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autor: Javier de Viana textos disponibles


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El Poncho de la Conciencia

Javier de Viana


Cuento


Desde el amanecer llovía. Era una lluvia menuda, lenta, pero pertinaz, porfiada y fastidiosa, ayudada en su acción mortificante por el viento atorbellinado, que a ratos la envolvía en sus pliegues y la enviaba, a manera de latigazos, sobre el rostro del viajero.

Ruperto y don Cantalicio la habían llevado de frente todo el día, mientras al tranco lento de sus matungos, picaneaban los transidos bueyes. El viejo, con la mitad de la cara oculta por el rebozo de algodón y el resto protegido por el malezal de la barba, marchaba indiferente. No así su hijo, quien no cesaba de expresar su contrariedad en gruesos términos.

En la proximidad de un cañadón don Cantalicio detuvo la boyada y se encaminó hacia Ruperto, cuya carreta seguía a unos treinta metros a retaguardia.

—Si te parece vamo a largar—dijo;—el camino está muy pesao y los güeyes van aflojando.

—Larguemo.

En silencio, cada uno emprendió la tarea lenta, perezosa, de desuncir las bestias; y luego de desensillar los caballos, el mozo, como de costumbre, púsose a encender el fuego bajo la primera carreta, en tanto don Cantalicio iba a llenar de agua la pava en el cañadón vecino.

Varias veces, mientras «verdeaban», el viejo promovió la conversación, sin obtener de su hijo, más que vagos monosílabos.

—Dende hace quince días te albierto con el paso cambiao.

—Tuito cambea en la vida, y tuito se seca y tuito se pudre!—respondió con violencia el mozo

—Hay una cosa que no se seca ni se pudre nunca: l'alma de los hombres honraos,—sentenció don Cantalicio.

—¡Tamién se seca y se pudre!—exclamó Ruperto con voz sorda. Y arrojando el mate sobre las cenizas, se levantó, quitóse el chambergo, dejando que la llovizna le humedeciera el rostro;; dio la vuelta en torno de la carreta y fué luego a apoyar la frente sobre el hierro anlodado y frío de la llanta de una rueda.


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2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Negrito de Melitón

Javier de Viana


Cuento


Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.

Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.

La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.

Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.

Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.

No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.

Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.

—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.

—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.

De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.


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3 págs. / 5 minutos / 38 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Lazo

Javier de Viana


Cuento


Ocho tientos, nada más que ocho tientos...

¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.

El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la vida: el pulso y el corazón.

Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la boca...

Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la destreza y el temerario arrojo de los centauros.

Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.

Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por las llanuras y por las serranías.

Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.

Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.

Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror en el despoblado.

Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.


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1 pág. / 1 minuto / 26 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Canto de la Calandria

Javier de Viana


Cuento


El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los más lindos y alegres parajes de las riberas del Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pendiente hasta el arenal del paso, un lecho de arenas finísimas, en medio de las cuales brillaban, a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas. Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos cortinados de púrpura acompañando el arenal hasta la orilla del agua.

Era de los parajes más lindos y más alegres, naturalmente; y lo fué muchísimo más cuando Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el prolijo ranchito edificado en la loma, a media cuadra del arroyo.

Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cuyos cantos hacían competencia, desde el alba hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jilgueros, a los cardenales y a los sabiás, los filarmónicos vecinos de enfrente.

Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carácter. A los tres años de casados seguían queriéndose con la intensidad del primer día. En aquel ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no había penetrado nunca.

Juan y Feliciana, los «cachorros», como los llamaban en el pago, eran la admiración de todos y la envidia de muchos.

Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.

Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.

Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Alma del Padre

Javier de Viana


Cuento


Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.

Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.

El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.

—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...

Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.

El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.


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2 págs. / 4 minutos / 39 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


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2 págs. / 4 minutos / 70 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Derritiendo la Escarcha

Javier de Viana


Cuento


Después de mediodía el frío continuaba intenso, haciendo temblar a los caballos inmovilizados bajo la enramada. Junto al fogón, acurrucados, con los pies metidos entre el rescoldo, los peones cimarroneaban en silencio. Levantados a las tres de la madrugada, habían partido para parar rodeo, cuando todavía el lucero alumbraba con su roja pupila el campo dormido bajo el poncho blanco de la helada...

Hasta Maximino, el sempiterno charlatán, callaba, dando margen a que alguien observara:

—¡Cómo será el frío cuando a Cachila se le ha yeláo la lengua!...

—¿Toribio?

—Ha de andar pu ái juera, lagartiando.

En efecto, Toribio, sentado detrás del galpón, fumaba plácidamente, recibiendo vivificante baño de sol. No hizo caso alguno de Nicolasa, que se había acercado para tender una ropa en la sinasina del guardapatio. Los desnudos brazos de la chinita, que firmes, torneados y mordidos por el frío, semejaban artísticas piezas de un bronce barbedienne, lo dejaron indiferente.

