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P'Hacerlo Rabiar al Otro

Javier de Viana


Cuento


—Me vi' a dir.

—¿P' ande?

Pa cualisquier pago que tenga arroyos ande uno pueda arrojarse...

—¿Tenés ganas de augarte?

—...o campos fieros, con serranías o cangrejales que permitan quebrarse el pescuezo de una rodada!...

—¡La pucha!... Sabe aparcero qu' está más fúnebre que cajón de difunto?... ¿Qué le acontece?.. ¿Carnió a lo gringo y cortó la vegiga de la yel?...

—¡Cuasi asina!... ¡De la res qu'he carniao, tuitas las tripas me resultan tripas amargas!...

—¿Y d' ahí?... El remedio está acollarao con la enfermedá: deje las achuras pa los perros y meriende los costillares y la pulpa...

—¡Si la res que carnié no tiene más que achuras!...

Esta última frase la pronunció Trifón con tal acento de amargura y de descorazonamiento, que su amigo Silverio, condolido, cambió de tono y exclamó afectuosamente:

—Estás desagerando, muchacho... Por ruin que sea la lonja, ningún lazo se rompe de la primera enlazada... ¿Qué te pasa para ponerte blandito asina?...

—¡Que m' ha de pasar!... Usté lo sabe bien.

—Carculo no más... Yo no he dentrao al rancho 'e tu alma pa saber si la cama está renga.

—No carece dentrar al agua pa saber qu' el arroyo está de nado.

—Sí; cuando se tiene seña. En el paso chico del Auspon, pu' ejemplo, yo sé que cuando l' agua llega al primer ñudo del sauce viejo de la derecha, moja las verijas del mancarrón, y cuando sube hasta la horqueta, baña el lomo... Eso sé, porque lo vide sinfinidad de ocasiones... Pero en tu caso...

—Mi caso es más claro entuavía,—respondió violentamente Trifón. Y echándose sobre los ojos el chambergo, se fué de la enramada.

Silverio, gaucho maduro ya, lo miró partir con lástima, sacudió la cabeza, sacó la tabaquera y mientras armaba un cigarrillo, exclamó:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Oí Cuando Ella Dijo

Javier de Viana


Cuento


—¡Salí! ¡salí! ¡basura!... ¡Vos sos como la flor del cardo, que no se puede oler porque pincha!... ¡Y como la flor del cardo sólo servís pa cuajar la leche!...

—¡Sujeta, Jacinta!...

—¿Pa qué?... Yo estoy acostumbrada a galopiar en cuesta abajo y no les temo a los tucu-tucus.

—¡Jacinta!

—Como siempre he sido zonza y he andao atrás tuyo, siguiéndote como sigue un cordero estraviao de la madre a cualesquiera que cruza el campo, sé que vos tenes parentesco con los aperiases y con las culebras; que te gustan los bañaos onde hay pajas y barro, onde no dentra el sol porque le d’asco, onde no dentran las gentes porque les da repunancía.

—¡Mirá Jacinta!

—Yo m’ensuciao las patas pa seguirte y he visto que sos haragán como lagarto, blando como palo’e seibo y falso como rial d’estaño.

—Mirá china, que yo...

—Vos sos lo mesmo qu’esos sancochos de penca pobre: pura partida, y al largar quedan paraos.

—¡No me calentés, Jacinta!...

—¡Si a vos no te calienta ni el sol de enero... porque si hace sol te acostás bajo un ombú a dormir y roncar como un perro!...

—¡Si yo me enojo... Jacinta...!

—¡Enójate de una vez!.., ¿En qué topa que no dentra, mozo?... ¡Yo no tengo miedo al rayo, y entre vos y el rayo,.. fíjate sí hay que galopiar, Lucindo!

—Si yo juese rayo...

—Yo me vestiría de blanco, trotaría por las cuchillas y cuando castigase mucho el aguacero, me apearía al pie de un árbol copudo!... ¡Ja, já, já!... Si vos jueses rayo, si todos los rayos juesen como vos, los rayos, sabes, serian más mansos que terneros guachos y no harían mal a naides!

—¡Jacinta!... ¿Vos cres que yo soy maula?...


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Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Obra Buena

Javier de Viana


Cuento


¿Cuántos años habían transcurrido desde la memorable conferencia que tuvieron Marco Julio y Juan José, en un perezoso atardecer otoñal en la montaña, sentados ambos al pie de un algarrobo centenario?

Marco Julio no lo recordaba, como no recordaba la edad que entonces tenían, él y su amigo, porque en aquella de la primera juventud, con toda la vida por delante, no preocupa la contabilidad de los años.

