A Héctor Gómez.
Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la frontera brasileña,
en el foñdo de un vallecito rodeado de sierras poco elevadas, pero
sucias y escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna Riveiro Silveira
da Sousa.
Doscientas cuadras de campo ruin, mal cercadas por un alambrado de
tres hilos, en muchas partes cortado, flojo y con postes quebrados ó
caídos, en la casi totalidad de su extensión.
Trescientas ovejas criollas, comidas por la sarna; dos yuntas de
bueyes; media docena de lecheras escuálidas, cinco matungos lanudos, y
un enjambre de perros, constituían la hacienda de la «Estancia».
Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huérfanos de árboles, de
jardín y de huerta, rodeados de ortigas, abrojos, cepa caballo,
baldeana, cicuta y malvaviscos, eran «las casas».
Los vecinos decían: la «chacra» del portugués.
Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa, que, efectivamente, era portugués, decía: «Minha Estancia!»
Elviro era un viejo grandote, gordo, enormemente haragán,
superlativamente sucio. Su larga melena y sus copiosas barbas, sabían
del peine lo que saben del hacha las selvas amazónicas.
Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, gorda y panzona, activa,
siempre en movimiento, pero más rezongona que negra vieja y más zafada
que pilluelo de arrabal.
Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y culebras, insultando
al haraganote de su marido, quien, con tal de no hacer nada, soportaba
los insultos con soberana indiferencia. Con eso, y con tener caña y
tabaco, era feliz.
El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había baile todos los años, y
en aquel año ella esperaba una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro
gallinas, asado dos lechones, hecho cinco docenas de pasteles y un
fuentón de arroz con leche.
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