Ella, terminada la tarea, se le acercó y díjole:

—¿Qu'estás haciendo, haragán?...

—Ya lo ves: rejuntando sol paguantar l'helada que va cáir esta noche.

La chinita suspiró y dijo con afectada tristeza:

—¡Qué disgracia no tener un nido ande defenderse de los chicotazos del invierno;...

—¡La culpa es tuya, que no querés dentrar en mi corazón!...

—¡Poca quincha le veo al rancho!...

—Poca pero bien hecha.

—¡Desemparejada!

—Puede... Es como nido de águilas, espinoso y áspero pu'ajuera, pero por dentro emplumao, suavecito y caliente!... Dentrá y verás...

Rió la moza y contestó:

—¡Se agradece!... Siempre peligra la paloma que dentra en nido de águila!...


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Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Cuando la Leña es Fuerte

Javier de Viana


Cuento


El puesto de don Epifanio estaba situado a quince cuadras del Arroyo Malo, que forma allí una hoz pronunciada.

Por el este, y casi desde encima de las casas, el parque de frondosos eucaliptos y el monte frutal que aquel resguarda de los vientos malos, se extienden hasta confundirse en el bosque, espeso y sucio que bordea el río. Ábrese allí la boca de una angostísima, tortuosa y escondida «picada», de muy pocos conocida. Aparte de ella no se encuentra otro vado hasta el Paso del Sauce, cinco leguas más abajo de su curso.

Al sur de las poblaciones, se extendían la huerta y la chacra, —un maizal de treinta hectáreas de extensión,— y que llegaba hasta la linde del estero, que en ese paraje, servía de vanguardia al bosque del arroyo. El pajonal era en aquel sitio, tupido como gramilla y con más de dos metros de altura. Hondos zanjones y pérfidas ciénagas dormían ocultas, como recelosos ofidios y en connivencia con ellos, dispuestos a tragarse al viajero que se aventurara temerariamente por allí.

El arroyo Malo no usurpa su nombre. Su cauce es en partes encajonado, de fondo peñascoso y de violento empuje.

Es malo, en verdad, aquel curso de agua, y reúne las tres condiciones esenciales e indispensables para ser eficazmente malo: la fuerza, la perfidia y el disimulo. Como todos lo creen insignificante, lo desprecian y él, taimado, a quien no puede estrangular con los músculos de su corriente formidable, lo sumerge y lo asfixia en el lodo pestilente del tremedal...

Como el puesto de don Epifanio estaba enclavado en aquel rincón sin tránsito, muy pocas personas conocían los secretos del arroyo en su conjunto. La margen opuesta servia de fondo a un inmenso potrero cubierto de esteros, espadaña y paja brava, donde los ganados no penetraban nunca, y las gentes menos.


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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cosas de Negro

Javier de Viana


Cuento


A Juan C. Guerreño.


El demonio de la sequía mortificaba á la comarca. Cien y taños días transcurridos sin llover, mientras el sol besaba cotidianamente la tierra con sus labios de fuego, dejaron las sementeras pálidas, lánguidas, mustias, exhaustas, sin potencia para germinar, idénticas á mujeres consumidas y esterilizadas con la excesiva prolongación del deliquio amoroso.

El hacendado opulento que veía pasar los días, consagrada la peonada a la ingrata labor del «cuereo», y que al recorrer el campo observaba el suelo amarillo, agrietado, loco de sed, sobre el cual erraban lentamente los vacunos flacos y tristes, apenábase, sin duda, porque aquella calamidad le absorbía todo el rendimiento del año, la ganancia esperada como justa recompensa del capital expuesto y del diario afanoso laborar.

Pero para el mísero chacarero, la perspectiva era más desconsoladora aún; su cosecha es su pan, el pan del año entero, el fruto obtenido á trueque de penas infinitas. La pérdida de la cosecha, era la miseria sonriéndole sarcásticamente desde aquel cielo azul, sin nubes, árido, inclemente.

¡No llovía!...

A veces nublábase el firmamento y las gentes salían al patio y observaban ansiosas, mudas, reteniendo la respiración «para no ahuyentar la tormenta». Hasta los perros se quedaban quietitos, sentados sobre las patas traseras, agitados los flancos, escarlata los ojos y media cuarta de lengua afuera.

Solían caer unas gotas de agua, á cuyo contacto la tierra dejaba encapar un vaho capitoso. Pero casi de seguida borrábase el aspecto caliginoso del cielo y tornaba el sol á vomitar fuego sobre las campiñas desesperadas.

Sólo las ovejas estaban contentas, comiendo raíces y sin importárseles un ardite de la ausencia del agua.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Conversando

Javier de Viana


Cuento


—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?

—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...

—¿Güeña?...

—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.

—¿Cargosa?

—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?

—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.

—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.

—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...

—¿Y de hay colige mi tío?...


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Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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