En cambio persistían nítidos en su memoria los detalles de la escena.

Hacía tiempo que ambos muchachos incubaban un plan atrevido, haciéndolo lentamente, reflexivamente, con la prudencia con que avanzan las mulas cuyanas por los desfiladeros andinos. Un día Juan José dijo:

—Ya tenemos cortados y pelados los mimbres: es momento de encomenzar a tejer el cesto.

—Es momento —asintió Marco Julio.

—Lueguito, en la afuera, junto al algarrobo grande.

—Lueguito allí.

Puntualmente acudieron a la cita, y tras cortas frases y largos silencios, decidieron ultimar el proyecto, por demás atrevido, de abandonar el estrecho, asfixiante valle nativo para correr fantástica aventura, trasladándose a Buenos Aires, la misteriosa; ave única capaz de empollar los huevos de sus desmedidas ambiciones juveniles.

Marco Julio y Juan José se conocían y se querían, como se conocían y querían sus respectivos ranchos paternos, que desde un siglo atrás se estaban mirando de sol a sol y de luna a luna, por encima del medianero tapial de cinacinas.

De tiempo inmemorial los ascendientes de Marco Julio se fueron sucediendo, de padres a hijos, en el cargo, tan honroso como misérrimo, de desasnadores de los chicos del lugar.

Y de padres a hijos, la estirpe de Juan José transmitía el banco de carpintero, el serrucho, la garlopa, el formón y el tarro de la cola.


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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

No Hay que Sestear el Domingo

Javier de Viana


Cuento


Un candil, produciendo más humo que luz, alumbraba débilmente la mezquina estancia, cuyo pajizo techo estremecíase a cada instante, sacudido por las ráfagas.

Sentado sobre el borde del catre, la cabeza gacha, don Epifanio estaba tan abstraído, que ni siquiera advirtió que la brasa del pucho le chamuscaba el recio bigote gris. Recién al sentir el calor sobre la «jeta» tornó a la realidad.

—¡Tiempo apestao!—clasificó con rabia.

Silvino, que sentado sobre un baúl, frente al catre, atormentaba una vieja guitarra llena de parches, asintió:

—Asqueroso... Con la húmeda, las cuerdas se aflojan, nu hay tiemple que resista, y asina, es claro, no me puede salir esta polca quebrallona qu'estoy componiendo pal familiar del domingo...

Don Epifanio lo miró con lástima.

—Siempre has de ser el mesmo—dijo;—siempre más preocupao en el lujo del apero qu'en el cuidao del caballo.

Silvino cruzó la pierna, acostó en ella la vihuela y, sonriendo con una sonrisa infantil que iluminaba su lindo rostro bronceado, respondió:

—¿Y en qué quiere que piense?... El cachorro, el potranco, el ternero y la borrega, sólo atinan a jugar, a divertirse; y bien disgraciaos serían si con el calostro en los labios comenzaran a riflisionar sobre los rebencazos que vendrán, las pinchaduras de las espuelas, el peso del yugo y el filo del cuchillo!...

—¡Vos te pensás que tuita la vida es domingo!...

—No, viejo, no; yo creo que la juventud es el domingo'e la vida, y que hay que aprovecharlo hasta el güeso, del mesmo modo que no se ha de tirar la botella mientras tenga un trago'e caña.

—En comparancia con la semana, el domingo es muy chiquito.

—¡Dejuro!... ¡Y por eso obliga sacarle el jugo, pelar bien la costilla sabrosa, criendo juerzas pa mascar la pulpa'e cogote que nos han de servir dende el clariar del lunes!...

—Mucho comer indigesta.


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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

No-ha-de

Javier de Viana


Cuento


La vió una tarde en que paseaba distraído por las pardas barrancas y arenosos zanjones del humilde barrio llamado—en la orgullosa ciudad de las siete Corrientes— Cambacuá; y que es, efectivamente, la cueva de los negros, de los pocos negros subsistentes en la vieja tierra indiana.

Él descendía, admirando el agreste paisaje, cuando ella ascendía, inclinado el cuerpo con el peso de la enorme cesta que llevaba al brazo. La vió y quedó fascinado.

Era muy joven y de una perfecta hermosura indígena. Los grandes ojos negros, iluminaban su esférico rostro broncíneo; bajo la naricita respingada, que dijérase la chimenea de una fragua para fundir metales de amor, abríanse en expansión florácea los carnosos labios trémulos; las cúspides de los senos nacientes se insinuaban tras el ténue percal de la bata; las caderas opulentas y los muslos torneados y firmes trasmitían extremecimientos tentadores a la roja pollera de saraza; las piernas desnudas, admirablemente modeladas, parecían dos columnas de cobre reposando sobre unos pies de princesa.

