Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”,
Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a
dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:
—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.
Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.
—¿Vos sos Candelaria?
—¿Y vos Saturno?
Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años
atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una
cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.
Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor
aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e
incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver
tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre,
y la nariz corva y aguzada como una hoz.
—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.
Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.
Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que
fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal
tendía sobre el campo una noche prematura.
En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba
hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una
viejecita que temblaba de frío.
—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.
—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...
Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:
—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...
El forastero interrogó tímidamente:
—¿No... se casó?...
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