarán alguna medicación fuerte. Pero la ansiedad continúa y se acrecienta; perderá el interés en las cosas de cada día, y se sentirá enfermo; y un día, cuando la vacuidad se ha vuelto insoportable, una revelación descenderá sobre él.

En la región del Yukón, cuando esto sucede, el hombre por lo común se provee de una embarcación, si es verano; y si es invierno, coloca los arneses a sus perros, y se dirige al Sur. Unos pocos meses más tarde, suponiendo que esté poseído por una fe en el país, regresa con una esposa para que comparta con él esa fe, e incidentalmente sus dificultades. Esto sirve, sin embargo, para mostrar el egoísmo innato del hombre. Nos lleva, también, al drama de "Cogote" Mackenzie, que tuvo lugar en los viejos días, antes de que la región fuera desbandada y cercada por una marea de che-cha-quo , y cuando el Klondike solo era noticia por sus pesquerías de salmón.


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20 págs. / 36 minutos / 124 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo de las Estrellas

Jack London


Novela


1

Toda mi vida he sido consciente de la existencia de otros tiempos y de otros lugares. He sido consciente de la existencia de otras personas en mi interior. Y créame, lector, igual le ha sucedido a usted. Mire de nuevo en su niñez, y recordará esta conciencia de la que hablo como una experiencia de su infancia. Por aquel entonces usted no estaba acabado todavía, no estaba consumado. Era plástico, un alma fluctuante, una conciencia y una identidad en proceso de formación, de formación y olvido.

Ha olvidado mucho, querido lector, y aun así, al leer estas líneas, recuerda vagamente las visiones confusas de otros tiempos y de otros lugares que sus ojos de niño contemplaron. Hoy le parecen sueños. Sin embargo, aunque fuesen sueños, por tanto ya soñados, ¿de dónde surge su materia? Los sueños no son más que una grotesca mezcla de las cosas que ya conocemos. La esencia de nuestros sueños más puros es la esencia de nuestra experiencia. Cuando era niño soñó que caía de alturas prominentes; soñó que volaba por el aire como vuelan los seres alados; le turbaron arañas repulsivas y criaturas babosas de innumerables patas; oyó otras voces, vio otras caras inquietantemente familiares, y contempló amaneceres y puestas de sol distintos a los que hoy, al mirar atrás, sabe que ha contemplado.

Bien. Estas visiones infantiles son visiones de ensueño, de otra vida, cosas que nunca había visto en la vida que ahora está viviendo. ¿De dónde surgen, pues? ¿De otras vidas? ¿De otros mundos? Quizá, cuando haya leído todo lo que voy a escribir, encontrará respuesta a las incógnitas que le he planteado y que usted mismo, antes de llegar a leerme, se había planteado también.


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297 págs. / 8 horas, 41 minutos / 130 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Escritos Políticos

Jack London


Ensayo, Política


Cómo me hice socialista

Es bastante justo decir que me hice socialista de un modo similar a como los teutones paganos se hicieron cristianos: a golpes de martillo. En el momento de mi conversión, yo no sólo no estaba buscando el socialismo sino que lo estaba combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía casi nada, y aunque nunca había oído hablar siquiera de una escuela llamada “individualismo”, cantaba el himno de los fuertes con todo el corazón.

Esto era así porque yo mismo era fuerte. Por fuerte quiero decir que tenía buena salud y músculos firmes, ambas cualidades fácilmente explicables. Había pasado mi niñez en los ranchos de California, mi adolescencia repartiendo periódicos en las calles de una lozana ciudad del Oeste, y mi juventud en las aguas cargadas de ozono de la Bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me encantaba la vida al aire libre, y al aire libre me afanaba en los trabajos más duros. Sin aprender ningún oficio, yendo de empleo en empleo, contemplaba el mundo y lo encontraba bueno hasta en el último detalle. Permítanme que lo repita: este optimismo se debía a que era sano y fuerte, no estaba preocupado por dolencias ni debilidades, nunca me había rechazado ningún patrón por no parecer apto, y siempre era capaz de conseguir un trabajo paleando carbón, como marinero, o haciendo algún tipo de trabajo manual.