Varias mañanas, en esas luminosas mañanas correntinas en que el aire embriaga con el aliento capitoso de los azahares, la vió pasar con la cesta de chipá, torta de mandioca que la madre amasaba en la noche y ella iba a vender en el mercado.

Un día se atrevió a interpelarla.

—¿Quiere venderme todos los chipá? —le dijo.

La criolla se detuvo sorprendida, lo miró, sonrió y desdeñosamente echó a andar diciendo:

—No-ha-de.

Jacobo no atinó una respuesta, desconcertado por la actitud y por la voz de la morocha. Sin embargo, su admiración crecía y todas las mañanas y todas las tardes, iba, casi automáticamente, a pasear por las barrancas, pretextando el encanto del paisaje, pero en realidad por el deseo de verla pasar, siempre seria y huraña.


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3 págs. / 5 minutos / 21 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Mosca Brava

Javier de Viana


Cuento


Lo habían apodado así y él aceptaba gustoso el sobrenombre y afanábase en justificarlo.

A falta de hombría, de valor físico y de valor moral, el poseía como el insecto aludido, un aguzado aguijón y una gran agilidad para esquivar el peligro.

Pero si la mosca brava tenía la débil atenuante de hacer daño para nutrirse, por razones de supervivencia, Dermidio no se hallaba en igual caso: él dañaba por mero entretenimiento. Incapaz de labrarse su propia felicidad por medio de un esfuerzo constante, complacíase en mortificar la ajena, urdiendo intrigas y sembrando desconfianzas.

Había en la estancia de Craguatá un mayordomo muy viejo, tan viejo que ya no podía comer matambre asado ni contar cuentos ni sacar una carta del medio jugando al truco por tortas fritas.

Entonces él mismo recomendó al patrón un sucesor, Gervasio Ayala, un muchacho casi, pero que don Ambrosio, el mayordomo, conocía bien, y de cuya seriedad, honradez y competencia no trepidaba en salir garante. El patrón había objetado:

—Me parece muy cachorro y temo que no le obedezcan de buena gana.

Y el viejo:

—Pierda cuidao, don Antonio. Si no obedecen de güeña gana, lo harán de mala, pórqu’ese cachorro es de raza y sabe morder.

—Recién albíerto, —dijo con sorna el patrón,— que tiene cierto parecido con usted.

—Sí, es medio pariente, —confesó don Ambrosio ruborizándose.

Gervasio Ayala ocupó la mayordomia, y después de darle posesión del cargo, su protector, le dijo:

—Tuita la pionada es güeña, pero cuídate de Dermidio, «Mosca Brava», qu’es remolón p’al trabajo y guapo p’al lengüeteo y el enriedo.

—Dejeló por mi cuenta, —respondió el mozo.— La mosca brava no molesta más que a los impacientes que la espantan a manotones; ella juye, güelve otra güelta y cuanti más se calienta uno, más fácilmente se escapa. Yo sé un modo de arreglarla...


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Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Monologando

Javier de Viana


Cuento


A Elías Regules.


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¡Me... caiga el rancho encima!... Yo p'aserruchar no soy güeno... Si juese pa meniar hacha, no digo diferente; pero esto, refregar ropa sucia o rascarse bichos coloraos, me fastidia, palabra!...


Señores, escuchenmé:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—¿El qué?... ¿Qué mete ruido el serrucho?... ¿Cómo?... ¿Qué l'eche grasa?... ¡Sí!... ¡grasa!... ¡ya ni en las tripas tengo grasa yo!... Me han secao hasta la riñonada con este trabajito de cortar coronillas en miñanguitos, como chicolate, pa la cocina conómica...

¡Me caiga... en el lomo! ¡Dios redita en un tacho'e grasa a tuita la gringuería! ¡Cocina conómica!... ¡Leña cortada en piacitos como pulpa pa pichón de calandria!... Tuito por la nación, esa que el patrón se trujo de las Uropas!... ¡Pucha!... Aura acontece que hay que trair de las Uropas los toros, los carneros, los... caballos...—casi digo una mala palabra!...—Güeno... mala palabra no es...; en antes no era mala palabra, pero aura, con la cevilización... ¡Pucha, como me cansa el serrucho!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


—Ya ni ganas pa cantar tengo... ¿Y quién va tener ganas pa cantar dispués de tres horas de meterle al serrucho, cortando sernos de coronilla?...

