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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy textos disponibles


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Hermanos

Javier de Viana


Cuento


A Eduardo Acevedo Díaz.


Era en 1870, a principios de la guerra blanca encabezada por Timoteo Aparicio, lanceador famoso.

Policarpo y Donato anduvieron por mucho tiempo en medio de la soledad tan negra y silenciosa, que el primero, a instantes, creía estar inmóvil, dormido y soñando, haciéndose necesario un esfuerzo grande de voluntad para volver al hecho real.

Parecerá exageración y no lo es. Necesítase costumbre, hábito de muchos años, para no caer en este estado de semi inconciencia, tras una larga marcha a caballo; los músculos mordidos por la fatiga, el cerebro escarbado por el sueño.

Y unido a eso, la penosa impresión del medio ambiente: las tinieblas que la mirada no consigue sondar por más que se dilaten hasta el dolor las pupilas; por todas partes el silencio, el imponente silencio del campo, que nada turba: en la grande y muda soledad hostil, el alma se estremece y se contrae en dolorosa sensación de pequeñez, de aislamiento y de impotencia.

Dominado por la inmensidad que vencía las insistencias del amor propio, Policarpo interpeló a su acompañante.

—¡Donato! —exclamó.

—¡Chut! —respondió el negro; y como éste había sofrenado su caballo, se encontraron los dos viajeros uno junto a otro.

—¡Donato!—volvió a decir el mozo; y el interpelado respondió con voz autoritaria y petulante:

—Primeramente, has de saber que quien va juyendo nunca debe hablar juerte.

—¿Y acaso nosotros vamos huyendo?

—Dejuramento: tuito aquel que yeba peligro pu'ande va, va juyendo. Acomódate en el mate esta sabiduría, que a la fija no te enseñaron los dotores de la ciudá.

Policarpo no encontró réplica y reconociendo la lógica del filósofo simiesco, dijo:

—Bueno, ¿y qué?


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6 págs. / 10 minutos / 32 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡El Lobo!... ¡El Lobo!...

Javier de Viana


Cuento


Era un muchacho enclenque, las piernas increíblemente flacas, arqueado el torso, hundido el pecho, demacrado y pálido el rostro, donde los grandes ojos obscuros estaban inmovilizados en eterna expresión de espanto.

Tenia quince años; se llamaba Cosme, pero sólo le llamaban El idiota.

Vivía El idiota con un viejo puestero sin familia, cuyo rancho dormitaba a dos cuadras del Arroyo Malo. En el arroyo pasaba el chico casi todo el día, todos los días, pescando que era cuanto sabía hacer. Algunos suponíanlo al viejo don Pancho abuelo del idiota: pero eso no era cierto. Si lo tenía consigo, era obedeciendo a órdenes del patrón, quien le había cedido el rancho de la finada Jesusa, encargándolo al mismo tiempo del cuidado del huérfano, que contaba ocho años en la época de la desgracia.

Refiriendo ésta, volaban muchas narraciones distintas, bordadas todas ellas con comentarios absurdos. La verdad parece ser así:

El patrón don Estanislao era ya maduro cuando se casó con la viuda doña Paula, la mujer más mala que haya nacido en el pago del Arroyo Malo, desde el tiempo de españoles hasta ahora. Sus celos lo tenían medio loco a don Estanislao, que era hombre bueno, aún cuando la cara enorme, la cabeza cerduda, la nariz chata, los ojos saltones y los rígidos bigotes le dieron un cierto aspecto feroz de lobo fluvial.

Los celos de doña Paula se enredaban en todo bicho que gastase polleras, fuese joven, fuese viejo, rubio, pardo o negro. Ni la lógica, ni las posibilidades, ni la verosimilitud intervenían para nada en sus agravios. Don Estanislao estaba ya a punto de enllenarse, cuando su consorte descubrió las relaciones que en un tiempo tuvo con Jesusa, la puestera del Arroyo Malo... ¡Ardió el campo!...

Al fin de dos meses de vida envenenada, Estanislao se dijo una mañana:

—¡Este animal no me va a dejar ni cebo en las tripas !... Hay que buscarle remedio.


