Textos más populares esta semana de Javier de Viana publicados por Edu Robsy | pág. 14

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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy


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Hormiguita

Javier de Viana


Cuento


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Era una pobre muchacha, muy delgada, muy pálida, con lacios cabellos negros, con grandes ojos tristes, con finos labios amargos. Era una pobre muchacha, débil como un tallo de flechilla, insignificante como uno de esos pajaritos sin colores, sin voz, casi sin vuelo, que nacen, viven y mueren en la húmeda obscuridad de los pajonales.

Llamábase Tomasa y la llamaban «Hormiguita». Se había criado en la estancia como un cachorro flaco, que caído sin que nadie supiera de donde, nadie se preocupa de averiguarlo; era como esos yuyos que nacen en lo alto del muro del patio: como no lucen, ni sirven, ni estorban, pasan inadvertidos.

Tan pequeña, tan silenciosa, hablando rara vez y con voz incolora y débil, deslizándose más que marchando, en rápidos saltitos de chingólo, nadie se daba cuenta de la enorme labor ejecutada al cabo del día por la humilde «Hormiguita». Ella ordeñaba, levantándose con la aurora; ella hacía diariamente un queso: ella amasaba todos los sábados; ella dirigía las comidas; ella cebaba todas las tardes, el amargo para el patrón, y el dulce con azúcar quemada, para la patrona y las niñas.

Y concluido el trajín diurno, recogida en su pieza, no se acostaba antes de un par de horas de trabajo de aguja, recomponiendo sus ropas, confeccionándose alguna prenda humilde.

Cuando habla baile en la estancia, o cuando las niñas iban a algún baile en estancias vecinas, «Hormiguita» pasaba lo mas del tiempo «ayudando», ofreciéndose para cebar el mate, hacer el chocolate o servir los refrescos.


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Publicado el 17 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Hija del Patrón

Javier de Viana


Cuento


A Juan Carlos Moratorio.


Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.

En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.

El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.

Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:

—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.

Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.

—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.

¡Propósitos humanos!...


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6 págs. / 11 minutos / 30 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Tirador de Macario

Javier de Viana


Cuento


Cuando en enero de 1904 la plaga devastadora de la guerra civil hizo de nuevo su aparición por el campito que Santiago Ibáñez poseía en las puntas del Guaviyú, en las faldas de la cuchilla del Hospital, ya iban barranca abajo los bienes del laborioso paisano.

Los años malos, la peste, la enfermedad que llevó el viejo padre y los médicos y las boticas que le llevaron varios centenares de libras esterlinas, destruyeron en poco tiempo la mitad de lo conquistado por tres generaciones de humildes trabajadores campesinos.

La guerra fué a darle el golpe de gracia. El ventarrón echó abajo los alambrados, destrozó la huerta, diezmó la reducida hacienda, arrió los pocos caballos, mató los bueyes aradores y arrastró consigo a Santiago Ibáñez, a Pedro, su hijo mayor, un adolescente y a los dos muchachos que le servían de peones.

Dejaron a su anciana madre y a su esposa y a su hijito Cleto, porque era muy chico y al Negro Macario, porque era muy viejo, y a la yegua overa porque de flaca, renga, y manca no andaba diez cuadras seguidas, al tranco y de tiro.

Cuando la gente armada se perdió en el horizonte, un silencio infinito pesó sobre el lugar y hasta parecía que el cielo, el luminoso cielo estival, se hubiese toldado de súbito.

—No lloren, patronas,—dijo el negro Macario acercándose al grupo desconsolado que habían formado junto al guardapatio, las dos mujeres y el pequeño Cleto, quien, intuitivamente, lloraba también.

—No lloren, patronas,—continuó Macario;— aunque el negro viejo está muy maceta, entuavía tiene juerzas en las tabas y en los pulsos pa cuidarlas a ustedes hasta quel patrón y el patronato peguen la güelta...

—¡Si vuelven!—gimió la esposa.

—Han de volver, con la ayuda e Dios—consoló la anciana.


