Textos más largos de Javier de Viana disponibles | pág. 6

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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La Boba

Javier de Viana


Cuento


A Constancio C. Vigil.


De la estancia del "Vichadero" a la estancia del "Arroyito", había apenas dos leguas de buen camino salvo una zanja barrancosa, la empinada ladera de un cerro, un campo con tucu-tucus, un bañado de morondanga y el paso feo del Sarandí. Como era en invierno y había llovido con ganas, las barrancas del arroyuelo estaban resbaladizas, suelto el pedregullo de la ladera; hinchado el estero y engordados con barro los camalotes y los sarandises del paso feo del Sarandí; pero como doña Ana Manuela sabía que esos obstáculos no eran tales para sus cuatro tubianos "carretoneros", mandó atalajarlos y preparar el breack para después de medio día, dispuesta a realizar un propósito postergado durante un mes por causa de las inclemencias del tiempo, que había hecho derroches de agua...

Y poco después del medio día rodaba el breack que arrastraban velozmente por el camino encharcado, los cuatro tubianos famosos de doña Ana Manuela.

Desde hacía cerca de un siglo, la estancia del "Vichadero" pertenecía a los Castro y la estancia del "Arroyito" a los Menchaca; y desde esa época, siempre los Menchaca eran padrinos de los hijos de los Castro y los Castro padrinos de los hijos de los Menchaca: uníalos una de esas amistades de una pieza,—igual que la bota de potro,—de las que sólo son capaces las almas brutas, primitivas, opacas, de los gauchos.

Eran dos familias donde nunca hubo tuyo y mío y que, negociando continuamente, jamás habían firmado un papel, garantía de convenio, de deuda o de préstamo: eran seres inferiores, rudimentarios, imperfectos: eran gauchos. Si alguien hubiese tenido la curiosidad de llevar un registro de los servicios que mutuamente se habían prestado, formaría volúmenes, pero entre esas gentes hacer un servicio no tiene mayor mérito ni merece recordación...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 23 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Zonzo Malaquías

Javier de Viana


Cuento


A Víctor Pérez Petit.


En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías, el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.

Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».

Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.

En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.

—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!

Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».

Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Borrega Guacha

Javier de Viana


Cuento


La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.

—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.

—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.

—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.

—Está bien, mama.

—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.

—Ya tengo la plancha en el fuego.

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.

Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 22 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Carta de la Suicida

Javier de Viana


Cuento


Corridos todos los trámites, enterrada la difunta, el juez de paz entregó a Torcuato la carta que ella había dejado escrita para él, su prometido.

Torcuato recibió el pliego, le dió vuelta entre sus dedos callosos, lo miró, tornó a darle vueltas y concluyó por doblarlo al medio y guardarlo cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta.

A pesar de que estaba obscureciendo, de que no había almorzado y de que sus ranchos quedaban lejos y atrásmano, montó a su caballo y se dirigió al trote, rumbo a la pulpería de don Manuel.

Allí, a solas con ei dueño de la casa, sacó la carta, se la presentó y dijo con súplica solemne:

—Vengo pa que me lea esto.

Don Manuel, —un gallego petizo, grueso, hinchado con los cuatro o cinco miles de pesos que congestionaban sus arterias de labriego,— se caló las antiparras, rasgó el sobre escrito y tras un momento de afanoso estudio,confesó con rabia:

—¡No entiendo estus jarabatus!

Torcuato, resignado, guardó la carta, montó a caballo y trotó hasta su rancho, distante, muy distante. La noche era obscura pero Torcuato y su overo sabían rumbiar con los ojos cerrados. La noche era fría; pero Torcuato y su overo tenían la piel curtida, resistente a todos los rigores del clima; helada, sol, lluvia, granizo... ¿que les iban a contar de nuevo?

El paisano llegó a su rancho, que con ser chico le pareció inmenso esa noche. Tiró el puncho sobre el catre, se acostó sin desvestirse. Como no había cerrado la puerta se quedó mirando hacia afuera, hacia lo negro sin término, abiertos los ojos que el sueño no quería cerrar.

Cuando la aurora echó un resoplido purpúreo en el interior del rancho, el paisano se enderezó en la cama. Al recojer el poncho lo encontró destrozado, como si hubiese estado escarbando una alimaña uñosa.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 35 visitas.

Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Chaqueña

Javier de Viana


Cuento


Habíamos andado todo el día, a tranco de mula por el serpeante camino que a veces cruza en diámetro un vallecito circular, a veces se hunde, a manera de reptil en el amplio túnel formado por las insolentes ramasones de los quebrachos, grandes como catedrales.

