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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy textos disponibles


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Fin de Enojo

Javier de Viana


Cuento


Con la cabeza sin más protección contra el rajante sol de enero que la espesa melena azabache, sentada sobre la tranca del cerco, Casilda investigaba curiosamente el horizonte.

Estaba furiosa Casilda. El sábado había visto a la vieja Sinforosa, quien le contó que Lindoro, en el baile de las Peña, había andado toda la noche arrastrándole el ala a la rubia pecosa. Y como aquella le dijese, —por comadrear, no más,— que no podía atenderlo por constarle el compromiso existente con Casilda, él, el muy trompeta de Lindoro, había respondido:

—«¡No m’enriede el fleco ’el poncho!... ¡Nu’ haga caso ’e la chinusa!»...

Y Casilda, rabiosa, arrancaba mechones de lana al cojinillo que le servía de asiento y miraba insistentemente al camino, cual si quisiera atraer con la vista al ingrato desdeñoso.

—¡La chinusa!... ¡la chinusa! —exclamaba con encono.— ¡Muy delicao el mozo, dende que anda perdiendo las plumas por la rubia Peña, ese pichón de benteveo, más flaca que mestre’escuela y más fiera que remedio!...

No li hace, no li hace; en cuanto llegue yo le viá arreglar la libreta y le viá cantar tuito el compuesto sin necesidá ’e guitarra... ¡Oidos le van a hacer falta al indino y le viá probar que a veces se llueve más l’azotea qu’el rancho ’e paja, y que hay criollos que la corren con el mestizo ’e más menta!... Ya tengo bien pensao cuanto le viá decir a ese trompeta mal agradecido. ¡Y lo viá repetir aura pa que no me se olvide!

Colérica, la china levantó la cabeza, sacudió la crin, escupió, se compuso el pecho y empezó a recitar con voz chillona:


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Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Filosofías Gauchas

Javier de Viana


Cuento


La habitación era grande: tenía como cinco brazas de frente y medio maneador de largo. Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del sur bonaerense—trecientas leguas de llanura abrumadora, desabrida como mate lavado,—los pamperos, entropillados, corretean a diario, haciendo estragos.

La habitación era grande, y parecía más grande por la casi ausencia de muebles; del mismo modo que parece más grande un caballo desensillado.

Y allí sólo había una mesa de pino, larga, flanquada a cada lado por un escaño.

Sobre la mesa veíase un candelero de latón sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin como rama de duraznero apestado; una botella de caña, varios vasos, un naipe y un platillo con porotos.

Sobre los escaños había, del lado de montar, don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo negro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el pardo Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de víbora que tienen indispensablemente los mulatos.

Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias «Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo de los ombúes del patio; Roque Suárez, por mal nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, muy feo, con la cara muy larga, la nariz muy afilada, los ojos muy chicos...

Desde las siete de la noche, hora en que terminó la cena, hasta las diez, había estado jugando al «solo», tomando mate y chupando caña. Y hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer «codillo», exclamando con su voz aflautada, dolorosa y desagradable:

—¡Es al ñudo prenderle juego a la leña verde!...

—Cuestión de echarle sebo—insinuó maliciosamente el mulato.

Y el patrón con bondad:

—¡Pobre amigo Suárez!... Y'está caliente!...


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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Filosofando

Javier de Viana


Cuento


Durante el día se trabajó fuerte en la estancia de los Horcones, recorriéndose todos los vericuetos del campo, escudriñando los montes, arreando toda la hacienda a los rodeos, para el recuento general de fin de año.

A la noche, en la cocina, los peones amargueaban y jaraneaban sin sentir cansancio, sin que las doce horas de rudo trabajo continuo hubiese ablandado sus músculos.

Estaban allí cuatro mozos y un viejo. Este en medio de la rueda, narraba aventuras y reía anécdotas con verbosidad andaluza, sin quitar de la boca la bombilla, porque, circulaban dos mates, y él apañaba los dos, como cordero endoblado.