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58 págs. / 1 hora, 42 minutos / 102 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En Ruta

Jack London


Viajes


En general, los he probado todos,
los caminos felices de este mundo.
En general, los he encontrado buenos
para los que no pueden, como yo,
usar la misma cama mucho tiempo
y van de un lado a otro hasta que mueren.

—Sextina del trotamundos

Confesión

Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente sobre estas líneas, espero que me escriba.

Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.

Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía tiempo para formalidades.

—Deme un cuarto para comer —balbucí.


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162 págs. / 4 horas, 44 minutos / 81 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Quimera del Oro

Jack London


Cuento


Los buscadores de oro del Norte

«Donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.»

—Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte.

Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba.

Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.


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230 págs. / 6 horas, 43 minutos / 92 visitas.

Publicado el 7 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cuentos de la Patrulla Pesquera

Jack London


Cuento


1. BLANCO Y AMARILLO

La bahía de San Francisco es tan vasta que a menudo sus tempestades se revelan más desastrosas para los grandes navíos que las que desencadena el propio océano. Sus aguas contienen toda clase de peces, por lo que su superficie se ve continuamente cruzada por toda clase de barcos de pesca pilotados por toda clase de pescadores. Para proteger a la fauna marina contra una población flotante tan abigarrada se han promulgado unas leyes llenas de sabiduría, y una Patrulla Pesquera vela por su cumplimiento.

La vida de los patrulleros no carece ciertamente de emociones: muchos de ellos han encontrado la muerte en el cumplimiento de su deber, y un número más considerable todavía de pescadores, cogidos en delito flagrante, han caído bajo las balas de los defensores de la ley.

Los pescadores chinos de gambas se encuentran entre los más intrépidos de estos delincuentes. Las gambas viven en grandes colonias y se arrastran sobre los bancos de fango. Cuando se encuentran con el agua dulce en la desembocadura de un río, dan media vuelta para volver al agua salada. En estos sitios, cuando el agua se extiende y se retira con cada marea, los chinos sumergen grandes buitrones: las gambas son atrapadas para ser seguidamente transferidas a la marmita.

En sí misma, esta clase de pesca no tendría nada de reprensible, si no fuera por la finura de las mallas de las redes empleadas; la red es tan apretada que las gambas más pequeñas, las que acaban de nacer y que ni tan siquiera miden un centímetro de largo, no pueden escapar. Las magníficas playas de los cabos San Pablo y San Pedro, donde hay pueblos enteros de pescadores de gambas, están infestadas por la peste que producen los desechos de la pesca. El papel de los patrulleros consiste en impedir esta destrucción inútil.


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104 págs. / 3 horas, 2 minutos / 214 visitas.

Publicado el 7 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Guerra

Jack London


Cuento


Era un joven que apenas debía rebasar los veinticuatro o veinticinco años, y la manera en que montaba a caballo hubiera hecho resaltar la gracia indolente de su juventud si un cierto aire inquieto, como de felino, no se desprendiese de toda su actitud. Sus ojos negros lo escudriñaban todo; registraban el balanceo de ramas y ramillas en las que brincaban los pajarillos, interrogaban las formas cambiantes de los árboles y matorrales que tenía enfrente y se volvían constantemente a las matas de maleza que jalonaban los dos lados del camino.

Al mismo tiempo que espiaba con la mirada, aguzaba el oído, aunque en torno a él reinaba el silencio sólo interrumpido allá abajo, hacia el oeste, por la sorda detonación de la artillería pesada. Su oído, después de tantas horas, se había acostumbrado de tal manera a este fragor monótono, que el cese brusco del ruido hubiese llamado su atención. De través en el arzón de su silla se balanceaba una carabina.

