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autor: Javier de Viana textos disponibles


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El Zonzo Malaquías

Javier de Viana


Cuento


A Víctor Pérez Petit.


En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías, el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.

Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».

Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.

En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.

—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!

Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».

Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Viaje del Perro

Javier de Viana


Cuento


Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.


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Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tirador de Macario

Javier de Viana


Cuento


Cuando en enero de 1904 la plaga devastadora de la guerra civil hizo de nuevo su aparición por el campito que Santiago Ibáñez poseía en las puntas del Guaviyú, en las faldas de la cuchilla del Hospital, ya iban barranca abajo los bienes del laborioso paisano.

Los años malos, la peste, la enfermedad que llevó el viejo padre y los médicos y las boticas que le llevaron varios centenares de libras esterlinas, destruyeron en poco tiempo la mitad de lo conquistado por tres generaciones de humildes trabajadores campesinos.

La guerra fué a darle el golpe de gracia. El ventarrón echó abajo los alambrados, destrozó la huerta, diezmó la reducida hacienda, arrió los pocos caballos, mató los bueyes aradores y arrastró consigo a Santiago Ibáñez, a Pedro, su hijo mayor, un adolescente y a los dos muchachos que le servían de peones.

Dejaron a su anciana madre y a su esposa y a su hijito Cleto, porque era muy chico y al Negro Macario, porque era muy viejo, y a la yegua overa porque de flaca, renga, y manca no andaba diez cuadras seguidas, al tranco y de tiro.

Cuando la gente armada se perdió en el horizonte, un silencio infinito pesó sobre el lugar y hasta parecía que el cielo, el luminoso cielo estival, se hubiese toldado de súbito.

—No lloren, patronas,—dijo el negro Macario acercándose al grupo desconsolado que habían formado junto al guardapatio, las dos mujeres y el pequeño Cleto, quien, intuitivamente, lloraba también.

—No lloren, patronas,—continuó Macario;— aunque el negro viejo está muy maceta, entuavía tiene juerzas en las tabas y en los pulsos pa cuidarlas a ustedes hasta quel patrón y el patronato peguen la güelta...

—¡Si vuelven!—gimió la esposa.

—Han de volver, con la ayuda e Dios—consoló la anciana.


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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Tiempo Perdido

Javier de Viana


Cuento


A mi amigo José de Arce.


Quedaba aún ancha franja de día, cuando Regino, concluido de estirar un alambre, dijo á los peones:

—Dejemos por hoy... Tengo ganas de cimarronear.

Los peones recogieron las herramientas, echaron los sacos al hombro y se encaminaron á las casas, alegres y agradecidos al patrón que les ahorraba una hora de trabajo, pesado bajo la atmósfera caldeada de un día de enero. Y mientras ellos penetraban en el galponcito recién techado y en cuyo piso aún vivía la gramilla, Regino fué á echar una ojeada á las construcciones.

Albañiles y carpinteros trabajaban activamente, á la luz rojiza del crepúsculo, brillaban las tejas del techo y el blanco de las paredes, sombreado en partes por el ombú centenario, único sobreviviente del viejo puesto, demolido para dar sitio al edificio moderno, cabeza de estancia, que hacía edificar Regino Morales, dueño, á la sazón, de aquellos campos en que sus padres y sus abuelos habían sido miserables agregados. Cuando él volvió al pago, ni rastros quedaban de la familia. El rancho no tenía ya techo, y las paredes de terrón estaban caídas ó gastadas por el continuo rascar de los vacunos. A la derecha de la tapera una gran circunferencia gris de plata, una copiosa vegetación de abre puño y revienta-caballo denunciaban un antiguo rodeo de ovejas; y á los fondos, el verde negro de un bosquecillo de ortigas daba testimonio del basurero. Todo lo demás era muerto, excepto el ombú, sombrío, persistente, símbolo de la raza brava y sobria que se va extinguiendo.

Regino inspeccionó los trabajos y luego fué al galpón, aceptó un mate, que sorbió á prisa y salió.


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4 págs. / 8 minutos / 38 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Santo de “La Vieja”

Javier de Viana


Cuento


Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.

Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.

Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.

En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.

Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.

Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.

El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...


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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Rey del Arroyo

Javier de Viana


Cuento


Triunfa primavera. Los árboles, cual las muchachas hacendosas, se han confeccionado ellos mismos primorosos vestidos de seda verde recamada de flores policromas. Cada arrayán es un pebetero, cada sarandí un incensario. Los pajaritos, ebrios de luz y de perfume y de amor, trinan sin cesar, brincando de rama en rama. Al borde del arroyo, sobre pequeña barranca que semeja el estrado de un trono, triunfa, envuelto en el regio manto escarlata, un majestuoso ceibo. Bello como el “prince charmant” de las leyendas, es el orgullo del bosque y el rey del arroyo... No existe en los más fastuosos parques de la ciudad, árbol que le iguale en hermosura. Pero no se le admite en los parques y jardines de la ciudad, porque es un rey bárbaro, de estirpe gaucha, como el ombú, el ñangapiré y la pasiflora. La exuberancia de sus flores, purpúreas como la sangre pura que nutrió los organismos sanos y fuertes de la raza nativa, ofende la clorótica languidez de las realezas importadas.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Pueblero

Javier de Viana


Cuento


A José Enrique Rodó.


Se llamaba, o le llamaban, sencillamente White, y provenía de ilustre estirpe inglesa.