—Una ocasión, —decía,— allá pu’el Entre Ríos cerquita ’e Chajarí...

—¿Usté ej entrerriano? —interrumpió un mozo.

—Si... Cuando Urquiza era gobierno...

—¡Toro lindo, Urquiza!... ¿no?...

—Torazo... Díbamos una tropilla’e muchachos...

—¿Usté era muchacho entonce, don Cesáreo?...

—¡Dejuro!... Alguna vez juí muchacho... ¿O te pensás, poca abierta, que a mi me parieron viejo?...

—No, pero ha de haber tiempo d’eso...

—¡Añares!... Pero miren, che, si me van a estar pialando las palabras en cuanto pisan la puerta ’e la manguera e’ la jeta, es más mejor que deje...

Rieron los peones y el viejo disponíase a continuar, cuando fué interrumpido por la voz colérica de Paula, la piona, que en la puerta de la cocina gritaba:

—¡A ver, pues, si me dá lao!...

Estas palabras iban dirigidas a Pedro, un gauchito taciturno, que estaba allí, recostado al marco, ajeno a la charla de sus compañeros.

—¡Está bien, dona!... —replicó el mozo con voz suave y triste.— ¡Pero pa eso no tiene necesidá de empujarme con la pata, como si juese perro echao junto al fogón!...

—Si usté no estuviese siempre atravesao en la puerta como un jueves en medio’e la semana!...


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Publicado el 7 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Falsos Héroes

Javier de Viana


Cuento


Junto al guarda patio estaba la carrada de leña, recién traída.

—Mucha rama y poco tronco,—consideró don Brígido.—Y madera floja, cuasi toda...

El viejo Díaz, afectado por el reproche, intentó justificarse:

—El arroyo está ancho y se han puesto muy fieras las picadas pa dentrar a las coronillas...

—¡Ya sé, ya sé!—confirmó benévolamente el patrón.

En los dos primeros meses de aquel otoño no había caído una gota de agua. Los campos hallábanse resecos, los cañodones agotados, y mal podía estar «ancho» el arroyo. La verdad era que los brazos del viejo Díaz, con más de sesenta años de uso constante, no tenían ya fuerzas para hachar troncos de coronilla y de quebracho, los hierros de la selva.

Bien lo sabía don Brígido, y muy lejos de su ánimo estaba el ofender a su fidelísimo servidor, amigo invariable desde el amanecer hasta el crepúsculo; lo mismo en los tiempos de auge de la Estancia Rosada, cuando había varias leguas de campo y muchos miles de vacunos, que en su bochornosa reducción a una poco más que chacra...

Juntos y estrechamente ligados se mantuvieron en la prosperidad ascendente, y más amigos y más unidos desde el día en que brusca adversidad derrumbó el edificio en cuya construcción emplearon tantos años y tantos esfuerzos y tantos cariños...

—Maliseo que d'esta noche no pasa sin llover: vi'a picar un poco'e leña,—dijo don Brígido; y cogiendo el hacha se dispuso a la tarea.

—Déjame a mí,—propuso Díaz; mas el patrón lo rechazó ordenando:

—Vos estás cansao... Andá ver si Panchita precisa algo.

El viento aumentaba én violencia y el frío hacíase intenso, al propio tiempo que se nublaba el cielo en pronóstico de borrasca.

A golpes lentos, don Brígido hachaba la leña y, fatigado, iba ya a dar por terminada la tarea, cuando vió que se acercaba a las casas un viajero a quien creyó reconocer de inmediato.


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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Entre el Bosque

Javier de Viana


Cuento


Es un potril pequeño, de forma casi circular.

Espesa y altísima muralla de guayabos y virarós forma la primera línea externa de defensa.

