Textos más populares esta semana de Javier de Viana disponibles | pág. 6

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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A los Tajos

Javier de Viana


Cuento


A Joaquín de Vedia.


—A la sota...—indicó Sebastián.

El tallador, manteniendo el naipe apretado sobre la mesa con la mano izquierda, desparramó con la derecha los billetes y la moneda que constituían la banca.

—Hay cincuenta pesos,—dijo; y luego, siempre en la misma actitud de las manos, levantó la vista, la fijó con insistencia en el mozo y preguntó con sorna:

—¿Cuánto?

—Copo,—respondió Sebastián con voz ronca.

Lucas, el tallador, sin cambiar de postura ni de tono, agregó:

—Poniendo... estaba una gansa.

Súbitamente enrojecido el rostro, centellantes los ojos, el mozo gritó:

—¿No tiene confianza en mí?..

Inmutable, Lucas, sin alterarse, ni hacer caso de la alteración de su contrario, explicó:

—En la carpeta sólo le tengo confianza á la plata.

El mozo se desprendió el tirador en que lucían cuatro onzas de oro y lo arrojó sobre la mesa preguntando:

—Alcanza pa cubrir la parada?... '

—Alcanza y sobra,—respondióle tranquilamente el tallador;—me doy güelta... Una sota contra un tres nunca se vido ganar.. Un seis... pa naides sirve... un cuatro... un dos revueno... Y siguen los pares, como güeyes... y un cinco... y van cáindo blancas... Aurita no más atropella el negrumen... ¡Y y’astuvo... ¡un rey!... no asustarse! ¡Otro cuatro!... ¿Quiere abrirse, compañero?...

—No soy mujer,—respondió airadamente el mozo; y el tallador, sonriendo con frialdad, replicó:

—Me gusta la gente corajuda... y con plata pa parder... ¡El tres! La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?...

—Pago.

—Va la carta... Una... Dos... y tres... un caballo pa naides, un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... un tres de oros, amigo.


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2 págs. / 4 minutos / 53 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Inocencia de Candelario

Javier de Viana


Cuento


Conducido a presencia del juez de instrucción, Candelario mostróse tranquilo, casi jovial, como quien está plenamente convencido de su inocencia y seguro de ser absuelto.

Con palabra fluida y sin menor titubeo respondió al interrogatorio:

—Que yo le tenia mucha rabia al finao, no lo niego... ¿pa qué lo viá negar?... Yo sé que no se debe hablar mal de un dijunto, pero la verdá hay que decirla, y Baldomero, como chancho, era chancho y medio...

—¡Guarde forma! —amonestó severamente el juez.

—¿Que guarde qué? ...

—¡Que hable con respeto!

—¡Ah! disculpe, señor juez ... Yo quería decir que era muy puerco. Pa cargar una taba era como mandado hacer, y agarrando el naipe, yo li asiguro, señor juez, que ni usté mesmo es capaz de armar un pastel tan bien como lo hacia el finao! ...

—¿Y usted cree que yo hago pasteles? —interrogó sonriendo el magistrado.

—Es un por decir...

—Bueno, siga explicando cómo lo asesinó a Baldomero Velázquez.

Candelario se puso de pie, y haciendo grandes aspavientos negó:

—¡Asesinarlo yo!... ¡Ave María Purísima!...

Yo nunca juí asesino, don juez... se lo juro por la memoria ’e mi padre, que Dios conserve en su gloria.

—¿En la gloria, su padre?

—¡Dejuramente!... ¡Si era un santo!

—¿Y por santo lo fusilaron?

—¡Una equivocación, don juez! ¡Una equivocación machaza... Es verdá que el finao tata mató una noche, mientras dormían, al patrón, a la patrona y a un muchachito mamón...

—¿Y lo hizo por santo?

—¡No, don juez!... Lo qui’ai es que el dijunto tata era sonámbulo, sabe, y aquella noche se levantó soñando que una banda ’e bandidos había asaltao la casa y corrió en defensa de los patrones.

—¡Y los mató!

—¡Equivocao, dejuro, por culpa el sonambulismo... ¡Pobrecito tata!...


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1 pág. / 3 minutos / 53 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

En el Arroyo

Javier de Viana


Cuento


El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.


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2 págs. / 4 minutos / 51 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Deshonesto

Javier de Viana


Cuento


Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.

Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.

En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.

Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.

En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.

Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.

Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral. No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.

Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.

Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:


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2 págs. / 4 minutos / 51 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

De Cuero Crudo

Javier de Viana


Cuento


Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina, intermitente garúa.

La peonada, sin trabajo, está reunida en el galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.

El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente el amargo.

En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos que morían al nacer porque no interesaban a nadie.

—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron de un balazo cuando la regolución del finao López Jordán y...

Uno interrumpió:

—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...

Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter baza:

—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez un poncho atrigao, medio parecido al que lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo ¿A que no saben con cuánto se apunta el gallego?... Se deja cáir con...

—¿Y a los otros qué se los importa, si no los vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.

Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un estilo en la guitarra.

La mujer que a mí me quiera Ha de ser con condición...

—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió Santurio,—ha de ser loca de remate.

—Ha de encontrarse cansada de andar con el freno en la mano sin encontrar un mancarrón qu'enfrenar...

—Vieja, flaca y desdentada...

—¡Y negra... noche l'espera!...

Juan José, impasible, continuó su canto:

A la china más bonita
del pago del Abrojal,
le puse ayer con mis labios
un amoroso bozal...

—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo maliciosamente el viejo Serafín.

Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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28 págs. / 49 minutos / 50 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Porquería

Javier de Viana


Cuento


Amigos, pero entrañablemente amigos, eran Lindolfo y Caraciolo; amigos de aquellos entre quienes carecen de valor las palabras tuyo y mío.

Si Lindolfo no encontraba su cinchón al ensillar, tomaba el de Caraciolo; si Caraciolo, en un apuro, hallaba más a mano el freno de Lindolfo, con él enfrenaba. Por eso andaban casi siempre con las «garras» misturadas.

Común de ambos eran los escasos bienes que poseían, siendo, como eran, humildes peones de estancia, y además, mocetones despreocupados y divertidos. Pero común de ambos era también el opulento caudal de sus corazones.

A pesar de esto llegaron a ser rivales. El caso ocurrrió del modo siguiente:

Con motivo de una hierra frutuosa el patrón regaló un potrillo a cada uno de los peones. Lindolfo eligió un pangaré; Caraciolo eligió un overo. Un año después ellos mismos domaron sus pingos, y para probarlos decidieron una carrera por un cordero «ensillado», es decir, el almuerzo: un cordero al asador, el pan, el vino y lo demás.

Corrieron y ganó el overo.

Lindolfo no se dió por satisfecho y concertaron otra prueba, tiro igual, plazo de un mes.

Volvió a perder el pangaré, pero tampoco quedó convencido su dueño.

—Me has ganao por la largada.

—¡Qué quiere, hermano! Cuando se corre un caballo hay que cerrar la boca y abrir los ojos. Aunque te advierto que no me vas a ganar ni haciendo vaca con el diablo.

—¿Querés jugarla pal otro domingo?

—¿Las mismas trecientas varas?

—Dejuro.

—Ta güeno.

Y al domingo siguiente corrieron con igual suerte. Esta vez Lindolfo quedó amoscado. No pudo, como antes, soportar impasible las burlas de su amigo. Este comprendió «que estaba demasiado caliente el horno y que había peligro de que se arrebatase el amasijo», y calló.


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Publicado el 31 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Cuento

Javier de Viana


Cuento


—Don Eulalio, cuente un cuento.

—¿Para qué?... Ya tuitos los que yo sé, los he contao. La bolsa está vacida.

—Invente. No es pa ofenderlo, pero siempre me ha parecido que la mitá de sus rilaciones son cosas que nunca jueron, porque por muchos años que lleve en las maletas y muchas cosas que haiga visto y óido, me parece a mí qu'en ninguna cabeza 'e cristiano se pueda apilar tanta historia.

—¿Te parece a vos?

—Me parece que la calavera es un corral chiquito en el que, ni apeñuscadas, caben tantas ovejas.

—¡Potranco mamón!... No te has dao cuenta de que la cabeza de una persona no es un corral, como vos decís, sino un potrero. Allí se crían, engordan y paren las ideas. Unas se van muriendo y se las sepulta: son los recuerdos, como quien dice los dijuntos. En los sesos pasa lo mesmo qu'en la tierra: arriba caben pocos, abajo no s'enllena nunca.

—Y los recuerdos retoñan.

—Como l'albaca...

—Arranque un gajo, viejo, pa perfumarnos esta noche qu'está más desabrida que asao de paleta...

—Ya dije: son cuentas del mesmo rosario.

—No importa: el rosario no aburre cuando tienen habilidá los dedos p'acortar los padrenuestros...

—Contaré entonces... Pueda ser qu'escarbando en la memoria encuentre un grano olvidao.

—¿Quiere un trago 'e giniebra pa facilitar el trabajo?

—Alcance. Siempre s'escarba mejor la tierra ricién mojada... ¡Es juerte esta giniebra!

—Marca Chancho.

—Como chancho se queda, dejuro, el que se zambulla hasta el fondo el porrón...

—Pero usté es nadador...

—¡Como nutria!... En una ocasión m'echaron en un bocoy de caña y quedé boyando tres días...

—¿Y al cuarto día?

—Hice pie; se había secao el bocoy.

—¡Usté es capaz de secar el Río de la Plata!...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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17 págs. / 31 minutos / 49 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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