La Hija del Chacarero
Javier de Viana
Cuento
Rojeaban apenas las barras del día cuando don Cipriano terminó de uncir los bueyes de la última yunta.
Después sorbió con calma el amargo que le «acarreaba» Palmira y al devolverle la calabaza, díjole con voz saturada de cariño:
—Gracias m'hijita.
—¿Ya va marchar, tata?—interrogó la joven.
—Sí; el tirón es largo, el camino está pesao y los güeyes flaquerones. Hasta la güelta m'hijita... y no olvide mis recomendaciones.
La besó, montó a caballo, tocó con la picada los pertigueros, y la pesada carreta echó a rodar lentamente por la tierra plana, reblandecida con las recientes lluvias.
Palmira, recostada a un poste del palenque, la estuvo observando hasta que se perdió de vista, Ocultándose detrás de un copioso monte de álamos.
El rostro de la paisanita, expresaba honda pena, bajo la garra de una situación anímica que se reproducía, siempre igual, cada vez que el padre emprendía un viaje.
Ella adoraba al buen viejo, que era, puede decirse, toda su familia, pues su tía Martina, paralítica, casi ciega, semi idiota, podía considerarse como un muerto insepulto.
Ella adoraba al buen viejo y remordíale horriblemente la conciencia, valerse de su ilimitada confianza para engañarlo.
Empero, si grande era su cariño al autor de sus días, no le iba en zaga el que profesaba a Marcos Obregón, el gauchito ladino y zalamero, que supo cautivarla con las redes de sus galanos mentires. La primera vez que habló a su padre de aquel amor, el viejo respondióle categóricamente:
—¡Cualesquiera menos ese! Lo conozco como a mis güeyes. Es un vago, jugador, vicioso y pendenciero que te habría de hacer muy desgraciada!
—¡Yo lo quiero, tata!—gimió Palmira; pero don Cipriano respondió inflexible:
Dominio público
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Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.