Entre los gruesos y elevados troncos de los gigantes selváticos, crecen apeñuscados, talas, espinillos y coronillas, que ligados entre sí por enjambres de lianas y plantas epifitas, forman algo así como el friso del muro.

Y como esta masa arbórea impenetrable, se prolonga por dos y tres leguas más allá del cauce del Yi y las sendas de acceso forman intrincado laberinto, ha de ser excepcionalmente baqueano, más que baqueano instintivo, quien se aventure en ese mar.

Del lado del río sólo hay una débil defensa de sauces y sarandíes; pero por ahí no hay temor de sorpresa, y, en cambio, facilita la huida, tirándose a nado en caso de apuro.

Soberbio gramillal tapiza el suelo potril y un profundo desaguadero proporciona agua permanente y pura; la caballada de los matreros engorda y aterciopela sus pelambres.

Los matreros tampoco lo pasan mal.

Ni el sol, ni el viento, ni la lluvia los molestan.

Para carnear, rara vez se ven expuestos a las molestias y peligros de salir campo afuera; dentro del bosque abunda la hacienda alzada, rebeldes como ellos, como ellos matreros.

Miedo no había, porque jamás supieron de él aquellos bandoleros, muy semejantes a los famosos bandoleros de Gante.

Hombres rudos que habían delinquido por no soportar injurias del opresor.

Los yaguaretés y los pumas, en cuya sociedad convivían, eran menos temibles y menos odiosos que aquéllos...

¿Criminales?...

¿Por qué?...

¿Por haber dado muerte, cara a cara, en buena lid, a algún comisario despótico o algún juez intrigante y venal?...

No. Hombres libres, hombres dignos, hombres muy dignos.

Sarandí, Rincón e Ituzaingó se hizo con ellos.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Entre Camaradas

Javier de Viana


Cuento


Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.

Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerte también, con sus músculos acecinados y sus nervios como torzales.

En un atardecer glacial. A intervalos remolinea, silbando finito, una brisa burlona, cuyo único objeto parece ser levantar traidoramente las haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz llovizna con sus dardos de hielo.

Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido desde el amanecer, trabajando sin tregua en la reconstrucción de un lienzo de alambrado.

Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.

Pascual, temblando de frío, manteníase quieto, escondido dentro del poncho como un peludo en su cáscara y correspondía menguadamente a la verbalidad de su camarada.

Hablaba Isidro:

—Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que siempre ando buscando pretestos pa corcobiar y que en un dos por tres y sin motivo gano el campo y disparo arrancando macachines... ¡Y tuito eso es mentira!...

—Dejuro.

—Vos que me conocés dende gurí, podés sartificar sí yo soy güeno u no soy güeno...

—Santifico.

—Y qu’ella es más mala que un alacrán.

—Espérate, che. Por primero, sabé que los alacranes no son malos; cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no hacen nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da importancia.

—Son venenosos...

—Como los mosquitos... Convencete, hay muchos maulas que pasan por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha atrevido a atarles a una carrera formal.

Güeno, era un decir, para por comparancia, porque mala es mala; si no es alacrana es tigra.

—Yo no vide, pero dicen.


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Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

En Tiempo de Guerra...

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


Avanzaban cortando campo, rehuyendo los caminos y los pasos reales, deslizándose por quebradas, internándose en serranías, aventurándose por picadas, entre montes espesos y pajonales cerrados. De día marchaban apareados, cambiando raras palabras de tarde en tarde; más al llegar la noche—noches obscuras, toldadas, sin luna, salpicadas apenas de escasas estrellas pálidas—Donato se adelantaba, ordenando silencio, por precaución y por evitar distracciones que hubieran podido hacerle perder el rumbo.

Policarpo, el hijo único del rico estanciero de Mazangano, había abandonado precipitadamente la ciudad, donde cursaba su estudios, para correr en busca del ejército revolucionario. Llegado a la estancia, puesto de acuerdo con el negrillo Donato, su compañero de infancia, confió a éste la dirección de la aventura, reconociéndole una superioridad campera, adquirida en los cuatro años que él había permanecido en la ciudad.

