Textos peor valorados de Javier de Viana disponibles | pág. 21

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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Abrojos

Javier de Viana


Cuentos, colección


El abrojo

Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:


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Dominio público
95 págs. / 2 horas, 47 minutos / 135 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Vida

Javier de Viana


Cuento


En la sociedad campesina, allí donde los derechos y los deberes están rígidamente codificados por las leyes consuetudinarias, para aquellas conciencias que viven, en íntimo y eterno contacto con la naturaleza; para aquellas almas que encuentran perfectamente lógicos, vulgares y comunes los fenómenos constantes de la vida, y que no tienen la insensatez de rebelarse contra ellos, consideran como un placer, pero sin entusiasmos, la llegada de un nuevo vastago.

Que el árbol eche una nueva rama mientras conserva la potencialidad de su savia, es un deber idéntico al de cada vientre femenino, que salvo causas extraordinarias debe procrear siempre.

Tener un hijo, dar la vida a un nuevo ser no constituye un orgullo sino la satisfacción del deber cumplido; del primer deber de todas las especies animales y vegetales de rendir tributo a la ley mesiánica: creced y multiplicaos.

Por eso en el ambiente campero, el advenimiento de un nuevo vástago no tiene las extraordinarias agitaciones, la exteriorización bulliciosa de la mayor parte de los hogares urbanos, que cifran el hecho como un orgullo, más que como un deber y un sentimiento.

¡Insensibilidad!

¡Atrofia sentimental!

No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello significa una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas existencias que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuoso cuidado y las angustias que les proporciona el recién venido.

No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de sacrificio, mas en el sentido egoísta y mezquino del poseedor de una joya que guarda para su deleite personal.

Es la obligada cooperación del individuo en el dolor común, que todos debemos pagar a la humanidad para tener el derecho a vivir.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 23 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Familia

Javier de Viana


Cuento


Era muy grande la Estancia Azul.

Eran suertes y suertes de campo, cuyos límites nadie conocía con precisión, y nadie, ni los dueños ni los linderos se preocuparon nunca de precisarlos.

Numerosos arroyos y cañadas de mayor o menor importancia, y de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, en todo sentido.

Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los valles arropados con sus verdes mantos de trébol y gramilla; y para dar mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas, por aquí, por allá, divisábanse, en manchas obscuras, las pústulas de los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.

La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distancia de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima parcela, del dominio de sus dueños primitivos.

Cinco generaciones de Villarreales se habían sucedido sin interrupción y sin fraccionamientos del campo. Los procuradores, los agrimensores y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de las hijuelas.

Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros convivían en la azotea Azul. El mayor ejercía, de pleno derecho, la administración del establecimiento. En los casos de suma importancia había cónclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido; y ella era el árbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.

El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban, por lo general, el nido paterno. Elegía el sitio donde deseaba poblar, y en acuerdo común se designaban los límites de la fracción de campo que le correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin papel sellado, sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho era firma indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Respeto

Javier de Viana


Cuento


Es verano.

Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuertes.

No hay pestes en las haciendas, y faltas de presas fáciles y del gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, experimentan la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por la vida ajena.

Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son compasivas cuando están ahitas.

Se entropillan los lobos y se mancomunan los hombres para devorar una pieza que no se atreven a atacar individualmente, y se reparten el botín con fingida fraternidad.

Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombres olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más débil sin ningún género de misericordia...

Es verano.

Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y los canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar las sedes de los ganados y permitir la supervivencia de los peces, los carpinchos y las nutrias.

En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.

Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuando las calamidades castigan la tierra...

En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.

El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.

A cincuenta, metros de distancia, una banda de caranchos, acecha, observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.

Están silenciosos los caranchos.

No insultan ni denigran al enemigo que se han propuesto ultimar.

Después de la batalla, si salen triunfadores en aquella suprema lucha por la vida, en que no hay más remedio que matar para no morir, podrán jactarse de la victoria.

Los hombres, en general, primero insultan, después matan y dan los insultos como justificativos del crimen.

Los caranchos no obran así.

Los gauchos tampoco.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 26 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Nupcial

Javier de Viana


Cuento


La prolongada sequía estival convirtió en polvo las pasturas de los serranos campos del norte.

Los cañadones mostraban áridas y ardientes, como la piel del desierto, las doradas arenas de sus lechos.

Los arroyos quedaron reducidos a exiguas lagunetas, aisladas unas de otras por los médanos de los altos fondos.

Los grandes ríos, exhaustos, acostumbrados a decir imperativamente al viajador: ¡por aquí nadie pasa!... semejábanse en su magrura a gigantes éticos, y debían sufrir viendo cribada de portillos su imponente muralla líquida.

El aire caldeado, cargado con las emanaciones de los millares de osamentas de vacunos, era casi irrespirable.

Ni un clavel, ni un malvón, ni un toronjil resistieron a la aridez feroz. Cayeron achicharradas las hojas de los cedrones, y se consumieron sin madurar las rojas frutas de los ñangapirés.

Los hacendados más pudientes resolvieron trashumar sus haciendas, —los animales que aún caminaban,— en busca de las tierras del sud, más fértiles, menos castigadas por la sequía.


