La Azotea de Manduca
Javier de Viana
Cuento
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 47 visitas.
Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Mostrando 51 a 60 de 306 textos encontrados.
autor: Javier de Viana textos disponibles
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 47 visitas.
Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Es el Pipirí un arroyuelo insignificante, plácido, casi lampiño y que da la impresión de un joven exangüe, agobiado por un mal constitucional incurable.
Sobre el llano, de muy leve declive, las aguas blanquísimas parecen inertes, tan grande es la pereza con que van marchando hacia la confluencia. Se diría que expresamente dilatan el término inevitable de su apacible andar, horrorizadas con la perspectiva de mezclarse a las masas briosas del gran río, que, en impetuoso galope van a choca con las duras aguas marinas.
En sus márgenes, vénse, de trecho en trecho, raros bosquecillos de sauce, que acrecientan la melancólica fisonomía del paisaje.
A un centenar de varas del arroyo, hay una casita de muros muy blancos y de techos de teja ensombrecida por la acción del tiempo.
Al frente se yergue, como celoso guardián, un opulento paraíso; y tras un modesto jardincillo, se extiende la huerta, con escasos árboles frutales, viejos también, casi improductivos. Una lujuriosa madreselva, de ramas gruesas, negras, nudosas, se eleva, retorciéndose hasta el alero de la techumbre y se desparrama por la fachada, prediéndose a los barrotes de las rejas de las ventanas.
Un gran silencio reina de continuo en aquella casa, que parece estar en duelo o habitada por algún enfermo grave. Hasta el viejo perro canelo que dormita junto a la puerta principal, cumple sus deberes de guardián anunciando la aproximación de los forasteros con discreto y apagado ladrido...
En una tarde de otoño, cuyo cielo pálido aumentaba la melancolía del lugar, una joven paisana, extremadamente bella, sentada en un rústico banquito, al pie del paraíso, cosía.
Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 21 visitas.
Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Al despertar, Mardanio experimentó gran disgusto. El cuarto estaba obscuro; ni un rayo de luz colábase por las múltiples rendijas que obrecían el techo, las paredes, la puerta y la ventana de la rústica estancia. Pero había ser tarde, sin embargo. Probablemente el sol había emprendido marcha en medio de un cielo toldado aún, después de la furiosa lluvia nocturna: el sol es un mayoral experto y rígido, que no posterga la hora de salida cualesquiera sean las amenazas del tiempo.
Mardonio tenía conciencia de haber dormido mucho y avergonzábase de ello. En el transcurso de los quince años que llevaba desempeñando la mayordomía de la Estancia, jamás nadie se había levantado antes que él y cuando aparecían en el galpón los más madrugadores, siempre encontraban encendido el fuego, caliente el agua y ya enflaquecida la cebadura del cimarrón.
Se había dormido; era una vergüenza que lesionaba su prestigio de hombre capaz de los más grandes sacrificios con tal de que no pudieran tarjarle una sola falta en el cumplimiento de sus deberes.
Levantóse, se vistió someramente y abrió la pequeña ventana. Contra su presunción, el cielo estaba sin nubes y en la lejanía del horizonte una fina ceja roja anunciaba el nacimiento del día.
Salió. El galpón estaba desierto, frías las cenizas, apagado el trashoguero de espinillo. Silencio completo en las casas. Todos, hasta los perros dormían aún.
Recién entonces Mardonio respiró a gusto; y en tanto encendía el fuego y preparaba el mate, con la metódica prolijidad que empleaba en todos los actos, iba recapitulando los extraordinarios acontecimientos de la víspera.
¿Eran realidades, o simple ensoñación engendrada por la atmósfera de tormenta y el prolongado verberar del agua y del viento durante aquellos ocho días de furioso temporal?...
Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 43 visitas.
Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Apenas el bravo y barullento decauville ha trotado una quincena de cuadras, saliendo de Resistencia, ya la selva empieza a venirse encima, angostando el embudo hasta no dejar libre nada más que la estrecha senda sobre la cual se tienden los rieles de minúsculo ferrocarril.