Y el negrillo ordenaba con insolente rigidez.

La noche estaba terriblemente obscura y el trote continuaba con su fatigosa monotonía. Policarpo había aflojado las riendas al zaino y dormitaba con las manos apoyadas en la cabecera del recado, el torso hecho un arco y la cabeza caída sobre el pecho. Pero un tropezón de la bestia, una sacudida demasiado violenta, lo obligaban a erguirse, a mirar, a pensar.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

En Nombre de Marta

Javier de Viana


Cuento


Caraciolo Villareal era un verdadero misterio que traía intrigado al pago.

¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, que nunca abandonaba a Caraciolo?...

Los que lo conocieron, diez años atrás, recordaban que era uno de los mozos más alegres del pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy generoso, tenía tantos amigos como personas habitaban la comarca.

Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de concurrir a los bailes, a las yerras, a las carreras, a las pulperías, y aún dentro de su misma casa mostrábase inaccesible a las visitas.

De madrugada, daba sus órdenes al capataz, montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por el campo, no regresando, frecuentemente, hasta el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba en su habitación.

Tras la muerte del padre, había quedado completamente solo en el inmenso caserón de la estancia.

Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz más áspera, mayor su deseo de aislamiento.

¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Riquísimo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, fornido, con una hermosa estampa de criollo, de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios personales por su valentía, su destreza campera y su bondad, ¿qué mal le atormentaba a sí?... ¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuerte, lleno de energías.

¿Mal de amores?... Era la suposición general, pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa.

Y era así, sin embargo.

Lindando con la Estancia de su padre estaba la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas familias mantenían una amistad tradicional.

Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la madre de Marta, murieron con intervalo de pocos meses, cuando él tenía quince años y ella no había cumplido los diez. Criados juntos, un cariño infantil los unía.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.


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14 págs. / 25 minutos / 126 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En la Orilla

Javier de Viana


Cuento


Al eximio pintor nacional Pío Collivadino.


Casi en seguida de cenar, apenas absorbidos dos cimarrones, Santiago abandonó el balcón y fué á recostarse al cerco del guardapatio, recibiendo con fruición la gruesa garúa que no tardó en empaparle la camisa. Con el cuerpo en actitud de absoluto abandono, con el chambergo en la nuca, tenía la mirada persistentemente fija en el horizonte obscuro.

En su mente de baqueano desarrollábase, con precisión de detalles, todo el paisaje borrado por las sombras: la loma acuchillada; un cañadón pedregoso, tras el cual el alambrado y la cancela, abriéndose sobre el camino real que corre, casi en línea recta, cosa de cinco leguas hasta el fangoso y temido paso de la Espadaña en el sucio Cambaí; después, cortando campo —y cortando alambrados— se podía, en cuatro horas de buen galope, ganar la frontera brasileña; en total, unas veinte leguas, una bagatela, no obstante estar pesados los caminos con la persistente llovizna de tres días...

Más de veinte minutos permaneció Santiago en muda contemplación; y más tarde, trasponiendo el guardapatio, fué hasta donde pacía, atado á soga, su doradillo. Le tanteó el cogote, le palmeó el anca, le acarició el lomo, y volvió, con calmosa lentitud, hacia las casas. Penetró en su cuartito; puso sobre el cajón que le servía de baúl el cinto, la pistola y el facón; armó y encendió un cigarrillo y se tiró vestido, boca arriba, sobre el catre de cuero, aflojándole la rienda al pingo de la imaginación.

Estaba tranquilo. La agitación febril de los días anteriores desapareció cuando su espíritu se hubo detenido en una resolución irrevocable: Bonifacio no se casaría con Josefa por la suprema razón de que los muertos no pueden desposarse.


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2 págs. / 4 minutos / 26 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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