Como si las coronillas juecen manteca!... Y a todo esto sin tener con quien prosiar... Güeno eso no, porque yo me vareo solo, pero de tuitas layas... Aijuna! ¡un ñudo! ¡uf!... Descansá un poco Tiburcio... Echate en el suelo... ¿Tenés tabaco?... Pitá un poco... Y yo pito... ¡bah!... aunque s'enoje la gringa... ¡Pucha! ¡cómo nos han echao a perder el país los gringos!...


Señores, escúchenme:
Tuvo mi yegua un potrillo...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Miseria!

Javier de Viana


Cuento


Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, de lluvias sin tregua y de fríos intensos; noches intranquilas pasadas al abrigo de! techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pampeanas que amenazaban arrancarle y esparcirle, hecho añicos, por las llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.

Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de los aburridos y de los domados a lazo por la estación inclemente.

En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de la reja con las manos en las quijadas y la boca abierta.

Adentro, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. Nunca faltaban cuatro piernas para una partida y la botella de caña y el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la mañana hasta las dos o las tres de la madrugada.

Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de indispensable necesidad, en las raras ocasiones en que faltaba una pierna. A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por compañero; hallaban que era muy zonzo y que no sabía mentir: cuando tenía cartas, se las estaban adivinando por el lomo y cuando se hallaba ciego, era más conocido que la fonda del pueblo. Si por casualidad ligaba treinta y tres, nadie le daba una falta; y si se aventuraba a retrucar con el bastillo, era a la fija que lo estaba esperando la espadilla para ensartarlo en un vale cuatro. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como potrillo nacido en viernes santo.


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4 págs. / 7 minutos / 22 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Mendocina

Javier de Viana


Cuento


En el fondo de un zanjón cuyos bordes semejan los cárdenos labios de una herida se enverdece un mísero filete de agua, bien escondido entre ásperas masiegas, sin duda para evitar la codicia de la inmensa llanura devorada por la sed.

Tras un bosquecillo de chañar —donde los troncos dorados parecen lingotes de oro sosteniendo negra ramazón de hierro,— luce una joven alameda, que presta sombra a la finca, deteniendo en parte la incesante llovizna de arenas finísimas que los vientos recogen de la pampa.

El edificio, bajo, con muros de adobones con techos de caña embarrada, con su color gríseo —un extraño color de mulato enfermizo,— presenta un no sé qué de triste, de melancólico, de casa de silencio y de duelo.

Sin embargo hay fiesta en la finca.

A la sombra de álamos y sauces, se ven bostezar varios de esos bravos caballitos mendocinos que Fader ha pintado con asombrosa verdad; se ven dormitar varias de esas gallardas mulas andinas, la mitad de! cuerpo oculto en la silla montañés, de la que penden los estribos de cuero con guardamontes y capacho en la cabeza enteramente oculta con los innumerables caireles de lonja.

Y desde adentro, desde la sala —cuya puerta perfuman como boca de mujer, tupidos racimos de glicinas,— las guitarras lanzan torrentes de armonías.

Las «tonadas» chilenas —que traen reminiscencias del viejo romance español,— se balancean en cadencias de una dulzura y de una melancolía de cosas muy lejanas, de cosas idas: cantos dolientes de una raza desesperanzada; cantos que parecen coros de viudas sin consuelo junto al túmulo del esposo muerto. Cada compás es un quejido; cada estrofa un lamento, y cuando la música cesa y las voces callan, parece que se escuchara el susurro de un eco quejumbroso, el eco de ruegos extraños que fueran resbalando por las peñas de las cumbres, sin encontrar abismo asaz profundo donde disolverse en las sombras.


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Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Matapájaros

Javier de Viana


Cuento


¿Cuál era su nombre?

Nadie lo sabía. Ni él mismo, probablemente. Fernández o Pérez, y si alguien le hacía notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:

—¡Qué sé yo!... ¿Qué importa el apelativo?... Los pobres semos como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato, Barcino... ¿Pa qué más?...

En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un vagabundo. Dormía y comía en las casas donde lo llamaban para algún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro, o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; componer un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.

Terminando su trabajo, que siempre se lo remuneraban con unos pocos reales—lo que quisieran darle,—se marchaba, sin rumbo, al azar.

Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque que aún siendo él, como era, chiquitín y magro, no hubiera podido conducirlo sobre sus lomos durante una jornada entera.

Pero Juan marchaba casi todo el tiempo a pie llevando al hombro la vieja escopeta de fulminante, que no la abandonaba jamás.

Él iba adelante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, deteniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca rezagada.

Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino cubierto de abundante y substancioso pasto y el animal apresuraba los tarascones, demorábase, levantando de tiempo en tiempo, la cabeza, como implorando del amo:

—«Déjame aprovechar esta bolada».


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2 págs. / 3 minutos / 41 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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