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3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 1 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Rivales

Javier de Viana


Cuento


Don Dalmiro Morales, parado en medio del brete, haciéndose visera con la mano, dijo indicando un jinete que se acercaba:

—Aquel es mi compadre Santiago... ¿no hallas?...

El peón interrogado, sin hacer caso de los tirones de la oveja, que tenía sujeta de una pata, observó a su vez, confirmando:

—Es el mesmo... ¿no conoce el azulejo sobre-paso?

—Asina es. ¡Viene a vichar el viejo!...

Entre gritos de hombres, balidos de ovejas, ruidos diversos y en medio del olor nauseabundo de las grasas y de los sudores, la esquila seguía, afanosa en la tarde de despiadada canícula.

El jinete fue acercándose, amenazando con el arreador a la tropilla de perros que le rodeaba el caballo, ladrando, saltando, sordos a los: —«juera!... ¡juera!»— del dueño de casa.

—¡Allegúese, compadre!... ¿Que viento lo ha traído? —y riendo, extendida la manaza velluda, arrastrando con dificuldad el corpachón enorme, fué al encuentro de su compadre.

—¿Cómo vamos?... ¿La gente?...

—Güenos gracias. ¿Y pu allá? ¿mí comadre y compañía?...

—Tuitos lindo.

—Pase p’acá, bajo l’enramada... A ver, gurí, alcanzá esos bancos y prepárate una caldera y un mate.

—¿Tuavía lidiando con las chivas? —interrogó don Santiago.

—Así es; y usté, ya concluyó —respondió don Dalmiro.

—¡Dende antiyer! —dijo el visitante sonriendo con satisfacción.

El dueño se mordió los labios y guardó silencio.

Don Santiago Rivas y don Dalmiro Morales eran dos ricos estancieros, linderos, viejos camaradas ligados por una de esas francas y sólidas amistades paisanas, que se trasmiten de padres a hijos, sin interrupción y sin merma.

Grandes, gruesos, sanos, simplotes y joviales los dos; feroces mateadores ambos y ambos encarnizados jugadores de truco, —siempre andaban buscándose y no se juntaban nunca sin armar una disputa.


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4 págs. / 7 minutos / 25 visitas.

Publicado el 5 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

La Recaída

Javier de Viana


Cuento


Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.

Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.

No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.

Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.

Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.

Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.

Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.


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3 págs. / 6 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Guitarra

Javier de Viana


Cuento


La noche cayó de súbito, como si hubiese sido un gran cuervo abatido de un escopetazo.

La atmósfera, inmóvil, tenía una humedad gomosa, mortificante, repulsiva como la baba del caracol.

Reinaba un silencio opresivo. Las cosas no tenían rumores; las bocas no tenían lenguas.

Ni un solo farolito estelar taraceaba la cúpula de lumaquela funeraria del cielo.

Tan sólo de cuando en cuando, alguna luciérnaga hacía pestañear su diminuto fanal fosforescente.

En el galpón, el hogar está apagado. El trashoguero, cubierto de ceniza, no deja sospechar ni un resto de lumbre...

En el rancho está solito Venicio.

Solito vive, sin más compañeros que sus dos perros picazos y los horneros que tienen sus abovedados palacios en la cumbrera del rancho, ornando el mojinete.

No hay otra cosa en diez leguas a la redonda.

Ningún camino conduce a la suya...

Para ahuyentar la tristeza ambiente, Venicio coge la guitarra y sentándose en un banquito de ceibo, bajo el alero del rancho, improvisa estilos y coplas, coplas y estilos que son como la expresión de una gran sensibilidad cautiva dentro de la jaula inmensa del cielo.

Los sentimientos que borbotean en el alma del gaucho solitario, se cuajan en melodías que se expanden y van decreciendo hasta morir en lo lejano, como el son de una campana de iglesia lugareña.

Canta la guitarra y cauta gemidos, penas de soledad, nostalgia de afectos.

