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autor: Javier de Viana textos disponibles


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La Libertad del Cimarrón

Javier de Viana


Cuento


Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.

Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.

Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.

Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.

Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.

Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...

Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.

—¿Te jué bien, mi pajarito?

—Me jué lindo, mi chingola...

Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.

—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...


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2 págs. / 4 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mejor Historia

Javier de Viana


Cuento


Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.

Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imitan a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.

Mas en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.

Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar «garras», era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.

Fuerza es holgar, «pegarle al cimarrón» y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.

Cierto invierno se desencadenó uno de éstos—allá por el litoral uruguayo de Corrientes—tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahitos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta «descoyuntarse las quijadas», cuando don Ponciano propuso:

—Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.

—¡Linda idea!—apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:


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2 págs. / 4 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Seca

Javier de Viana


Cuento


Las atroces torturas de la sed convulsionaban al campo que, desaparecido el verde pelaje, mostraba la ignominia de su epidermis parda y por todas partes agrietada. Las vacas esqueléticas, cuyos ilíacos amenazaban agujerear el cuero, tenían pintada en sus grandes ojos buenos, la angustia del aniquilamiento. Los terneros, escuálidos, bamboleantes, imploraban con balidos lamentables, el sustento que no podían darle las ubres exhaustas. De trecho en trecho veíanse manchas negras formadas por grandes bandas de cuervos que se cebaban glotonamente en las osamentas de las reses muertas. El persistente viento Norte, abrumador y deletéreo, acrecentaba el tormento de la sequía... A intervalos nublábase el sol, encendiendo la esperanza de una lluvia reparadora; pero minutos después desaparecían los nubarrones, restaurando la inclemencia solar... Ya la desolación iba llegando al máximo, cuando en un atardecer de fuego, fue lentamente toldándose el cielo hasta producir una obscuridad de eclipse. También, con desesperante lentitud, fué cambiando el viento, y tanto los humanos como las bestias, enmudecieron para no “ahuyentar la tormenta”... Transcurrió más de una hora de indescriptible ansiedad... De súbito, una enorme daga de fuego rasgó de arriba abajo la negra capucha... Restalló furibundo un trueno; gruesas y espaciadas gotas cayeron sobre la tierra, cuya avidez dejó escapar un vaho capitoso. y segundos más tarde, una lluvia torrencial bañó la tierra, devolviendo la alegría y la esperanza a los campos, a las plantas, a las bestias y a los hombres.


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1 pág. / 1 minuto / 35 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Singular Aventura del Dr. Manzzi

Javier de Viana


Cuento


Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.

No era de esos el Dr. Atilio.

Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.

Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.

Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.

Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las miserias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.

¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...


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6 págs. / 11 minutos / 40 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 49 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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28 págs. / 49 minutos / 50 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Inservibles

Javier de Viana


Cuento


Alto, flaco, cargado de espaldas, la cara ancha, larga, color ocre, el labio inferior perezosamente caído, los grandes ojos pardos llenos de inteligencia, solitario y silencioso de costumbre, sin duda porque sus frases eran ideas, y desdeñaba echarlas—margaritas a los puerco—a la multitud ignara a que hallábase mezclado, constituía uno de los tantos exóticos, pieza sin objeto, elemento inútil, en aquella efervescencia pasional colectiva, donde ni su corazón ni su cerebro conseguían armonizar.

En un atardecer hermoso llegóse a mi carpa y mesándose los largos cabellos lacios con sus dedos afilados, en un gesto habitual, me preguntó con su voz extraña, que tenía un timbre varonil aterciopelado por un yo no sé qué de femenino:

—Hermano, ¿no te han traído pulpa?

—No, respondí; sé que carnearon y he visto varios fogones donde los asados se chamuscan, pero para nosotros...

—¡Nosotros somos los maporras!—interrumpió con una sonrisa amarga;—tenemos derecho a comer lo que sobra, como los perros!...

Y sentándose en el suelo, sobre el pasto, agregó:

—Alcanzame un amargo: para regenerar el país hay que alimentarse de alguna manera, aun cuando más no sea con agua sucia...

Tosió. Volvió a sacudir con sus finos dedos de tuberculoso la negra melena y dijo con agria ironía:

—De esta vez lo regeneramos. La indiada se pone panzona y puede quedarse quieta un año; después del año, si hay vacas gordas...

En ese momento se presentó el doctor X., médico ilustre, patriota insigne, descollante, personalidad del partido.