* * *


Una tarde, después de angustiosa recorrida del campo, Maneco de Souza penetró en el galpón y encarándose con Yuca Fleitas, el hijo de su viejo mayordomo y su peón de más confianza, le dijo:

—Esto es el acabóse. Ya la gente no alcanza ni pa cueriar la animalada que muere... ¿Te animás a marchar pal sur con una tropa de tres mil novillos?. ..

—Yo me animo a tuito lo que me mande, patrón.

—Hay que dir más de cincuenta leguas p'abajo.

—Iré.

—Con seguridá que vas a dir dejando el tendal de novillos pu’el camino.

—Anque me quede uno solo he llegar al destino, con la ayuda de Dios...

—Güeno; mañana, al clariar el día, paramos rodeo y apartamo lo mejorcito, y lo que llegue que llegue, y que lo que ha de llevar el diablo, que cargue cuantiantes con él!...


* * *


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1 pág. / 3 minutos / 18 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Amiguitos

Javier de Viana


Cuento


Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”, Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:

—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.

Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.

—¿Vos sos Candelaria?

—¿Y vos Saturno?

Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.

Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como una hoz.

—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.

Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.

Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal tendía sobre el campo una noche prematura.

En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una viejecita que temblaba de frío.

—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.

—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...

Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:

—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...

El forastero interrogó tímidamente:

—¿No... se casó?...


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Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Santo de “La Vieja”

Javier de Viana


Cuento


Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.

Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.

Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.

En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.

Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.

Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.

El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...


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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Altivez

Javier de Viana


Cuento


Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.

Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...

O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.

Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.

Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.

Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.

Respondió el indigno:

—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.

—Es un caso de necesidá...

—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...

Olivera rechazó la oferta indignado...

Transcurrieron varios años.


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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Sobre el Recado

Javier de Viana


Cuento


Imposible es concebir al rudo domador del desierto sin el complemento de su apero.

El civilizador primitivo, el obrero heroico que desafiando todos los peligros y soportando todas las fatigas pobló las hoscas soledades, echó los cimientos de la industria madre, conquistó la independencia e impuso la libertad, vivió siempre sobre el recado, pasó toda su vida sobre el recado.

Desde el amanecer hasta el toldar de la noche, el épico pastor de músculos de acero y voluntad de sílice, bregaba infatigable enhorquetado en su pingo, y el apero era a un tiempo silla y herramienta y arma defensiva.

En el transcurso del medio, siglo de la gesta, los lazos y las boleadoras del abuelo gaucho contribuyeron con mucha mayor eficacia, al fundamento de la riqueza pública y de la integración nacional, que los latines y las ampulosidades retóricas de los “lomos negros” ciudadanos.

El apero es la expresión perfecta de la multiplicidad de necesidades a que estuvo sometido el individualismo victorioso de nuestro gaucho.

Cada prenda merece un himno, porque cada una de ellas desempeña un cometido.

Desde la humilde “bajera” hasta el orgulloso “cojinillo”, desde el “fiador” a la “encimera”, bozal, cabresto, maneador y manea, todo constituye algo semejante a un taller, donde ninguna pieza es inútil, donde a cada una le corresponde un cometido, y en ocasiones, múltiples.

Durante casi todo el día y todos los días, el gaucho permanece sobre el recado. Sobre él trabaja, sobre él pelea y sobre él va en busca de los reducidos placeres que le ofrece su vida de luchador sin treguas.

Y cuando llega la noche, la silla, la herramienta, el arma, se convierten en lecho.


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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Hospitalidad

Javier de Viana


Cuento


La estancia quedaba muy a trasmano, casi en el fondo de la horqueta formada por el caudaloso Ibiracoy y su feudatario el Pintado. El único camino que cruzaba el dominio hacíalo a cerca de dos leguas de “las casas”, y por tales circunstancias eran contados los forasteros que llegasen a ellas.

El arribo de alguno, —anunciado con larga anticipación por las “toreadas” de la guardia perruna,— producía, si no alarma, recelo en la población de aquel descampado...

En lluvioso atardecer de julio comenzó a ladrar desaforadamente la jauría; y el patrón —quien, en rueda con el capataz y los peones, aprestábase a pegar el primer tajo en el dorado costillar,— prestó oído y dijo:

—Viene gente.

—Parecen varios —observó el capataz.

—No; es uno sólo. El chapaliar del campo empapado engaña.

Empero, no obstante la respetable opinión del patrón, todos se cercioraron de que llevaban las armas al cinto...

—¡Ave María Purísima!...

—Sin pecado concebida... Abajesé.

Desmonta el forastero. Tiende la mano a todos e interroga:

—Si me permite hacer noche... vengo de lejos y con el caballo pesadón...

—Desensille no más, y ate a soga pa la zurda’e las casas, que hay güen pasto...

Retorna el viajero; echa el apero en un ángulo del galpón, se quita el poncho, que chorrea agua, lo extiende sobre una pila de cueros vacunos y se acerca a la rueda, al calor del hogar.

Es un hombre como de cuarenta años. Su rostro, que expresa en alto grado la energía criolla, está intensamente pálido. Ancha venda cubre la frente y el ojo derecho. La venda está manchada de sangre, denunciando una cuchillada reciente...

Se cena. Luego circula el amargo. Se habla.

—Ha llovido mucho... Los arroyos deben venir creciendo juerte...


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1 pág. / 2 minutos / 22 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

1920212223