Textos por orden alfabético inverso de Javier de Viana etiquetados como Cuento disponibles publicados el 31 de agosto de 2022

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 31-08-2022


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Recuerdos

Javier de Viana


Cuento


A Carlos Roxlo.


Eramos cuatro: un letrado estanciero, muy rico y muy noble; mi joven político a quien un ventarrón llevó de su aldea al parlamento y de éste al ejército revolucionario; un poeta exquisito y yo, anomo.

El hacendado, el joven político y yo, teníamos sobre el poeta tres indiscutibles superioridades: la primera saber andar a caballo; la segunda, llevar unas libras esterlinas en el cinto; la tercera... no ser poetas.

Él no poseía más caudal que su gran talento. Ahora bien: podéis creerme a no, pero os aseguro bajo mi palabra de honor que el talento es de una escasísima utilidad para un soldado revolucionario.

Allí, en nuestra guerra gaucha, el ser buen jinete permite gozar el summum de las comodidades, —léase: soportar el mínimun posible de molestias —sin contar con los servicios que puede prestar a los prudentes en un día de batalla, y a todos, hasta a los temerarios, en un día de derrota.

Y el poeta era un maturrango sin enmienda. Montaba unas veces por la izquierda y otras por la derecha, argumentando con aparente lógica que, siendo el caballo igualmente alto de un lado y del otro, y teniendo la silla idénticos estribos a diestra y siniestra, no existía razón para someterse al precepto rutinario que ordena subir por la izquierda. Desgraciadamente, los caballos no querían comprender este acertado razonamiento y con frecuencia aporreaban sin piedad al poeta.

En aquella campaña, larga y ruda, nuestro trovador pasó horas amargas. Él no sabía nada más que cantar, y sus cantos suaves, tiernos, melódicos no podían interesar allí, donde, casi diariamente oíase el canto de los fusiles y los cañones. ¡Cualquiera escucha una vidalita cuando está hablando un Canet!...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Prosiando

Javier de Viana


Cuento


A Bernardo Maupeu.


Como cueva de peludo era el potrero. Serpeante senda, tan angosta que las zarzas castigaban ambos flancos del caballo, y tan bajamente techada por el entrecruzamiento de las ramazones que debía el jinete mantenerse todo el tiempo echado sobre las crines; larguísima y obscura senda, en parte cortada por canalizos, en sitios obstruida por troncos atravesados, conducía al playo liso, limpio y verde, donde los matreros reposaban en absoluta seguridad.

Afuera, en el campo libre debía estar sobrando luz todavía, porque aún no habían vuelto las palomas de su excursión a los rastrojos, ni cantado la calandria la oración de silencio; pero allí, en el potril diminuto, enmurallado por árboles de veinte metros de altura y con más ramas que hijos tiene un matrimonio pobre, amulatábase el cielo y podía darse por ido el día.

Al pie de un vivaró que se alzaba a manera de torrejón sobre la chusma montaraz, el viejo don Tiburcio y el imberbe Saturno cimarroneaban y proseaban a la espera de los compañeros que salieron al mediodía en busca de carne.

Las circunstancias, el sitio, la hora, todo era propicio a la meditación, a pasar revista al pretérito, desgajando, descascarando, poniendo al descubierto el "cerno" del palo, lo que resiste, lo que perdura, lo que deslinda y orienta.

Decía el viejo:

—Asina es j'el destino 'e los hombre... Pero yo siempre he creído qu'el destino no es un bicho ciego que sacude palo p'acá y p'allá, sin carcular ni eligir, voltiando lo mesmo al inocente y al indino... No; qué querés: no creo. El destino no marca asina no más, al puro ñudo, sino que cuando tira una lechiguana pa un lao y desparrama la yel pal otro, razón no le ha de faltar p'hacerlo.


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Por un Olvido

Javier de Viana


Cuento


A Enrique Queirolo.


