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La Tísica

Javier de Viana


Cuento


Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.

Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.

A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.

Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.

Para todos era «La Tísica».

Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.

Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 319 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

¡Dame Tiempo, Hermano!

Javier de Viana


Cuento


A Francisco de Viana.


Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.

En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.

Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.

¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.

Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.

Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.

Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.

Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

31 de Marzo

Javier de Viana


Cuento


I

En la mañana del 31 de Marzo de 1886, la infantería revolucionaria hizo alto junto á un arroyuelo de caudal escaso y márgenes desarboladas. El ejército había pernoctado el 28 en Guaviyú, vivaqueando allí mismo el 29, y en la tarde había emprendido la marcha, rumbo al Nordeste, sobre un flanco de la cuchilla del Queguay, evitando los numerosos afluentes del río de este nombre. No fué posible conseguir más que un limitado número de caballos, y las infanterías debieron hacer la jornada á pie. ¡Dura jornada!

Dos días y dos noches anduvo la pesada caravana arrastrándose por terrenos incultos cubiertos de rosetas y por abandonadas carreteras en cuyo pavimento la llanta de los vehículos pesados y la pesuña de los vacunos trashumados habían dejado, en la tierra blanda, profundas huellas que los soles subsiguientes convirtieron en duros picachos.

Los soldados, en su mayor parte, iban descalzos; y aquellos pobres pies delicados de jóvenes montevideanos sufrían horriblemente al aplastar los terrones, ó sangraban, desgarrada la fina epidermis por las aguzadas puntas de las rosetas.

No se había comido, no se había dormido, no se habían hecho en el trayecto sino pequeños altos —cinco ó diez minutos de reposo en cada hora de marcha—; y aquellos músculos, demasiado débiles para soportar tanta fatiga, comenzaron á ceder como muelles gastados.

Durante el último día, las carretas que conducían municiones y pertrechos debieron alzar varios soldados que se habían desplomado, abatidos, rendidos por el cansancio, indiferentes á las amenazas, á los insultos y hasta á los golpes, como bestias transidas que caen y no van más allá, insensibles al acicate, rebeldes al castigo.


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Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 141 visitas.

Publicado el 29 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 87 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Campo

Javier de Viana


Cuentos, colección


Última campaña

I

—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.

—¿Y no hay peligro de perderse?

—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—De nada, amigo. Adiosito.

Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.

Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.

Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.

Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.


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Dominio público
164 págs. / 4 horas, 47 minutos / 69 visitas.

Publicado el 11 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 58 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 233 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Mientras Llueve

Javier de Viana


Cuento


Rueda de fogón.

Un fogón inmenso, como cuadra allí, donde el bosque de ñandubays se va insolentamente sobre «las casas».

Y el ñandubay, la leña noble, que arde sin humo y hace brasas como hierro de fragua, que iluminan el galpón con luces purpúreas, vence el frío y la obscuridad que reinan fuera, en el campo abofeteado por lluvia torrencial.

Es poco más de mediodía.

Cuanto más; la hora aproximada es imposible saberlo, pues que el sol, reloj preciso y único, está invisible.

Por otra parte, como no hay nada que hacer, fuera del gozo de mirar la lluvia bajo abrigado techo, nada interesa la medida del tiempo.

Circula sin tregua el cimarrón; el humo de los cigarrillos forma una corona de ascendentes espirales azules, y en el sitio de honor, repantigado en una silla de vaqueta que humilla a los bancos de ceibo, el viejo Aldao, el sabio agreste que, como el Daniel de la Biblia, sabe soltar dudas y desatar preguntas, explica marcas; indica el yuyo con que se cura la «culebrilla» y el amuleto contra el dolor de muelas; explica el modo de «componer» un naipe y «cargar una taba» sin que el más ladino advierta el engaño; y luego, a pedido general cuenta un cuento.

—«Les vi'a contar—comenzó,—cómo el ñato Lucas Piedra le ganó una carrera al Diablo.

«Ustedes, que son unos charavones, no conocieron a Lucas Piedra, que supo ser el pierna más pierna en este pago, ande quien no era rayo era centella y el más zonzo rejucilo.

«Lucas Piedra era carrerista de profesión, y si alguna vez le ganaban una carrera, no había peligro de que perdiese. Pa jugar, a cualquier juego era más sucio que bajera'e negro y con más letra menuda que un precurador de campaña, y cuando vía qu'iba a perderla la jugada a los tajos, y como era baquiano pa la daga y como luz pal cuerpeo y de güen coraje, le costaba poco estropiar un cristiano o hacer un dijunto.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 77 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Los Amores de Bentos Sagrera

Javier de Viana


Cuento


Cuando Bentos Sagrera oyó ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién se acercaba y tomar prontamente providencia.

Era la tarde, estaba oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien á esas horas y con ese tiempo llegara á la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar; cosa que Bentos Sagrera no permitía sino á determinadas personas de su íntima relación. Por eso se apuraba, á fin de llegar á los galpones antes de que el forastero hubiera aflojado la cincha á su caballo, disponiéndose á desensillar. Su estancia no era pesada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se fuera y buscase fonda, ó durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados harapientos que solían caer por allí demandando albergue!

En muchas ocasiones habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era de sus cueros que habían de salir los marcadores!—, permitían á algunos desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.

La estancia de Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que abundan en la frontera y que semejan cárceles ó fortalezas. Un largo edificio de paredes de piedra y techo de azotea; unos galpones, también de piedra, enfrente, y á los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba encerrado dentro de la muralla.


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Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 42 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Cómo se Hace un Caudillo

Javier de Viana


Cuento


Rajaba el sol.

Una pereza enorme invadía la comarca. Las florecitas, que al beso del rocío habían levantado alegremente las cabecitas multicolores, reposaban sobre el suelo, marchitas y tristes, sin brillo en las corolas, sin fuerza en los tallos.

Los pastos, amarillos, secos, daban la impresión de una fauces atormentadas por la sed.

Las haciendas, aplastadas por la canícula, permanecían quietas, incapaces de ningún esfuerzo, ni aun para pacer.

En el cielo, caldeado como un horno, no volaba un sólo pájaro.

En los lagunejos de las cañadas, las tarariras dormían flotando a flor de agua, sin hacer caso de las mojarritas, que semejando esquilas de plata, les saltaban por encima.

El techo de paja del gran edificio de la pulpería, parecía pronto a arder; parecía que estaba ardiendo ya, pues estaba ardiendo ya, pues brotaba de él un tenue vapor azul.

A su alrededor, los coposos eucaliptus dejaban pender, mustias, lánguidas, las ramas flageladas por el sol. Y entre las ramas, en el interior de los nidos enormes, se sofocaban, abierto el pico y esponjadas las plumas, los caranchos y las cotorras.

Eran más de las cuatro de la tarde, pero la temperatura se mantenía hirviente como a medio día. Una pereza colosal invadía el campo, y a esa hora, Regino era uno de los poquísimos hombres que trabajaban.

Con la cabeza cubierta por un gran chambergo sin forma, en mangas de camisa, unas bombachas de dril y los pies calzados con «tamangos», Regino iba siguiendo perezosamente el surco que, con no menor pereza, iban abriendo los dos bueyes barcinos, que atormentados por las moscas y los tábanos, avanzaban somnolientos, babeando, el hocico casi rozando el suelo.

Al concluir una melga, Regino se detuvo. Los bueyes agacharon aún más las cabezas en una actitud de suprema resignación.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 36 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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