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autor: Javier de Viana textos disponibles


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Los Misioneros

Javier de Viana


Cuento


Punteaba el día cuando el teniente Hormigón montó a caballo y abandonó el festín, en cumplimiento de la orden recibida.

Iban, a la cabeza, él y Caracú, el sargento Caracú, correntino veterano, indio fiero, agalludo, más temido que la lepra, el «lagarto», la raya y la palometa juntos—haciendo caso omiso de los tigres, de los chanchos y de los mosquitos,—que son los bichos más temibles del Chaco.

Además, Caracú era un baqueano insuperable. Conocía la selva casi tan bien como los tobas y los chiriguanos, porque la había recorrido en casi todos sus recovecos unas veces persiguiendo a los indios, en su carácter de policía, y otras veces persiguiendo a las policías en su papel accidental de «rerubichá» toba o chiriguano.

Después de todo, buen gaucho. Caracú; guapo y alegre, ligero para el cuchillo, para el trago y para «la uña» y ni aun lo de «la uña» era ofensivo, en el medio.

Durante la primera media hora de tramo mulero, el teniente Hormigón se mantuvo dignamente silencioso, guardando la orgullosa altivez que corresponde a un oficial de «caballería». Pero pasada aquella, la juventud triunfó y no pudo resistir al deseo de entablar conversación con su subalterno. Al penetrar un rizado amplio que formaba una estanzuela bastante bien poblada, preguntó:

—¿De quién es este campo?

—De quién es aura no sé, señor,—respondió maliciosamente el sargento:—Un tiempo fué del guaicurú Añabe, que se lo robó al gallego Rodríguez; y dispués jué del comisario Pintos, que se lo robó al indio Añabe; y cuando Pintos dejó de ser comisario, se lo robaron los alemanes del obraje grande... Aura no sé quién lo habrá robao, aura...


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2 págs. / 5 minutos / 50 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Singular Aventura del Dr. Manzzi

Javier de Viana


Cuento


Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.

No era de esos el Dr. Atilio.

Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.

Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.

Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.

Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las miserias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.

¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...


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6 págs. / 11 minutos / 44 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Con la Cruz en la Punta

Javier de Viana


Cuento


Era alto, fuerte, flaco, y feo. La cabeza chica, la cara grande. La frente tan estrecha que no había sitio para correr una carrera de tres ideas juntas. Los ojos de un aterciopelado color de piel de lodo de río, expresaban bondad, mansedumbre; lo mismo que la nariz sólida, gruesa, aguileña, con dos aberturas amplias que aseguraban una perfecta ventilación pulmonar.

Pero, por debajo, de la nariz se abría, en tajo sombrío, una boca que era una verdadera boca de abismo, unos labios graníticos, fríos, rígidos, que se alivianaban cansados de suspirar e incapaces de vibrar en otras articulaciones sonoras que las expresivas de sátira o injuria.

A las mujeres malas se les secan los senos; a los hombres infelices se les acecinan los labios; razonable correlación psicofisiológica.

Esto daría motivo para una larga disertación filosófica; pero volvamos a Hermann, el hombre grande, fuerte y feo de que íbamos ocupándonos.

Hermann, cuya verdadera nacionalidad—y cuyo verdadero nombre—nadie conocía, podría tener treinta años. Fué peón de chacra, peón de estancia, puestero más tarde, dedicándose a la cría de cerdos y de aves y a las pequeñas industrias derivadas.

Le fué mal.

Creyendo que la adversa suerte provenía de la falta de una mujer,—aparato regulador—se casó con una criolla que le dijo: «Quiero» cuando él decía «Envido».

Y le fué mucho peor, todavía.

En poco tiempo desaparecieron los animalitos, los útiles de labranza. Después desapareció la chacra y casi en seguida la mujer, cuyo cariño,—si alguna vez lo tuvo—se había ido mucho antes.

Desde entonces Hermann se despreocupó del mañana y no pensó más en hacer casa ni en plantar árboles, esas cosas destinadas a sobrevivirnos; sobrevenirnos con y para el hijo que tenemos o esperamos tener.

—Yo no estuvo buenos a piliar felicidad—decía.