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2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Vergüenza de la Familia

Javier de Viana


Cuento


I

En el atardecer neblinoso, los gigantes eucaliptos de Palermo, los jardines enmustiados y los caminos desiertos, parecían pintados de gris, presentando un conjunto de suprema melancolía. Era un silencio casi absoluto y los árboles, sin un pájaro que hiciese temblar una rama, permanecían tan inmóviles, fríos, impasibles, como los mármoles y los bronces que se yerguen entre las frondas del bosque.

Largo rato hacía que José Luis meditaba, sentado en un banco de la Avenida Sarmiento, junto a una palmera en cuyo grueso tronco se enroscaba, como serpiente, una hiedra opulenta.

Los carruajes que de tarde en tarde rodaban, casi sin ruido, por la enarenada vía, no conseguían interrumpir su honda meditación.

Los ojos enrojecidos y las pardas ojeras que los sombreaban eran testimonio de cruel noche: de insomnio.

Tenía por delante, perenne, imborrable, el rostro de su buena compañera, aquel rostro rebosante de bondad, que hacía heroicos esfuerzos por disimularle la pena que laceraba su alma y que él, mejor que nadie, comprendía.

Quince días llevaban de estada en la capital, y si todos ellos fueron amargos, el penúltimo colmó la medida de lo soportable.

Durante la cena fastuosa y la tertulia subsiguiente, doña Elvira, la madre de José Luis, y sus hermanas, agobiaron bajo el peso de sus sátiras y desdenes a la humilde María Esther, la «Chacarera», como la nombraban ellas.

En la comida, como María Esther rehusara un plato de mayonesa de homard, Carola, la hermana mayor de José Luis, dijole con manifiesta maldad:

—Pruébalo: hay que educar el gusto!

Y doña Elvira la observó:

No la forcés, hija; estos platos no son para paladares acostumbrados a la buseca y la polenta.

—¡Qué gracioso!—festejaron varias de las invitadas, mientras la «Chacarera», arrebolado su rostro, hacía heroicos esfuerzos por retener las lágrimas que afluían a sus ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 30 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.


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Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como en el Tiempo de Antes

Javier de Viana


Cuento


Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..


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Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Hermanos

Javier de Viana


Cuento


A Eduardo Acevedo Díaz.


Era en 1870, a principios de la guerra blanca encabezada por Timoteo Aparicio, lanceador famoso.

Policarpo y Donato anduvieron por mucho tiempo en medio de la soledad tan negra y silenciosa, que el primero, a instantes, creía estar inmóvil, dormido y soñando, haciéndose necesario un esfuerzo grande de voluntad para volver al hecho real.

Parecerá exageración y no lo es. Necesítase costumbre, hábito de muchos años, para no caer en este estado de semi inconciencia, tras una larga marcha a caballo; los músculos mordidos por la fatiga, el cerebro escarbado por el sueño.

Y unido a eso, la penosa impresión del medio ambiente: las tinieblas que la mirada no consigue sondar por más que se dilaten hasta el dolor las pupilas; por todas partes el silencio, el imponente silencio del campo, que nada turba: en la grande y muda soledad hostil, el alma se estremece y se contrae en dolorosa sensación de pequeñez, de aislamiento y de impotencia.

Dominado por la inmensidad que vencía las insistencias del amor propio, Policarpo interpeló a su acompañante.

—¡Donato! —exclamó.

—¡Chut! —respondió el negro; y como éste había sofrenado su caballo, se encontraron los dos viajeros uno junto a otro.

—¡Donato!—volvió a decir el mozo; y el interpelado respondió con voz autoritaria y petulante:

—Primeramente, has de saber que quien va juyendo nunca debe hablar juerte.

—¿Y acaso nosotros vamos huyendo?

—Dejuramento: tuito aquel que yeba peligro pu'ande va, va juyendo. Acomódate en el mate esta sabiduría, que a la fija no te enseñaron los dotores de la ciudá.

Policarpo no encontró réplica y reconociendo la lógica del filósofo simiesco, dijo:

—Bueno, ¿y qué?


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Maula

Javier de Viana


Cuento


Contaba ño Luz:

Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.

Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.

—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.

—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.

—¿Y no tenés amos?

—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.

—¿Y no ladrastes?

—No.

—¿Por qué?

—Tuve miedo; soy maula.

—¿Sos joven?

—Si.

—¿Tenés buenos dientes?

—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...

—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Viaje del Perro

Javier de Viana


Cuento


Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.


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Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

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