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autor: Javier de Viana textos disponibles


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La Biblia Gaucha

Javier de Viana


Cuentos, colección


El primer rancho

Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.

Vida

En la sociedad campesina, allí donde los derechos y los deberes están rígidamente codificados por las leyes consuetudinarias, para aquellas conciencias que viven, en íntimo y eterno contacto con la naturaleza; para aquellas almas que encuentran perfectamente lógicos, vulgares y comunes los fenómenos constantes de la vida, y que no tienen la insensatez de rebelarse contra ellos, consideran como un placer, pero sin entusiasmos, la llegada de un nuevo vastago.


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 114 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Absurda Imprudencia

Javier de Viana


Cuento


Don Eufrodio Villamoros poseía una espléndida plantación de naranjos a espaldas de Bella Vista, la coqueta ciudad correntina recatada detrás de las altísimas barrancas que, en aquel paraje guarecen la ribera del Paraná.

A la entrada del naranjal se alzaba la población, sencillo y alegre edificio, sobre cuyos muros muy blancos y sobre cuyos muy rojos cabrillea el sol casi todas las horas de casi todos los días del año. Del lado del sud, tres cambanambís las defienden contra los vientos malos del invierno. Un valladar de duelas, totalmente cubiertas por las exhuberantes vegetaciones de las madreselvas y los rosales silvestres le forman una discreta cintura verde, siempre verde y florida siempre.

Sobre el patio, la casa tiene, como la mayor parte de las casas correntinas, un amplio corredor, fresca terraza desde donde, se divisa, hasta perdida de vista, el inmenso mar, verde e inmóvil de las plantaciones.

Don Eufrodio pasa allí, en unión de su esposa, Misia Micaela, y de su hija Ubaldina, la mayor parte del año; sobre todo, después que esta última hubo terminado sus estudios en la capital de la provincia.

La niña—que a la reinstalación de la familia en la casa solariega, contaba apenas quince años,—amaba apasionadamente aquella existencia, donde parecía reinar inquebrantable silencio, no obstante el contínuo clamoreo de las aves y el cantar sin más tregua que las sombras nocturnas, de los pájaros, que, entre cautivos y libres, sumaban míriadas. Silencio engañador y tan aparente como el aspecto de quietud y de inercia que ofrecía aquella activísima colmena.

Cada vez que, era indispensable—por razones particulares o de obligación social, hacer «un viaje» a la ciudad—veinticinco minutos de trote perezoso del viejo tronco tordillo,—Ubaldina lo hacía contrariada y se esforzaba en apresurar el regreso a la tibiedad perfumada de su nido.


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4 págs. / 7 minutos / 33 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Justicia

Javier de Viana


Cuento


Dalmiro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.

Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino, Dalmiro y Josefa, —sobrina huérfana recogida y criada en la casa,— holgaba en el caserón.

Cierto que la servidumbre era numerosa: negras abuelas de motas blancas, negras jóvenes y presumidas con su tez de hollín y sus dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.

Pero todos eran silenciosos.

La adustez del patrón no necesitaba voces para imponerse.

No era malo el viejo gaucho; pero su exagerado espíritu de orden, respeto y justicia, le imponían una rígida severidad.

Amando entrañablemente a su hijo, éste creíalo hostil.

Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, provocativo en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma edad y criados juntos, distinguíase por su incansable laboriosidad, su modestia, su comedimiento y sensatez.

Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don Paulino amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a Bibiano.

—¡Usté nunca me da razón! —exclamó amoscado, cierta ocasión.

—Porque nunca la tenes, —replicó, severo, el anciano.

Desde entonces el “patroncito” comenzó a tomarle rabia al compañero. Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le correspondía y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.

Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso interponerse, y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos, con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbricas agresividades de Dalmiro, se vió obligada a poner en conocimiento del patrón lo que ocurría.


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1 pág. / 2 minutos / 23 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Consejo del Sabio

Javier de Viana


Cuento


Domando potros—en cuyo arte pasaba por insuperable—Eudoro Maciel logró reunir una tropilla de patacones.

Trabajando de capataz de tropas en invierno y de capataz de esquiladores en verano, fué aumentando el rodeo de las «amarillas» allá en la época de las «onzas» hispanas, las anchas «brasileñas», los «cóndores chilenos», las británicas «libras de caballito» y las macizas «doble águilas» yanquis.

Hacía tiempo que Eudoro había sacado un boleto de marca; marca M. No la sacó E. M., que sentaba más lindo, porque iba a resultar de «mucho fuego».

Y había ya como cosa de unos quinientos vacunos y de unos treinta caballos, quemados con la marca M., cuando Eudoro se decidió a realizar los tres actos fundamentales en la vida de un hombre: comprar campo, levantar un rancho y casarse.

