Textos favoritos de Javier de Viana disponibles | pág. 4

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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Por Cortar Campo

Javier de Viana


Cuento


—Cortando campo se acorta el camino—exclamó con violencia Sebastián.

Y Carlos, calmoso, respondió:

—No siempre; pa cortar campo hay que cortar alambraos...

—¡Bah!... ¡Son alambrao de ricos; poco les cuesta recomponerlos!

—Eso no es razón; el mesmo respeto merece la propiedá del pobre y del rico... Pero quería decirte que en ocasiones, por ahorrarse un par de leguas de trote, se espone uno a un viaje al pueblo y a varios meses de cárcel.

—¿Y di'ai?... ¡La cárcel se ha hecho pa los hombres!...

—Cuase siempre pa los hombres que no tienen o que han perdido la vergüenza.

—¿Es provocación?...

—No, es consejo.

—Los consejos son como las esponjas: mucho bulto, y al apretarlas no hay nada. Dispués que uno se ha deslomao de una rodada, los amigos, p'aliviarle el dolor, sin duda, encomienzan a zumbarle en los oídos: «¡No te lo había dicho: no se debe galopiar ande hay aujeros!»... «La culpa'e la disgracia la tenés vos mesmo, por imprudente»... Y d'esa laya y sin cambiar de tono, fastidiando los mosquitos...

—Hacé tu gusto en vida—contestó Carlos;—pero dispués no salgás escupiendo maldiciones a Dios y al diablo.

* * *

Hace un frío terrible y el cielo está más negro que hollín de cocina vieja.

De rato en rato, viborea en el horizonte, casi al ras de la tierra; un finísimo relámpago, y llega hasta las casas el eco sordo, apagado, de un trueno que reventó en lo remoto del cielo.

Las moles de los eucaliptus centenarios tienen, de tiempo en tiempo, como estremecimientos nerviosos, previendo la inminencia de una batalla formidable.

Las gallinas, inquietas, se estrujan, forcejeando por refugiarse en el interior del ombú.

Los perros, malhumorados, interrumpen frecuentemente su sueño, olfatean, ambulan y no encuentran sitio donde echarse a gusto...


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3 págs. / 5 minutos / 40 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Qué Basilio Mató un Fraile

Javier de Viana


Cuento


Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.

Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.

Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.

El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.

La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:

«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.

«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Lindo Pueblo!

Javier de Viana


Cuento


Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.

Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:

—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.

—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!

—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.

—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...

—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.

—¿Cómo?

—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.

—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.

—Antes habían muchas; pero se acabaron.

—¿Alguna peste?


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2 págs. / 3 minutos / 93 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lanza Seca

Javier de Viana


Cuento


Profundamente abatido, Ponciano resistió aún:

—¡No Nerea!... Eso no; ¿pa qué comprometerme al ñudo?... ¿Tenés ganas de comer una ternera gorda?... Yo tengo muchas en mi rodeo y no viá dir a carniar la ternerita blanca del vasco Anselmo, exponiéndome a un disgusto...

—¡Compraselá!

—Ya te dije que no quiere venderla.

—Robaselá, entonces...

Y luego, con esa expresión de insolente fiereza que sólo saben tener las mujeres, exclamó:

—¡No ha de ser el primer zorro que desollés!...

La bofetada hizo empurpurar sus flacas mejillas tostadas por todos los soles estivales y por todas las heladas invernales. Pero la pasión, una pasión casi senil, le maneó la voluntad y el orgullo. Guardó silencio.

Envalentonada, la china impuso:

—Ya sabés: el lunes que viene, de aquí cinco días, es mi santo, y yo quiero festejarlo comiendo la ternerita blanca del vasco Anselmo.

Ponciano se despidió contristado, sin aventurar una respuesta. En el momento de montar a caballo, ella insistió:

—Si el lunes no venís con la ternera, es al ñudo que vengás...

Era él un gaucho alto y flaco, que parecía más alto y más flaco debido a la eterna vestimenta negra. Tenía una cabeza perfectamente árabe; denegridos el pelo, la barba y los ojos; aguileña y afilada la nariz; salientes los pómulos, hundidas las quijadas, obscura la tez, finos los labios, blanquísimos los dientes.

Su flacura le había valido el mote generalizado de «Lanza seca» y pasaba en el pago por un personaje misterioso.

Su oficio era el de acarreador de ganado para invernadas y saladeros, y tenía gran crédito debido a su pericia y a su honradez.

En los veinte años que llevaba trabajando en el pago, nadie había tenido de él la más mínima queja.


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4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Gurí y Otras Novelas

Javier de Viana


Novelas cortas, Cuentos, Colección


Gurí

Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 109 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Gurí

Javier de Viana


Novela corta


Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.


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76 págs. / 2 horas, 14 minutos / 67 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.


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14 págs. / 25 minutos / 116 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sangre Vieja

Javier de Viana


Cuento


Á Luis Reyes y Carballo

I

¡El pobre viejo!... No había quien lo sacara de su "aripuca", cerca de la costa del Tacuarí, en la frontera. Allí, en un rancho ruinoso que tenía por puerta un cuero de ternero, vivía él, solo, como arbolito en la cuchilla y contento como caballo en la querencia. Salir, salía raras veces; pero no le faltaban visitas, empezando por don Mariano Sagarra, su compadre, su amigo de la infancia y su protector, que no sólo le había dado población en el campo, sino que también le mandaba diariamente de la Estancia medio capón ó la cuarta parte de un costillar de vaca, porque el viejo, á pesar de tener la boca más pelada que corral de ovejas, no había podido acostumbrarse á otros manjares que á la carne asada y á la carne hervida. Otros, además de su compadre, llegaban con frecuencia á la tapera, y eran mozos que gustaban de escuchar su charla pintoresca y sus animados relatos; ó viejos como él, que iban á saborear en su compañía el sabroso amargo de los recuerdos juveniles.

¡El pobre don Venancio Larrosa!... Para el trabajo había sido duro como su raza, y aun entonces—con su cuerpecito encorvado, sus manos enflaquecidas y su cara más rugosa que cuero vacuno asoleado sin estaquear— solía echar sus boladas en las corridas de un aparte. Es verdad que á él lo que le costaba era montar á caballo; pero una vez enhorquetado, se pegaba como saguaipé y corría como luz mala.


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9 págs. / 16 minutos / 63 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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21 págs. / 38 minutos / 56 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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28 págs. / 49 minutos / 49 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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