El Rey del Arroyo
Javier de Viana
Cuento
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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autor: Javier de Viana textos disponibles
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
A Luciano Maupeu.
Grande, gordo, barbudo, cabalgando en una yegüita petiza, flaca y
peluda, Lucio Díaz llegó en un blanco atardecer de invierno a la
estancia de don Filisberto Loreiro Pintos, situada en "Capao de Leao",
entre las asperosidades del sur riograndense.
Cerca del galpón, bajo enorme higuero silvestre, sentado en grosera silla con asiento de cuero peludo, el dueño de casa, un viejito endeble, inmensamente barbudo, parecía dormitar. Y cuando el gaucho, deteniendo su cabalgadura, se quitó el chambergo y saludó, él observóle en silencio un buen rato, para mascullar después, sin quitar de los labios el largo y grueso cigarrillo de "río novo", liado en chala, un:
—Abaixa-te.
Lucio desmontó, y, solicitado y obtenido permiso para hacer noche, púsose a desensillar, en tanto el viejo lo observaba atentamente. Cuando, volvió de atar a soga su yegüita, don Filisberto afirmó:
—Tu es o Salao.
—Por mal nombre, sí, señor—respondió Díaz; y el viejo, siempre estudiándolo, interrogó de dónde venía.
—Del Estado Oriental.
—¿Acabau-se a guerra?...
—Entuavía no, señor; pero... ya nu hay caballos!...
Dominio público
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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.
Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.
Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.
Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.
Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:
—Güeña noche, don Liborio...
—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...
—Yo mesmo.
—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...
—A pescar, no más.
—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...
Y él, compungido:
Dominio público
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Publicado el 6 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
A Leoncio Monge.
—Hermano ¿cómo es el estilo de aquella décima que cantó el Overito en la reunión de Tabeira?
—No mi acuerdo.
— ¿No es así?
Y Pepe López, apoyado en el mango del hacha, silbó un estilo.
—¿Es ese?
—Puede. No mi acuerdo.
Y cubierto de sudor el rostro color de arcilla, bien afirmado sobre las recias piernas desnudas, Evaristo tornó a levantar el hacha que, con ritmo lento y majestuoso, caía sonoramente sobre el tronco grueso y duro de una arnera.
Pepe López se escupió las manos y continuó embistiendo a su árbol.
Durante un cuarto de hora sólo se oyó el ruido sordo de las herramientos mordiendo la leña viva. El sol caía a plomo sobre la gramilla y las zarzas y los árboles abatidos en el reducido potril. En el contorno, los guayabos, los coronillas, los virarós apretados, estrechadas sus armazones que habían resistido a los zarpazos de los vientos, se inmovilizaban, serenos y nobles, con la tristeza augusta del héroe que va a morir una muerte obscura. Las pavas del monte, escondidas en lo más hondo y obscuro, lanzaban su queja en un canto semejante a un ruego. Muy arriba, en plena luz solar, sobre penachos de los yatays, las águilas permanecían quietas, silenciosas, solemnes, como los últimos representantes de la raza madre en el martillo.
—Hermano ¿m'empresta su tostao pa dentrar en la penca'e Farías?
—No puedo, lo necesito.
—¿Pa matreriar?
—¡Quién sabe!—replicó Evaristo siempre taciturno.
Pepe López meneó la cabeza y siguió hachando.
—¡Me caigo... y no me levanto! —gritó.—¡Siempre ha de haber un ñudo pa un apurao y un bagual pa un maturrango!... ¡Cuasi me desloma este guayabo que se volió pal lao de enlazar como gringo recién llegao!...
Rió, cantó una vidalita, y luego, con el mismo tono irónico y jaranista, preguntó:
Dominio público
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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”, Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:
—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.
Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.
—¿Vos sos Candelaria?
—¿Y vos Saturno?
Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.
Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como una hoz.
—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.
Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.
Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal tendía sobre el campo una noche prematura.
En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una viejecita que temblaba de frío.
—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.
—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...
Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:
—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...
El forastero interrogó tímidamente:
—¿No... se casó?...
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
El invierno siempre es feo, porque siempre es malo. Pero cuando su maldad no se manifiesta franca y violentamente, con lluvias, con vientos, con truenos y rayos; cuando le da por hacerse el manso y el bueno, es cuando resulta más feo; cuando se presenta apacible, cuando tiene una sonrisa de sol que no calienta, cuando está preparando la escarcha para el amanecer siguiente!...
En un día así, Baldomera estaba encerrada en su habitación, trabajando, sin entusiasmos, en su ajuar de novia.