Iba cayendo la tarde y teníamos la vista y la mente fatigadas con la incesante contemplación de la selva sin término. Un viento del sur, espantando el bochorno, castigábanos en cambio con el polvo rojizo y sutil de las arenosas tierras de la pampa chaqueña; el tormento del polvo, digno competidor de la saña perversa de mosquitos y jejenes. El cielo mantenía en la inmensidad de su imperio el impertinente azul que enceguece, que domina, que anonada con la monotonía de sus luminosidades.

Saliendo de un laberinto de frondas ásperas y amenazantes, abrióse de pronto ante nosotros un risueño vallecito tapizado con el dañino capihacuá (pasto que pincha), terror de las cabalgaduras a las cuales se obliga a cruzar sobre ellos sin la protección de las polainas de cuero.

Formaba el descampado aquel, una circunferencia casi perfecta en un diámetro no mayor de quinientos metros. Aquí y allá, sobre el tapiz de hierba, gallardeaban las palmas carandaís, la teja natural de las techumbres comarcanas.

Por todas partes la selva lujuriosa rodeaba el valle con alta, ancha, impenetrable barrera, entre cuyos verdes diversos, echaban como una sonrisa los lapachos con las grandes manchas rosadas de sus flores, junto al cobre de los adustos guayacanes y la púrpura imperial de los ceibos. En el centro del playo centelleaba cual pupila de acero un lagunejo de aguas blancas donde bogaban dulcemente, semejando diminutos barcos negros, los pescadores mbiguás.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 25 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Abrazo de Marculina

Javier de Viana


Cuento


En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.

A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.

El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.

Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:

—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...

—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.

—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...

Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:

—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...

—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...

—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.

—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...

Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...

—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Miseria!

Javier de Viana


Cuento


Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, de lluvias sin tregua y de fríos intensos; noches intranquilas pasadas al abrigo de! techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pampeanas que amenazaban arrancarle y esparcirle, hecho añicos, por las llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.

Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de los aburridos y de los domados a lazo por la estación inclemente.

En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de la reja con las manos en las quijadas y la boca abierta.

Adentro, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. Nunca faltaban cuatro piernas para una partida y la botella de caña y el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la mañana hasta las dos o las tres de la madrugada.

Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de indispensable necesidad, en las raras ocasiones en que faltaba una pierna. A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por compañero; hallaban que era muy zonzo y que no sabía mentir: cuando tenía cartas, se las estaban adivinando por el lomo y cuando se hallaba ciego, era más conocido que la fonda del pueblo. Si por casualidad ligaba treinta y tres, nadie le daba una falta; y si se aventuraba a retrucar con el bastillo, era a la fija que lo estaba esperando la espadilla para ensartarlo en un vale cuatro. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como potrillo nacido en viernes santo.


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4 págs. / 7 minutos / 22 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Absurda Imprudencia

Javier de Viana


Cuento


Don Eufrodio Villamoros poseía una espléndida plantación de naranjos a espaldas de Bella Vista, la coqueta ciudad correntina recatada detrás de las altísimas barrancas que, en aquel paraje guarecen la ribera del Paraná.

A la entrada del naranjal se alzaba la población, sencillo y alegre edificio, sobre cuyos muros muy blancos y sobre cuyos muy rojos cabrillea el sol casi todas las horas de casi todos los días del año. Del lado del sud, tres cambanambís las defienden contra los vientos malos del invierno. Un valladar de duelas, totalmente cubiertas por las exhuberantes vegetaciones de las madreselvas y los rosales silvestres le forman una discreta cintura verde, siempre verde y florida siempre.

Sobre el patio, la casa tiene, como la mayor parte de las casas correntinas, un amplio corredor, fresca terraza desde donde, se divisa, hasta perdida de vista, el inmenso mar, verde e inmóvil de las plantaciones.

Don Eufrodio pasa allí, en unión de su esposa, Misia Micaela, y de su hija Ubaldina, la mayor parte del año; sobre todo, después que esta última hubo terminado sus estudios en la capital de la provincia.

La niña—que a la reinstalación de la familia en la casa solariega, contaba apenas quince años,—amaba apasionadamente aquella existencia, donde parecía reinar inquebrantable silencio, no obstante el contínuo clamoreo de las aves y el cantar sin más tregua que las sombras nocturnas, de los pájaros, que, entre cautivos y libres, sumaban míriadas. Silencio engañador y tan aparente como el aspecto de quietud y de inercia que ofrecía aquella activísima colmena.

Cada vez que, era indispensable—por razones particulares o de obligación social, hacer «un viaje» a la ciudad—veinticinco minutos de trote perezoso del viejo tronco tordillo,—Ubaldina lo hacía contrariada y se esforzaba en apresurar el regreso a la tibiedad perfumada de su nido.


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4 págs. / 7 minutos / 34 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Candelario

Javier de Viana


Cuento


Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:

—Vamo a galopiar.

—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...

Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:

—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...

Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.

Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.

Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.

Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...

Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».

La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.

Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.


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4 págs. / 7 minutos / 24 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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