Invierno aborrecido aquel!... Era un llover que parecía que el cielo se hubiese agujereado por todas partes; y los vientos medio como locos, remolineaban, corriendo de aquí para allá, chiflaban con rabia y tan pronto se agachaban, arrastrándose por el suelo, barriendo el campo, y cacheteando bárbaramente a los árboles, como subían al cielo, llevándose por delante a los pájaros que se inclinaban, como buque que se va a pique.

—Y el frío!... ¡Virgen santísima!... El frío andaba suelto, mordiendo carnes con ferocidad de perro cimarrón.

A todo esto el sol, el único que podía sujetar un poco a aquellos tres bandidos,—la lluvia, el viento y el frío,—asomaba un poco la cabeza, miraba con un ojo solo, y se mandaba mudar en seguida, sin lástima, no digo por los hombres, pero al menos por los árboles y por los pobres corderitos recién nacidos.

¡Qué invierno canalla!

Recuerdo una vez, estaba anocheciendo y Paulino Suárez había desuñido junto al paso real de las Mulas. El arroyo estaba hondo, y si caía un chaparrón, el paso atrancado y un par de días de demora, pagando pastoreo en campo más pelado que badana.

Paulino Suárez, es claro, estaba con un humor de perro viejo acosado por la sabandija.

—¡Echa más leña, gurí!—de rezongó al muchacho que, arrollado junto al fogón, temblaba de frío lo mismo que cachila al pie de una masiega.—Y todavía no se había enderezado el chico, cuando ya el padre gritaba:

—¡Pero sopla el juego, haragán! ¿No ves que m'está augando el humo'?...

En eso se oyó a lo lejos el prolongado y triste rechinar de una carreta. El viejo prestó el oído y dijo:

—Son las carretas del pardo Serapio. ¡Siempre cachaciento el pardo!...


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Monologando

Javier de Viana


Cuento


A Elías Regules.


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¡Me... caiga el rancho encima!... Yo p'aserruchar no soy güeno... Si juese pa meniar hacha, no digo diferente; pero esto, refregar ropa sucia o rascarse bichos coloraos, me fastidia, palabra!...


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¿El qué?... ¿Qué mete ruido el serrucho?... ¿Cómo?... ¿Qué l'eche grasa?... ¡Sí!... ¡grasa!... ¡ya ni en las tripas tengo grasa yo!... Me han secao hasta la riñonada con este trabajito de cortar coronillas en miñanguitos, como chicolate, pa la cocina conómica...

¡Me caiga... en el lomo! ¡Dios redita en un tacho'e grasa a tuita la gringuería! ¡Cocina conómica!... ¡Leña cortada en piacitos como pulpa pa pichón de calandria!... Tuito por la nación, esa que el patrón se trujo de las Uropas!... ¡Pucha!... Aura acontece que hay que trair de las Uropas los toros, los carneros, los... caballos...—casi digo una mala palabra!...—Güeno... mala palabra no es...; en antes no era mala palabra, pero aura, con la cevilización... ¡Pucha, como me cansa el serrucho!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—Ya ni ganas pa cantar tengo... ¿Y quién va tener ganas pa cantar dispués de tres horas de meterle al serrucho, cortando sernos de coronilla?...

Como si las coronillas juecen manteca!... Y a todo esto sin tener con quien prosiar... Güeno eso no, porque yo me vareo solo, pero de tuitas layas... Aijuna! ¡un ñudo! ¡uf!... Descansá un poco Tiburcio... Echate en el suelo... ¿Tenés tabaco?... Pitá un poco... Y yo pito... ¡bah!... aunque s'enoje la gringa... ¡Pucha! ¡cómo nos han echao a perder el país los gringos!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


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Marca Sola

Javier de Viana


Cuento


A Augusto Murré.