—¿Tiene carne?—preguntó.

—No, ¿y ustedes?

—Tampoco. Parece que nosotros no tenemos derecho a comer.

—¡Para lo que servimos!—replicó con su amarga sonrisa el hombre alto, flaco, cargado de espaldas.


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2 págs. / 3 minutos / 91 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Macachines

Javier de Viana


Cuentos, colección


MACACHÍN. — OXÁLIS PLATENSIS.

Oxalidáceas. — Pequeña planta silvestre de flores rosadas y amarillas y tubérculos comestibles.

Soledad

Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una arruga de la tierra. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el agua turbia, salobre, recalentada por el sol.

A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin, donde amarilleaban las masiegas de paja brava y cola de zorro, y que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y desolada y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin cesar.

A la izquierda, formando como costurón rugoso de un gris opaco, el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva irregular salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas parecen hendidas por un tajo de bruto, ha crecido un canelón que tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a cabeza despeinada y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las rocas donde está enclavado.

Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía construida para servir de albergue a la miseria; pero a una miseria altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más allá, los lastrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba al ardoroso sol de enero la vergüenza de su desolada aridez. Y en todas partes, a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uniforme, se notaba idéntica expresión de infinita y abrumadora soledad.


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132 págs. / 3 horas, 51 minutos / 74 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

¡Miseria!

Javier de Viana


Cuento


Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, de lluvias sin tregua y de fríos intensos; noches intranquilas pasadas al abrigo de! techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pampeanas que amenazaban arrancarle y esparcirle, hecho añicos, por las llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.

Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de los aburridos y de los domados a lazo por la estación inclemente.

En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de la reja con las manos en las quijadas y la boca abierta.

Adentro, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. Nunca faltaban cuatro piernas para una partida y la botella de caña y el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la mañana hasta las dos o las tres de la madrugada.

Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de indispensable necesidad, en las raras ocasiones en que faltaba una pierna. A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por compañero; hallaban que era muy zonzo y que no sabía mentir: cuando tenía cartas, se las estaban adivinando por el lomo y cuando se hallaba ciego, era más conocido que la fonda del pueblo. Si por casualidad ligaba treinta y tres, nadie le daba una falta; y si se aventuraba a retrucar con el bastillo, era a la fija que lo estaba esperando la espadilla para ensartarlo en un vale cuatro. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como potrillo nacido en viernes santo.


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4 págs. / 7 minutos / 22 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Pa Ser Hay que Ser

Javier de Viana


Cuento


Se acercaba el invierno, y Próspero Mendieta, que llevaba ya muy cargada la maleta de los años, púsose a imaginar en qué estancia confortable encontraría apacible asilo su pereza innata.

No presentaba fácil solución el problema. La mayor parte de los establecimientos de la comarca, actualmente propiedad de gringos o agringaos, ya no ofrecían a los gauchos vagabundos la tradicional hospitalidad de antaño.

Entre las pocas estancias de corte y usanza antiguas que subsistían, estaba la de Yerbalito; pero su propietario, João Maneco Leivas de Figueredo, era un viejo brasileño famoso en todo el pago por su egoísmo y su tacañería sin ejemplo.

Sin embargo, fué por el que se decidió Próspero Mendieta. Hombre de recursos —como que de ellos había vivido toda su vida, obligado por su natural aversión al trabajo,— había combinado un plan digno del adversario que proponíase atacar. Una vez más dispúsose a sacarle jugo a su fama de gaucho bravo, peleador sin asco, de esos que «ande quiera bolean la pierna y la corren con el que enfrenen, porque no tienen el cuero pa negocio ni el puñal pa cortar tientos.»

Seguro del éxito de su plan, aceptó tranquilamente, el nada cordial recibimiento, pues tras un seco «bájese», lo hicieron pasar al galpón, excusando la habitual frase de cortesía paisana:

—¿No gusta desensillar?

Los diez o doce peones —en su mayoría negros y mulatos— que rodeaban el fogón, acogieron con mal semblante al forastero que iba a restarles una parte de la nunca abundante merienda.

Pero él apenas probó la pejoada de charque rancio y porotos apolillados. Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a responder brevemente a las escasas palabras que se le dirigieron durante el almuerzo. Al final, como el capataz lo interrogara:

—¿Va de paso?

—No —respondió con cierto aire de misterio— Vine hast’acá no más.


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3 págs. / 5 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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