Textos por orden alfabético inverso de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 6

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Por Robar Sandías

Javier de Viana


Cuento


En el cielo, casi uniformemente encenizado, la luna plena, casi sin cambiar de sitio, parecía en vertiginosa carrera, mostrando ahora la triunfal perfección de su disco de argento, y empalideciendo en seguida y hasta borrando su silueta, según las gradaciones del gris de las nubes.

El día fué sofocante; pero en las primeras horas de la noche, una brisa del sur empujando la tormenta había producido una temperatura agradable.

La peonada de la estancia, terminada la cena, formó círculo para cimarronear afuera frente a la gran puerta del galpón.

Y según hábito inveterado, el viejo don Armodio «tallaba», narrando sucesos en parte verídicos, en parte embusteros—más embuste que verdad—producto de lo que había visto y oído en cerca de ochenta años de existencia y de lo que sea capaz de crear su fantasía vigorosa aún.

—Pa curioso, el caso'e Bruno Menchaca.

—¿Y cómo jué lo de Bruno Menchaca?...

—¿Lo de Bruno Menchaca?... Ah, m'hijitos, jué un caso clavao pa probar qu'el amor es un cañuto con un aujero solo y que una vez que uno se ha metido adentro no puede salir porque no puede darse güelta...

—Sucedió d'esta laya.. Ustedes deben recordar, por las mentas, a don Sinforoso Segura, estanciero ricacho del rincón de Echerique. ¿Recuerdan?... Güeno; era muy rico y más duro que un ñandubay y más espinoso que un tala. Era arisco como tararira y roncador como bagre pintado. En dos por tres lo achataba a uno de un tiro o le bajaba las tripas de una puñalada, un poco valido de qu'era de buen coraje y mucho de que contaba con moneda p'hacerle perder el rumbo a la polecía y el olfato a la justicia...

Juan Cienfuentes interrumpió:

—Con tantos cojinillos v'a recargarse el caballo.

—Y se va dentrar el sol sin correr la carrera—completó Laguna.


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2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por Qué Basilio Mató un Fraile

Javier de Viana


Cuento


Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.

Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.

Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.

El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.

La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:

«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.

«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.


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3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por No Doblarse

Javier de Viana


Cuento


A mi amigo, el ilustre gobernador de Corrientes, Dr. Juan Ramón Vidal.


En lo más obscuro de lo más hondo del monte; en algo como una ampolla que formaba la selva,—una ampolla reventada al término de la senda de pumas que iba en caprichoso caracoleo, desde la vera pantanosa hasta la barranca que contiene el furor de la laguna;—en el medio de una glorieta cerrada y toldada por lapachos más viejos que Nembucú,—el bisabuelo de mi bisabuelo,—humeaban los tizones de un fogón recién apagado.

La mucha sombra que envolvía el diminuto potril, parecía aumentar el silencio de aquel sitio agreste y espinoso en que hasta las aves consideraban con respeto la majestad protectora de sus troncos envejecidos y endurecidos en lucha inmemorial con los pamperos que soplaban de arriba y las aguas que castigaban de abajo en las crecidas insolentes de otoño.

De un lado del fogón estaba Cantalicio, mordiendo la bombilla de lata del amargo, encontrado singularmente amargo aquella tarde.

En frente estaba Eloíso, con su cara apacible y serena, semejante al tronco seco de un ceibo viejo cuya copa continúa verdeando de hojas y rojeando de flores.

De pronto, Cantalicio, dijo:

—Hermano, ya m'encomienza á jeder la vida?...

Y Eloíso, apretando el cigarrillo entre sus labios color de camalote arrancado, contestó:

—Hum!...

—Estoy cansao;—continuó el del mate, tirando el mate sobre la yerba,—¿Pa qué hacerle botón á un lazo que no tiene presilla?... ¿No te parece?...

—¡Hum!

—Hasta aura, dispués del primer rajón dao en el poncho 'e la vida, fi cosiendo; pero aura se mi hace que y’ estoy como carona 'e negro: más tientos que cuero!... ¿No hayás?

—¡Hum!....

—¡Qué vida!... Condenado á peliar jaguaretés y vivir como vizcacha por haber muerto una perdiz... ¿No es triste?...


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3 págs. / 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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21 págs. / 38 minutos / 58 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por la Petiza Lobuna

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Pedro Manini y Ríos.