La tarde se acababa. Como la comarca, en toda la extensión visible, era desoladamente plana, el sol se zambulló de golpe en el ocaso, no dejando fuera nada más que las puntas de sus crines de oro: lo suficiente, sin embargo, para avergonzar a la luna, que por el lado opuesto ascendía con cortedad, sabiendo que sus galas no pueden ser admiradas mientras quede en el cielo un reflejo de la pupila grande.

La glorieta de la pulpería se ensombreció repentinamente. Hubo un silencio, durante el cual, en un ángulo, veíase encenderse y apagarse una lucecita roja cada vez que el viejo Sandalio chupaba con fuerza el pucho mañero.

De pronto:

—¡Hay que desatar este ñudo!—exclamó Regino.—No puedo seguir viviendo medio augau con un güeso atravesao en el tragadero!...

—Arrempújalo con un trago'e giniebra,—aconsejó el viejo.

—No, ¡es al cuete!

—¡Qué ha'e ser al cuete!... ¡La giniebra li hace cosquilla a las tripas y alilea el alma, espantando el mosqueterío'e las penas!... ¡Métele al chúpis, muchacho, métele al chúpis!...

—¡No viejo!... Hay tierras que con la seca se güelven piedra, y con la lluvia barro, y cuando no matan de sé a las plantas, les pudren las ráices!...

—¡Muchachadas, no más, muchachadas!...

Regino se puso de pie, disponiéndose a salir.

—¿Ande vas?—interrogó el viejo.

—Pajuera, a tomar aire... ¡m'estoy augando aquí!...

—Vamo a tomar aire!... ¡No es la mejor bebida, pero es la más barata!... ¡Y dispués cuando un gaucho anda medio apestao del alma, necesita salir campo ajuera pa que naides les oiga los quejidos!... ¡Vamos p'ajuera!...

Salieron, yendo a recostarse en los horcones de la enramada, donde sus caballos esperaban mansamente que se apiadaran de ellos. Pero el viejo Sandalio era poco sentimental, y Regino tenía llena la cabeza con preocupaciones avasalladoras.


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La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.


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La Venganza de Paula Antonia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Felipe Luchinetti.


El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas. Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día; pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular, los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.

De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.


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La Chingola

Javier de Viana


Cuento


A Luis Doello Jurado.


Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul; al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.

Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.

Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.


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Justicia Humana

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Victoriano Martínez.


Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:

—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.

Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.

Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.

En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:

—Sí, señora.

Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:

—Sí, señora.

Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:

—Sí, señora.


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Horqueta en las Dos Orejas

Javier de Viana


Cuento


Para Andrés y Pablo.


El que construyó la Azotea del palo-a-pique debió ser un atormentado neurasténico: en las diez mil hectáreas, que entonces componían la heredad, no era posible hallar sitio menos apropiado para una población.

Alzábase la casa sobre un cerrillo pedregoso, casi rodeado, en curva estrecha, por un arroyo arbolado, que corría en el fondo; los vientos del sur, pasando sobre el bosque, azotaban furiosamente el cerro y la azotea que le servía de casquete; y los vientos del este, galopando en libertad por la cuchilla, iban a desparramar allí sus furias ladradoras.

El frente principal del edificio miraba al sur; el otro al oeste, como hecho expreso para que las humedades completasen la acción dañina de los vientos. Y por demás está decir que no había un sólo árbol. ¡Qué árbol iba a arraigar en aquel macizo granítico, donde fueron menester el barreno y la dinamita para abrir los cimientos!… De allí al paso real —único que existía en más de una legua de río— la distancia no era mayor de tres cuadras; pero de tal proclive y de tal modo erizado de guijarros y agrietado de zanjas, que para ir por leña al monte o por agua a la laguna, la carreta o la rastra debían ejecutar un rodeo de unos tres cuartos de legua por lo menos.

Sembrar, no se podía sembrar nada entre aquellas peñas donde la tierra, traída en las alas de un viento, se iba en alas de otro viento. Ni pasto nacía; apenas aquí y allá algunas maciegas de hierba larga, dura y rígida que hasta las chivas despreciaban.


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