Sin embargo, de pronto se abre un enorme pórtico y la mirada se zambulle en un vallecito circular, alegremente verde guardado por formidable muralla viva.
Casi en el fondo de ese vallecito—la Vicentina—pegados al bosque, se ven blanquear unos edificios que, a la distancia, y por contraposición con la altura gigantesca de los quebrachos, urundays, lapachos y guayacanes, se les confundiría con un grupito de ovejas, o con un montón de piedras... si hubiera piedras en el Chaco.
En aquellos edificios estaba instalado un colegio, uno de los más importantes colegios del territorio, por cuanto asistían a él los niños del alto personal de las fábricas de tanino, de azúcar y de aceite de tártaro.
Entre esa falange selecta, desentonaba Juan Pedro, un toba—el único en la escuela—a quien la maestra prestaba la mayor simpatía por su carácter humilde y por su fina inteligencia.
Juan Pedro tenía quince años, aún cuando representara escasamente doce. Ultima rama de una raza consumida por la avaricia inhumana de sus explotadores, era flacucho, endeble, bien que la ancha caja torácica evidenciara un sólido armazón óseo.
La cara, redonda, achatada, la piel áspera, bastante bruna, tenía en su favor la boca que expresaba gracia bondadosa, y los ojos, grandes, de una negrura y de un brillo extraordinarios, pero de un brillo suave, melancólico, casi femenino, expresión de una tristeza muy honda y de una esperanza infinita.
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 26 visitas.
Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
A Víctor Pérez Petit.
En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías,
el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.
Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».
Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.
En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.
—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!
Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».
Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.
Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.
Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.
—¿Y no hay peligro de perderse?
—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.
—Gracias, amigo. Hasta la vista.
—De nada, amigo. Adiosito.
Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.
Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.
Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.
Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.
Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 36 visitas.
Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Es en la madrugada. La niebla cubre el campo y hace un frío terrible, un frío contra el cual nada pueden las grandes brasas de coronilla que rojean en el fogón.
Hay orden de pasar rodeo para un aparte; desde hace más de una hora los peones tienen ensillados los caballos, prendidos los lazos a los tientos y bien apretada la cincha, como para correr sin miedo en las cuestas arriba y en las cuestas abajo, sin peligro de que, echada a la verija, los redomones se desensillen solos corcoveando.
Empero, fuerza es esperar a que se levante la helada de un todo y se trague el sol la neblina.
Han churrasqueado, tienen ya verdes las tripas de tanto cimarronear, y, bostezando y restregándose las manos, se aburren en la rueda del fogón.
Camilo dijo de pronto:
—Hace más de media hora que don Cantalicio no abre la jeta ni pa largar un resuello... ¿Se le ha yelao la lengua, viejo?
Don Cantalicio hizo un esfuerzo para desprender el pucho que se le había pegado a los labios y respondió, pausada, perezosa, cansadamente:
—No es pa menos, che... Parece que con la crisis, hasta Tata Dios se ha güelto agarrao...
—¡D'endeveras!... Ya ni agua gasta: van como pa tres meses que no llueve...
—Verdá, los campos se están quejando.
—Y los pulperos estrilan y han aumentado el precio'el vino y la caña.
—¡Pero, en cambio, tuitas las noches cain unas heladas como pa poncho'e dijunto!
—Y la otro día nos dan un piacito'e sol que alumbra menos que vela'e baño.
—A gatas si redite l'escarcha.
—Y no alcanza ni pa calentar los pieses.
—¡La leña está muy cara, che, y como el fogón del sol come mucho, Tata Dios economiza!...
—Güeno,—habló Camilo, dirigiéndose a don Cantalicio;—pa medio desentumirnos, cuentenós el cuento del perro overo que nos ofreció la vez pasada.
—El perro overo... lo llamaban Iguana...
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 26 visitas.
Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Después de haber volcado sobre el suelo la fuente de latón con las sobras de comida, Valeria quedóse negligentemente recostada en el marco de la puerta del gallinero, observando la glotonería con que las aves se disputaban los trozos de carne y de legumbres, arrebatándoselos del pico turno a turno, con un egoísmo, una envidia y una imbecilidad dignos de humanos.
Y aún después de haberse dispersado las gallinas, terminada la merienda, la paisanita permaneció en el mismo sitio, cambiando sólo de actitud para mirar al cielo, en vez de la tierra.
Hallábase tan preocupada que Farías pudo acercarse hasta dos metros de ella sin ser advertido. Él también se inmovilizó observándola con embeleso.
¡Está linda, la gurisa!... ¡Linda y atrayente!
De escasa estatura, pero bien conformado, su cuerpo tenía el encanto de una robusta juventud. Los brazos torneados parecían querer reventar la tela endeble de la bata de zaraza; y el seno, quizá demasiado fuerte para su edad, amenazaba hacer saltar los botones en la expansión de cada sístole.
Las cejas muy negras y pobladas daban expresión enérgica al rostro redondeado, levemente trigueño, corrigiendo la suavidad de la mirada y el sensualismo denunciado por los gruesos labios y arregazada nariz.
—¿En qué santo está pensando la reinita del pago?—habló Farías.
Valeria volvió la cabeza sin demostrar sorpresa, pues estaba habituada a la tenaz persecución del mozo. Y sonrió respondiendo con desenvoltura:
—No estaba pensando en ninguno, pero si así fuera no sería en usté.
—¡Gracias por la franqueza!...
—Es elogio.
—No lo veo.
—Tendrá la vista turbia... ¿Quiere que haga un cocimiento 'e malvas?... ¿No sabe que llamarle a usté santo sería ofenderlo?
—Llámeme demonio, pero piense en mí.
—Yo miraba el cielo y en el cielo no hay demonios.
—¿Y qué miraba?
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.
Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Rueda de fogón.
Un fogón inmenso, como cuadra allí, donde el bosque de ñandubays se va insolentamente sobre «las casas».
Y el ñandubay, la leña noble, que arde sin humo y hace brasas como hierro de fragua, que iluminan el galpón con luces purpúreas, vence el frío y la obscuridad que reinan fuera, en el campo abofeteado por lluvia torrencial.
Es poco más de mediodía.
Cuanto más; la hora aproximada es imposible saberlo, pues que el sol, reloj preciso y único, está invisible.
Por otra parte, como no hay nada que hacer, fuera del gozo de mirar la lluvia bajo abrigado techo, nada interesa la medida del tiempo.
Circula sin tregua el cimarrón; el humo de los cigarrillos forma una corona de ascendentes espirales azules, y en el sitio de honor, repantigado en una silla de vaqueta que humilla a los bancos de ceibo, el viejo Aldao, el sabio agreste que, como el Daniel de la Biblia, sabe soltar dudas y desatar preguntas, explica marcas; indica el yuyo con que se cura la «culebrilla» y el amuleto contra el dolor de muelas; explica el modo de «componer» un naipe y «cargar una taba» sin que el más ladino advierta el engaño; y luego, a pedido general cuenta un cuento.
—«Les vi'a contar—comenzó,—cómo el ñato Lucas Piedra le ganó una carrera al Diablo.
«Ustedes, que son unos charavones, no conocieron a Lucas Piedra, que supo ser el pierna más pierna en este pago, ande quien no era rayo era centella y el más zonzo rejucilo.
«Lucas Piedra era carrerista de profesión, y si alguna vez le ganaban una carrera, no había peligro de que perdiese. Pa jugar, a cualquier juego era más sucio que bajera'e negro y con más letra menuda que un precurador de campaña, y cuando vía qu'iba a perderla la jugada a los tajos, y como era baquiano pa la daga y como luz pal cuerpeo y de güen coraje, le costaba poco estropiar un cristiano o hacer un dijunto.
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 79 visitas.
Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.
De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.
A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...
El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.
El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:
—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!
Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:
Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 56 visitas.
Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.