Hasta tal punto estaba en tensión todo su ser que una bandada de codornices, al volar asustadas ante las narices de su montura, le hizo sobresaltarse; automáticamente, paró su caballo e hizo intención de echarse la carabina a la cara. Se repuso con sonrisa avergonzada y prosiguió su marcha. Estaba tan preocupado por su misión, que las gotas de sudor le hacían escocer los ojos, se deslizaban a lo largo de su nariz y terminaban cayendo sobre el pomo de su silla; la cinta de su quepis de caballería estaba también manchada y su caballo bañado en sudor; era pleno mediodía, en una jornada de calor aplastante. Ni siquiera los pájaros y las ardillas se atrevían a hacer frente al sol, y buscaban los rincones de sombra entre los árboles para escapar a sus ardores.


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7 págs. / 12 minutos / 152 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Hombres que Creen

Jack London


Cuento


—Te repito que jugar un poco —dijo uno de aquellos dos hombres.

—No está mal —contestó el interpelado, volviéndose, al hablar, hacia el indio que en un rincón de la cabaña, remendaba unos zapatos para la nieve—. Tú, Billebedam, corre como un buen muchacho a la cabaña de Oleson, y dile que deseamos que nos preste la caja de dados.

Este encargo inesperado, hecho después de una conversación sobre salarios y alimentos, sorprendió a Billebedam. Además, eran las primeras horas de la mañana y él nunca había visto a hombres de la categoría de Pentfield y Hutchinson jugar a los dados hasta después de terminado el trabajo diurno. Pero cuando se puso los mitones y se dirigió a la puerta, su semblante estaba impasible, como el de todo indio del Yukon.

A pesar de que ya eran las ocho, fuera reinaba todavía la oscuridad y la cabaña estaba alumbrada por una vela de grasa clavada en una botella vacía de whisky colocada sobre una mesa de pino entre un amasijo de platos de estaño, sucios. La grasa de innumerables bujías había goteado por el largo cuello de la botella y se había endurecido formando un glaciar en miniatura. La pequeña habitación presentaba el mismo desorden que la mesa; en un extremo, junto a la pared, había una litera con las mantas revueltas, tal como las habían dejado los dos hombres al levantarse.


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15 págs. / 27 minutos / 93 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo y el Hada

Jack London


Cuento


Tendido de espaldas dormía con sueño tan pesado y profundo que no le despertaban en absoluto los ruidos —el martilleo de los pasos de los caballos y los gritos de los carreteros— que llegaban del puente tendido sobre el arroyo. Era el tiempo de la vendimia y sobre el puente se sucedían sin interrupción las pesadas carretas cargadas de uva que remontaban el valle para dirigirse a los lagares; cada vez que una de ellas se las había con su malvado pavimento, era algo así como una explosión de sonidos, una conmoción general en la calma indolente de la tarde.

Pero el hombre no se había turbado. Su cabeza se había salido del periódico plegado que le servía de almohada. Briznas de yerba y motas de tierra seca se adherían en forma de placas a su desordenada cabellera. No era agradable verlo. Dormía con la boca completamente abierta, exhibiendo una mandíbula superior en la que faltaban varios dientes rotos de un puñetazo. Roncaba ruidosamente, gruñendo y gimiendo a veces en su penoso sueño. Estaba muy agitado: tan pronto sus brazos batían el aire en bruscos molinetes convulsivos, como rodaba de derecha a izquierda su cabeza bamboleante sobre los terrones en que reposaba. Ese nerviosismo parecía debido en parte a algún malestar interno, y, en parte, al sol que le bañaba la cara y a las moscas que zumbaban a su alrededor, se posaban y se paseaban por su nariz, sus párpados y sus mejillas —que eran, además, los únicos lugares que podían explorar, porque el resto de su cara desaparecía bajo una barba hirsuta, ligeramente canosa, aunque muy sucia y descolorida por la intemperie.

Los pómulos de su cara estaban salpicados de manchas rojas provocadas por el aflujo de sangre. Ese sueño de plomo venía con toda seguridad de una juerga reciente, que explicaba también la obstinación de las moscas en formar enjambre en torno a su boca, atraídas por las exhalaciones de alcohol.


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18 págs. / 31 minutos / 69 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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