Llevaba cerca de tres meses en la obra, que adelantaba con suma lentitud, pues sólo podía consagrarle los ratos perdidos, y éstos eran pocos. Casi toda la labor de la casa pesaba sobre ella. Misia Rosaura, su tía y madrina, estaba ya muy viejita y sin fuerzas; su prima Delfína era una pobre enferma, incapaz de servirse a sí misma y la negra tía María, negra ya de motas blancas, chocheaba casi.
Ella tenía, pues, que hacerlo todo y lo hacía sin protestas, aun que sin entusiasmo también.
Pero lo último era debido a su temperamento, que en una ocasión, hizo decir a su primo Camilo:
—Esta muchacha debe haber nacido un viernes trece, en el mes de Julio, durante una noche de helada!...
—Dejala, pobrecita,—había respondido don Timoteo;—ella es asina, pero es muy güena.
—Muy güena, no hay duda; pero lisa y fría como la escarcha.
Y si alguien se lo reprochaba, ella respondía invariablemente, con su voz pálida, impersonal:
—¡Yo siempre fui así!...
Y efectivamente, siempre fué así, desde chiquita.
Cuando hacían caso omiso de ella en los juegos o cuando le arrebataban un juguete suyo, nunca tenía una protesta. No lloraba, siquiera: desde un rincón, inclinada la cabecita, mordiendo la punta del delantal, se quedaba quietita mirando jugar a los demás.
Después, ya moza, concurría a los paseos y a los bailes con la misma indiferente tranquilidad.
Siempre fué así.
Dominio público
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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
Para Alberto Novión.
Más arriba de Concordia, sobre las barrancas que ponen valla al
río, señoreábase la estancia del «Tala Chico», llamada así, quizá porque
no habiendo piedras por ninguna parte, no existía en la comarca un solo
tala, grande, ni chico: la idiosincrasia gaucha gusta de semejantes
ironías, que hacen sonreír compasivamente á los «dotores», con la misma
razón con que los gauchos sonríen, en burla respetuosa, ante el «Doctor»
que precede al nombre de muchas calabazas.
El propietario de «Tala Chico», un criollo de ley, había muerto hacía un año, y como su hijo, único heredero, ahogaba la pena en el «Royal» y el «Casino» de Buenos Aires, la estancia quedó en manos de don Venancio, el viejo capataz, que estaba más gastado que esas tabas de oveja que sirven de botón en las colleras de bueyes.
El viejo don Venancio, ñandú criado guacho entre la empalizada de una esclavitud moral, tenía duros los caracuces y pesado el mondongo. Más que recorrer el campo, prefería quedarse en las casas, amargueando, churrasqueando, jugando al «siete y medio» y «prosiando» con los forasteros.
Como de joven, había servido de voluntario en una revolución oriental, enorgullecíase de ser blanco, y cada vez que caía á la estancia un oriental blanco, regocijábase, halagábalo y atestiguaba las mentiras heroicas del intruso, para, á su vez, presentar un testigo que confirmara sus propias mentiras...
—¿Vd. si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la salvajada?
—No me vi á acordar!... Yo servía con el coronel Pampillón...
—Yo diba con Sipitría... Qué modo’é meter chuza!... ¿Si acuerda que había un cerrito con mucha piedra menuda, y después, un cañadón con unos sauces en los labios, que parecían bigote’é colla?...
Dominio público
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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.
Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.
Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.
Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.
Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?
Para defensa de la casa.
Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.
Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.
Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.
También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
A José R. Gómez.
Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa,
estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre,
cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su
padre.
Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.
El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.
Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.
Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.
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Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una arruga de la tierra. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el agua turbia, salobre, recalentada por el sol.
A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin, donde amarilleaban las masiegas de paja brava y cola de zorro, y que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y desolada y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin cesar.
A la izquierda, formando como costurón rugoso de un gris opaco, el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva irregular salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas parecen hendidas por un tajo de bruto, ha crecido un canelón que tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a cabeza despeinada y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las rocas donde está enclavado.
Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía construida para servir de albergue a la miseria; pero a una miseria altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más allá, los lastrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba al ardoroso sol de enero la vergüenza de su desolada aridez. Y en todas partes, a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uniforme, se notaba idéntica expresión de infinita y abrumadora soledad.
No cantaban los chajaes en el pajonal vecino, ni gritaban los teros a la vera del cañadón menguado, ni silbaban, volando al ras del suelo, sobre las masiegas de paja mansa, las tímidas perdices. La naturaleza allí, no tiene lengua; el corazón de la tierra no palpita allí. El sol abrasador del mes de enero, calcina las rocas, agrieta el suelo, achicharra las yerbas, seca los regatos, y sin embargo, se siente frío en aquel sitio.
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 38 visitas.
Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.