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3 págs. / 5 minutos / 43 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Gringos

Javier de Viana


Cuento


La estancia de los «Horcones», después de extenderse por varias leguas en el oeste de la provincia, se ha ido desparramando en otras varias leguas, por la pampa lindera.

Las primeras se debieron al esfuerzo consecutivo de tres generaciones de Salazar de Villarica. Don Martín el fundador, fué un vasco recio y animoso que se instaló en el entonces semidesierto, con un rebaño de ovejas y cuya energía logró triunfar en la lucha incesante con la indiada, con los malevos, con las policías, con los alcaldes y las calamidades menores de las sequias torturantes y de las inundaciones desvastadoras.

El segundo Salazar de Villarica, don Carlos, heredó de su padre un vasto y próspero establecimiento, que él agrandó y perfeccionó mediante un esfuerzo y una tenacidad dignas del heróico antecesor.

Contribuyó no poco a sus éxitos, Lino Colombo, robusto y activo mocetón genovés, que empezó por sembrar unas cuantas hortalizas y plantar una docena de frutales.

Y dos años después, ya no era una docena, sino una centena de durazneros, perales, manzanos, que formaba alegre festón al antes desnudo y triste caserón de la estancia.

La peonada gaucha miró al principio con adversión al innovador.

—Ahí viene el loco 'e los árboles—decía despreciativamente uno, al verlo regresar, siempre a pie, las herramientas al hombro, en mangas de camisa, la cabeza eternamente descubierta.

—Ahí está el dueño de la hacienda verde—mofaba otro, no pudiendo comprender que el campo pudiese ser ocupado en otra cosa que en la cría de vacas, caballos y ovejas.

Empero, como el gaucho es por naturaleza goloso, cuando llegó la producción, cuando pudieron hartarse de duraznos, de peras, de manzanas, de membrillos, cesaron las hostilidades, aunque no las puyas, hacia el «ganadero de la hacienda verde», a quien, por otra parte, don Carlos dispensaba la mayor confianza, alentándolo en sus plantaciones.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Qué Basilio Mató un Fraile

Javier de Viana


Cuento


Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.

Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.

Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.

El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.

La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:

«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.

«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Caza del Aguará

Javier de Viana


Cuento


Después de haber volcado sobre el suelo la fuente de latón con las sobras de comida, Valeria quedóse negligentemente recostada en el marco de la puerta del gallinero, observando la glotonería con que las aves se disputaban los trozos de carne y de legumbres, arrebatándoselos del pico turno a turno, con un egoísmo, una envidia y una imbecilidad dignos de humanos.

Y aún después de haberse dispersado las gallinas, terminada la merienda, la paisanita permaneció en el mismo sitio, cambiando sólo de actitud para mirar al cielo, en vez de la tierra.

Hallábase tan preocupada que Farías pudo acercarse hasta dos metros de ella sin ser advertido. Él también se inmovilizó observándola con embeleso.

¡Está linda, la gurisa!... ¡Linda y atrayente!

De escasa estatura, pero bien conformado, su cuerpo tenía el encanto de una robusta juventud. Los brazos torneados parecían querer reventar la tela endeble de la bata de zaraza; y el seno, quizá demasiado fuerte para su edad, amenazaba hacer saltar los botones en la expansión de cada sístole.

Las cejas muy negras y pobladas daban expresión enérgica al rostro redondeado, levemente trigueño, corrigiendo la suavidad de la mirada y el sensualismo denunciado por los gruesos labios y arregazada nariz.

—¿En qué santo está pensando la reinita del pago?—habló Farías.

Valeria volvió la cabeza sin demostrar sorpresa, pues estaba habituada a la tenaz persecución del mozo. Y sonrió respondiendo con desenvoltura:

—No estaba pensando en ninguno, pero si así fuera no sería en usté.

—¡Gracias por la franqueza!...

—Es elogio.

—No lo veo.

—Tendrá la vista turbia... ¿Quiere que haga un cocimiento 'e malvas?... ¿No sabe que llamarle a usté santo sería ofenderlo?

—Llámeme demonio, pero piense en mí.

—Yo miraba el cielo y en el cielo no hay demonios.

—¿Y qué miraba?


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2 págs. / 4 minutos / 34 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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