Y compró un campo: chiquito—mil cuadras, nada más—, pero campo flor, sin desperdicios, con pasturas inmejorables, con aguadas permanentes y con leña en exceso.

En seguida levantó el rancho. Lo levantó él mismo, con horcones, tirantes y ajeras, cortadas y labradas por él en el monte lindero; con paja brava elegida y cortada por él en el estero vecino; con terrón cortado por él de la loma gramillosa de su campo.

Hizo el corral, hizo el chiquero para el terneraje de las lecheras, hizo la enramada y alambró un rectángulo de tres cuadras por cinco, para la futura chacra.


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3 págs. / 6 minutos / 26 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Baile de Ña Casiana

Javier de Viana


Cuento


A Héctor Gómez.


Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la frontera brasileña, en el foñdo de un vallecito rodeado de sierras poco elevadas, pero sucias y escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa.

Doscientas cuadras de campo ruin, mal cercadas por un alambrado de tres hilos, en muchas partes cortado, flojo y con postes quebrados ó caídos, en la casi totalidad de su extensión.

Trescientas ovejas criollas, comidas por la sarna; dos yuntas de bueyes; media docena de lecheras escuálidas, cinco matungos lanudos, y un enjambre de perros, constituían la hacienda de la «Estancia».

Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huérfanos de árboles, de jardín y de huerta, rodeados de ortigas, abrojos, cepa caballo, baldeana, cicuta y malvaviscos, eran «las casas».

Los vecinos decían: la «chacra» del portugués.

Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa, que, efectivamente, era portugués, decía: «Minha Estancia!»

Elviro era un viejo grandote, gordo, enormemente haragán, superlativamente sucio. Su larga melena y sus copiosas barbas, sabían del peine lo que saben del hacha las selvas amazónicas.

Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, gorda y panzona, activa, siempre en movimiento, pero más rezongona que negra vieja y más zafada que pilluelo de arrabal.

Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y culebras, insultando al haraganote de su marido, quien, con tal de no hacer nada, soportaba los insultos con soberana indiferencia. Con eso, y con tener caña y tabaco, era feliz.

El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había baile todos los años, y en aquel año ella esperaba una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro gallinas, asado dos lechones, hecho cinco docenas de pasteles y un fuentón de arroz con leche.


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Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

De Cuero Crudo

Javier de Viana


Cuento


Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina, intermitente garúa.

La peonada, sin trabajo, está reunida en el galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.

El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente el amargo.

En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos que morían al nacer porque no interesaban a nadie.

—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron de un balazo cuando la regolución del finao López Jordán y...

Uno interrumpió:

—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...

Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter baza:

—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez un poncho atrigao, medio parecido al que lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo ¿A que no saben con cuánto se apunta el gallego?... Se deja cáir con...

—¿Y a los otros qué se los importa, si no los vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.

Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un estilo en la guitarra.

La mujer que a mí me quiera Ha de ser con condición...

—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió Santurio,—ha de ser loca de remate.

—Ha de encontrarse cansada de andar con el freno en la mano sin encontrar un mancarrón qu'enfrenar...

—Vieja, flaca y desdentada...

—¡Y negra... noche l'espera!...

Juan José, impasible, continuó su canto:

A la china más bonita
del pago del Abrojal,
le puse ayer con mis labios
un amoroso bozal...

—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo maliciosamente el viejo Serafín.

Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:


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2 págs. / 3 minutos / 49 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Conversando

Javier de Viana


Cuento


—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?

—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...

—¿Güeña?...

—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.

—¿Cargosa?

—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?

—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.

—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.

—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...

—¿Y de hay colige mi tío?...


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Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Contradicciones

Javier de Viana


Cuento


A Vicente Martínez Cuitiño.


Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas, había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.

Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.

Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.

Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:

—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...

La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.

Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:


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5 págs. / 9 minutos / 28 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Charla Gaucha

Javier de Viana


Cuento


Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habría de ser. Noche asfixiante. El sol había desparramado tanto calor durante el dia, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevárselo para su cueva de occidente.

Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visible, parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde ocultarse.

Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, prefiriendo sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, para impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la patrona.

En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre vellones, la peonada charlaba tomando mate «tibión y labao.»

Los bichos de luz rayaban el cielo en todas direcciones; los «cascarudos» silvadores y hediondos, casi ciegos y borrachos de un todo, pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:

—Esta sabandija es como nágua’e china comadrona: mucho ruido, mucho viento y al primer apretón se aplasta.

—Pero no jiede.

—¿Qué sabés vos?..

—Es verdá... ¡disculpe, maistro!

Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y venían, atiborrándose de insectos en sus, al parecer, giros idiotas.

De rato en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna culebra que le tenia medio tragado. Un enjambre de insectos pequeñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.

—¿Pa qué hará chus chus la lechuza? —interrogó Serapio.


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2 págs. / 4 minutos / 29 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

23456