Por la Gloria
Javier de Viana
Cuento
A Domingo Arena.
A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la
jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en
notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los
clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los
farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes
eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.
Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.
Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...
Dominio público
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Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.