Arriando Novillos
Javier de Viana
Cuento
A Cándido Campos.
¡Si habré yo visto noches endiabladas, de viento, de lluvia, de
frío, de truenos, de rayos, todo revuelto y enfurecido en una negrura de
fondo de zalamanca!... ¡Pero esa noche!... Aquello no era llover, era
diluviar. Parecía que Dios, después de haber abierto los grifos del
cielo, se hubiera ido a matear con San Pedro y que, discutiendo
parejeros, se hubiera olvidado de volver para cerrarlos...
Caía agua como calamidades sobrecristiano sin suerte; y, entreverados con el chaparrón, unos truenos bárbaros, amenazando romper el techo del campo, y unos relámpagos inmensos que corcobiaban en el cielo, jediendo a rayo.
¡Qué noche, madre mía!... Y era en Agosto, con un frío que daba asco.
Yo tenía las botas llenas de agua, la bombacha pegada a las piernas y el poncho, empapado, me pesaba sobre los hombros como si me hubiese caído encima uno de los cuatrocientos novillos gordos de la tropa.
Debo advertir que era en el tiempo de antes puro campo abierto, sin calles alambradas, sin corrales donde encerrar. Y llevábamos tres días, arriando novillada chúcara, liviana de pies, armada en cornamenta, sobrada de bríos, brava y potente como los espinillares del Cebollatí, de donde la habíamos recogido a tarascón de perro en los garrones.
El frío, el sueño, el cansancio, habían hecho de mí algo semejante a una pulpa blandita cubierta de espuma... asquerosa: una de esas pulpas de res flaca y cansada, que ni los perros mascan. Palabra: ¡no exagero!...
Era la primera vez que tropiaba. Los peones me consideraban un tanto cajetilla, y el amor propio me obligó a esfuerzos cpie luego comprendí eran, zonceras y zonceras peligrosas.
Pero vuelvo al relato.
Dominio público
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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.