Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos:
cada año que trascurre se achica algo más.
Tiene muchas calles y pocas casas, un par de
docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes
hubo más; pero se fueron secando como los paraísos
de la plaza.
Y a medida que disminuye la población humana,
aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad
de perros; pero como todos son perros pobres,
le temen a la policía y no se meten con las
personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo
que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes
de los habitantes del pueblo. Don Macario—a
quien interrogamos al respecto—nos ilustró
diciendo:
—En verano, de siesta, mate amargo y máiz
asao.
—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de
maíz!
—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua
de aquí, hay estancias que tienen chacras.
—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...
—En invierno, es fácil agenciarse una o dos
ovejas por semana.
—¿Cómo?
—Pues... carniando como los zorros, en las
noches oscuras.
La siesta era, en efecto, algo así como un vicio
en Ivirapitá. Debían dormir durante todo
el día, pues aparte de algunos chicos haraposos
y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte
por la calle, cuyas pasturas proporcionaban
abundante alimento a los matungos de la policía
y a las mulas del pulpero, único comerciante
del pueblo.
Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería,
ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto
a la policía, estaba constituída por un cabo
y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en
la trastienda de la pulpería, chupando ginebra
y jugando al truco.
—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en
este pueblo!—exclamamos.
—Antes habían muchas; pero se acabaron.
—¿Alguna peste?
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