Era un grande, un hermoso dominio—cerca de cien leguas de campo,—pero, muerto don David, liquidaba la testamentaría, pagadas las costas, el tasador, el agrimensor, el procurador, el abogado, á cada uno de los catorce hijos del brasileño ricacho, sólo le quedó un guiñapo de tierra; cinco ó seis leguas por cabeza, unas chacras como quien dice.

Se hubiesen considerado pobres con la herencia paterna; pero cada uno de ellos—machos y hembras—tenía su fortuna propia, constituida á base de matrimonios inteligentes. Los Souza, los Ribeiro y los Andrade, formaban una gran familia de estancieros millonarios. Casábanse siempre entre ellos desde tiempo inmemorial, y si la raza iba degenerando por el pernicioso efecto de la consanguinidad, en cambio acrecentábanse cada vez más las fortunas. Todos ellos eran extravagantes, desequilibrados, medio locos; pero todos conservaban incólume la virtud ancestral: la tacañería.

El viejo David, un filósofo analfabeto, como deben ser los verdaderos filósofos, un viejecito enclenque, giboso, exageradamente barbudo, solía decir:

—Os Souza, os Ribeiro y os Andrade, têm mais cornos que todos os fazendeiros da naçâo.

Y, según las estadísticas oficiales y la murmuración comarcana, no mentía.

Su hijo mayor, Hildebrando, viudo de su prima Liberata, había desertado la grande estancia que le aportó su mujer, y se había ido á poblar en el campo heredado del padre. Construyó un rancho bajo y panzudo, á la orilla misma del arroyo,—no para hacer más cómodo el baño, sino para facilitar el acarreo del agua,—y allí se instaló en compañía de una contraparente pobre.


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2 págs. / 3 minutos / 23 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por la Patria

Javier de Viana


Cuento


Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición, don Torcuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atuzó la luenga barba blanca, carraspeó y dijo:

—Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos... Disponga de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu’emprestao. Me lo dió la Patria, a la Patria se lo degüelvo.

Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi quemándose las patas con las brasas del fogón.

Tomó la palabra don Cipriano.

Y se expresó así:

—Yo tengo campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos llenos de onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta ’e la Patria.

Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el pucho.

Don Pelegrino se manifestó de esta manera:

—Nosotros, con mis hijos y mis yernos, semo veintiuno. Formamo un escuadrónenlo. Plata no tenemo, pero cuero pa darlo a la Patria sí....

Y hablaron otros varones, todos de cabellos encenizados, residuo glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz, músculos hechos de ñandubay.

Y más o menos, todos dijeron en poco variada forma:

—La Patria es la Madre; a la Patria como a la

Madre, nada puede negársele.

Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tornóse obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la sombra.

Transcurrieron minutos.

Y entonces don Torcuato, dirigiéndose a Telmo su viejo capataz, lo interpeló así:

—Tuitos se han prenunciao, menos vos. ¿Qué decís vos?

El anciano aludido encorvó el torso, juntó los tizones del hogar, sopló recio, lengüetó una llama, hubo luz.

Y respondió pausadamente:


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1 pág. / 1 minuto / 17 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por la Gloria

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.

Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.

Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 21 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Por la Causa!

Javier de Viana


Cuento


I

Llegóse al gran galpón y desmontó sin atender á los perros que ladraron un momento y callaron en seguida al olfatearlo y reconocerlo como hombre de la casa. Con toda calma y con la prolijidad de quien no tiene prisa, quitó la sobrecincha, luego los cojinillos, que dobló por el medio, con la lana para adentro, y los puso con cuidado sobre el barril del agua. De seguida quitó la cincha, el "basto", las caronas y el sudadero, y agrupándolo todo con cuidado, formó un lío que fué á depositar en un rincón sobre unas pilas de cueros vacunos.

Con una daga de mango de plata labrada y larga hoja afilada, refregó los lomos sudorosos de su cabalgadura, levantando el pelo, para que refrescaran.

Todo esto fué hecho en el mayor silencio. Al ladrido de los perros, un hombre había asomado las narices por la puerta de la cocina, y una vez enterado de quién era el visitante, hizo más ó menos lo que habían hecho los perros momentos antes.

El forastero no se inquietó ni poco ni mucho con aquel recibimiento, al cual parecía estar acostumbrado, y tomando su caballo por el cabestro, lo llevó hasta un potrerito distante pocos metros de allí y que él sabía rico en pasturas y sobrado en acequias.