El cuerpo pequeño y ágil, con miembros delgados, fuertes y nerviosos, la cabeza de líneas finas y regulares, los ojos rebosantes de inteligencia, todo en él atestiguaba la firmeza de su sangre aristocrática.

Era blanco, de una pálida blancura de cuajada; pero tenía en la frente una caprichosa mancha negra, grande, casi circular, ligeramente caída sobre la oreja derecha, semejando el casquete de terciopelo de un artista bohemio.

Muy joven aún, abandonaba por primera vez las comodidades de la ciudad que le había ofrecido una existencia de placer, por completo carente de ocupaciones. Desde el primer día de su llegada a la estancia el campo se le presentó ordinario, antipático y hostil. Su porte elegante y sus maneras distinguidas chocaron de inmediato con la rusticidad francachona de los gauchos. Estos atribuyeron a necia pedantería suya la pulcritud, el horror a los alimentos groseros y groseramente presentados, su manifiesto disgusto por los malos olores y su ninguna afición a los juegos violentos, al mordisco y a la patada.

Desde el principio se encontró solo. A menudo pensaba con tristeza en los encantos que había imaginado encontrar en la campaña, en los placeres que presentía en las verdes llanuras resplandecientes, y que no le era dable gozar, por su natural repulsión a los hábitos y a las idiosincrasias circundantes.

Hay que advertir que White encontraba tan áspero y huraño el medio como los pobladores. No era cobarde; pero, sí, algo tímido, y la inmensidad silenciosa del despoblado producía en él una irresolución dolorosa.


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Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Poncho Más Pesado

Javier de Viana


Cuento


Don Cantalicio iba con su hijo atravesando el campo. Lo notaba extraño, nervioso, violento; en esto aprovechó para hablarlo.

—¡Ruperto!

—¿Qué quiere, tata? —interrogó el mozo.

Recostados ambos en la culata de la carreta, ambos en ese instante indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mirada severa y empezó:

—Vamo arreglar cuentas.

—Yo nunca se las he pedido.

—Porque no tenes derecho... Nunca se las pedí yo a mi padre, pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!

—Vaya diciendo, —rindió el mozo, sometido.

Con expresión más suave, el viejo comenzó:

—P’algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás sufriendo de mal de amores. Palabra de mujer...

—¡Es como renguera ’e perro'... ¡Nu hay que crerla nunca!...

—Y cuando no se cre, se monta a caballo y se marcha; p’algo tiene caballo el gaucho.

—¡Y p’algo tiene facón tamién! —rugió con violencia Ruperto.

Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don Cantalicio:

—¡Ya me lo malisiaba!... ¡Tenes las manos manchadas de sangre!... ¡Lo compriendo!... Ella t’engañó... Fuiste en busca ’el rival, se toparon, lo peliastes y te tocó matarlo!... ¡Compriendo!... Es triste... ¡Pero el corazón es una achura que manda más que un ray!... ¡Pobre hijo mío!... ¡Compriendo!...

—¡No compriende!... ¡A quién mate no jué a él!

—¿No jué a él?...

—No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...

Hizo el viejo un brusco ademán, púsose muy pálido, agitó los brazos, tembláronle los dedos y se le nubló la vista. Durante varios minutos permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz majestuosa, dijo:


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Poncho de la Conciencia

Javier de Viana


Cuento


Desde el amanecer llovía. Era una lluvia menuda, lenta, pero pertinaz, porfiada y fastidiosa, ayudada en su acción mortificante por el viento atorbellinado, que a ratos la envolvía en sus pliegues y la enviaba, a manera de latigazos, sobre el rostro del viajero.

Ruperto y don Cantalicio la habían llevado de frente todo el día, mientras al tranco lento de sus matungos, picaneaban los transidos bueyes. El viejo, con la mitad de la cara oculta por el rebozo de algodón y el resto protegido por el malezal de la barba, marchaba indiferente. No así su hijo, quien no cesaba de expresar su contrariedad en gruesos términos.

En la proximidad de un cañadón don Cantalicio detuvo la boyada y se encaminó hacia Ruperto, cuya carreta seguía a unos treinta metros a retaguardia.

—Si te parece vamo a largar—dijo;—el camino está muy pesao y los güeyes van aflojando.

—Larguemo.

En silencio, cada uno emprendió la tarea lenta, perezosa, de desuncir las bestias; y luego de desensillar los caballos, el mozo, como de costumbre, púsose a encender el fuego bajo la primera carreta, en tanto don Cantalicio iba a llenar de agua la pava en el cañadón vecino.

Varias veces, mientras «verdeaban», el viejo promovió la conversación, sin obtener de su hijo, más que vagos monosílabos.

—Dende hace quince días te albierto con el paso cambiao.

—Tuito cambea en la vida, y tuito se seca y tuito se pudre!—respondió con violencia el mozo

—Hay una cosa que no se seca ni se pudre nunca: l'alma de los hombres honraos,—sentenció don Cantalicio.

—¡Tamién se seca y se pudre!—exclamó Ruperto con voz sorda. Y arrojando el mate sobre las cenizas, se levantó, quitóse el chambergo, dejando que la llovizna le humedeciera el rostro;; dio la vuelta en torno de la carreta y fué luego a apoyar la frente sobre el hierro anlodado y frío de la llanta de una rueda.


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2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

1718192021