Y en la noche caliginosa que pesa sobre el desierto, sus voces suaves, arrulladoras como canto de palomas monteses, y a veces severas en el vibrar de las bordonas, parecen salmos religiosos, ansias de un anacoreta que sueña amores, procreación, vida, patria... el futuro que su visión profética dibuja en las sombras...


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1 pág. / 1 minuto / 32 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Fiel

Javier de Viana


Cuento


Jesusa está contenta.

Es domingo. Los patrones han hecho atalajar el breack y han salido para las carreras.

Los peones se han ido todos para las carreras.

Liborio también. Liborio es el cochero.

Jesusa, después de haber limpiado toda la vajilla, tiene miedo en el caserón inmenso y solitario. Está absolutamente abandonada. Se lava las manos en la pileta, se quita el delantal... En uno de los ganchos de la carne se ve colgado un corazón de vaca. Coje el cuchillo de la cocina, corta un trozo. Junto al muro duerme una caña de pescar; la toma. Sale... la puerta del patio suena al cerrarse. Un gato que dormita sobre el muro se asusta y salta...

Las gallinas picotean en el guardapatio. La chancha overa, echada al sol, hace ¡grun! ¡grun! mientras diez lechoncitos rosados, exprimen las ubres, sacudiendo sin descanso los rabitos filiformes.

Algún pato ventrudo y patiancho, avanza parsimoniosamente, las plumas en desorden, abierto el pico espatulado.

Las gallinas se esponjan y hastiadas de amores, no hacen caso al gallo, que, al pasar junto a ellas, caído el copete, pálidas las carúnculas, roza los espolones y ensaya un requiebro por compadrada, sin deseos él también.

Por allá duerme un perro, tirando de tiempo en tiempo, furiosas dentelladas a las moscas que le molestan en su reposo.

Sobre el horcón de la enramada, un hornero, posado en la pared del nido en construcción, medita. Cerquita, entre las ramas de unas talas escuálidas, sin miedo de pincharse, varias urracas saltan, gritan, se ríen, dejando en las espinas jirones de sus vestimentas gríseas.

Más allá en la copa de los eucaliptos, las cotorras vocean, vocean, armando una farra tan descomunal, y tan sin objeto, que una águila posada en uno de los árboles para descansar un momento, se indigna, agita las alas y tiende serenamente el vuelo.

Jesusa observa durante unos instantes.


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2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

El Rey del Arroyo

Javier de Viana


Cuento


Triunfa primavera. Los árboles, cual las muchachas hacendosas, se han confeccionado ellos mismos primorosos vestidos de seda verde recamada de flores policromas. Cada arrayán es un pebetero, cada sarandí un incensario. Los pajaritos, ebrios de luz y de perfume y de amor, trinan sin cesar, brincando de rama en rama. Al borde del arroyo, sobre pequeña barranca que semeja el estrado de un trono, triunfa, envuelto en el regio manto escarlata, un majestuoso ceibo. Bello como el “prince charmant” de las leyendas, es el orgullo del bosque y el rey del arroyo... No existe en los más fastuosos parques de la ciudad, árbol que le iguale en hermosura. Pero no se le admite en los parques y jardines de la ciudad, porque es un rey bárbaro, de estirpe gaucha, como el ombú, el ñangapiré y la pasiflora. La exuberancia de sus flores, purpúreas como la sangre pura que nutrió los organismos sanos y fuertes de la raza nativa, ofende la clorótica languidez de las realezas importadas.


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1 pág. / 1 minuto / 45 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Lazo

Javier de Viana


Cuento


Ocho tientos, nada más que ocho tientos...

¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.

El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la vida: el pulso y el corazón.

Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la boca...

Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la destreza y el temerario arrojo de los centauros.

Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.

Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por las llanuras y por las serranías.

Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.

Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.

Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror en el despoblado.

Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.


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1 pág. / 1 minuto / 24 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Hombre Malo

Javier de Viana


Cuento


Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.

En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.

Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.

A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.

De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...

—¡Marca! —gritaba uno.

Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.

En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.

Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.

—¡Marcá! —gritábanle con apremio.

Y Mauro respondía furioso:

—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...


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Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


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2 págs. / 4 minutos / 67 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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