Inmolación
Javier de Viana
Cuento
La vieja ciudad provinciana se había remozado en un reducido perímetro social. Allí, la casa de gobierno, de la legislatura, de la municipalidad, del colegio normal y de algunos edificios particulares, atestiguaban con sus varios pisos, sus boardillas y sus torrecillas pretenciosas, la modernización que tiende a hacer las ciudades todas iguales, como trajes de confección.
Empero, alejándose cuatro o cinco cuadras de la plaza central, reaparecía la ciudad antigua, campechana y alegre, las casitas bajas con ventanillas enrejadas y techumbres de teja, sobrepasadas por las cabezas de los grandes árboles que protegían la opulenta vegetación floreal, encanto de los amplios patios.
Poco antes de llegar a la orilla del pueblo, había una de esas casitas blancas, semi escondidas entre frondosas acacias y tupidas trepadoras.
Moraba allí la familia Ramírez, la familia más feliz del mundo, según la aseveración unánime de los habitantes del pueblo.
Don Silvestre era un sesentón robusto, obeso y de rostro fresco aún, plácido y alegre.
Su esposa, misia Anita, era gruesa también; los años habían deformado su cuerpo, que no conservaba ni vestigio de cintura; empero, dentro del marco de una copiosa cabellera casi blanca, veíase una cara fina, un cutis terso, sin una arruga y unos lindos ojos castaños, vivaces y de bondadosa expresión.
Llevaban más de veinticinco años de casados, y el mutuo cariño que se profesaban iba en aumento a medida que declinaban sus existencias transcurridas en la felicidad nada común.
Dominio público
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Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.