Cuando regresó jugando con el rebenque plateado—sujeto á la muñeca por una cinta celeste, bastante descolorida—, el dueño de la casa lo esperaba en el galpón.

Se estrecharon la mano en silencio, serios, fríos y ceremoniosos los dos.

—Vamos padentro—había dicho secamente el dueño de casa; y ambos echaron á andar hacia las habitaciones.

La estancia, aparte de los galpones y una serie de ranchos que constituían la cocina, la despensa, la "troja" y las piezas de los peones, era un largo edificio de sólidos muros de piedra y rojo techo de tejas.


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24 págs. / 42 minutos / 28 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

Por Haraganería

Javier de Viana


Cuento


Era Lino el peón más estimado en la estancia del Juncal: ni fatigas ni peligros le detuvieron en ninguna circunstancia. Fuerte, guapo, noble, temerario, la lealtad le humedecía el alma al primer encuentro, como el sudor humea el lomo del caballo gordo al primer esfuerzo. Lo mismo que el ceibo, era puro corazón; corazón y flores lindas. Las gentes que desprecian las flores y las maderas inútiles, le despreciaban.

Atanasia lo quería. Es decir, Atanasia gustaba de él, de su bondad de perro, de su alegría de chingólo, de su paciencia de hornero. Le disgustaba, en cambio, su despreocupación de cigarra y su generosidad de oveja.

Estaba convenido que habrían de casarse; pero Atanasia no tenia prisa: sus diez y ocho años podían esperar aún. En la espera comenzó a reflexionar. Hizo el balance de los placeres y los sinsabores que le proporcionaría el matrimonio con Lino.

Él la quería: aceptado.

Él era bueno: conforme.

Él era trabajador: de acuerdo.

Una vez casados, no faltaría el techo y el sustento: indudable.

Empero... Atanasia era una chinita gorda, mortalmente haragana, para quien el máximun de la felicidad hubiera consistido en pasarse tres cuartos del día en la cama y el otro cuarto tendida en un sillón, tomando el mate dulce con azúcar quemada que le «acarriase» o una «gurisa». En cambio, era ella quien tenía que trabajar para otros y si se casaba con Lino, tendría que trabajar también... lavar, planchar, cuidar la casa... Atanasia era fabulosamente haragana.

Lo era en extremo tal que en su baúl se apelillaban cuatro o cinco cortes de vestidos regalados por Lino y que ella dejaba dormir allí por no tomarse el trabajo de cortar una bata o coser una pollera.


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2 págs. / 3 minutos / 86 visitas.

Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Por el Nene

Javier de Viana


Cuento


Bien dice la filosofía gaucha que cuando un rancho se empieza a llover, es al ñudo remendar la quincha.

La vida había ofrecido a Pío Barreto un rancho pequeño pero abrigado, cómodo y lindo. Con sus ahorros de trabajador juicioso, sin vicios, logró adquirir un pedacito de campo. Una majada de quinientas ovejas, media docena de lecheras, otra media docenas de caballos, tres yuntas de bueyes y una extensa chacra —que él sólo roturaba, sembraba, carpía y recolectaba— permitíanle vivir desahogadamente.

Y su mujer, linda, buena y hacendosa, y su hijito, sano y alegre como un cachorro, y su santo padre, el viejo Exaltación, ensolecían su existencia, pagando con creces sus fatigas.

Pío contaba cuarenta años; su mujer Eva, treinta; cinco el perjeño y el abuelo... muchos.

Nunca un altercado, nunca una discordia en aquella casa, donde —bueno es decirio— no se conocían los parejeros, ni los naipes, ni las bebidas alcohólicas.

Asemejábase aquel hogar a la cañada que corría a dos cuadras de las casas: las aguas siempre puras, viajaban siempre con el mismo lento ritmo, sin remover ia piedrecillas del lecho y sin asustar con rugientes brusquedades a las plácidas plateadas mojarritas que en copiosos cardúmenes pirueteaban disputándose las hojas carnosas de los berros que enverdecían las riberas del regato.

Pero un día cayó una centella sobre el mojinete del rancho y el olor de azufre ausentó para siempre la alegría de aquel sitio: una tarde, mientras Pío recorría su compito, repuntando la majada, se sintieron desde las casas dos tiros. Y como al llegar la noche, Pío no regresara, el viejo, alarmado, ensilló y fuese al campo.

En un bajío, junto a las pajas, se encontró con el cadáver de su hijo...

Lo velaron, lo enterraron.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 24 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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