Textos más largos de Javier de Viana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 9

Mostrando 81 a 90 de 294 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


7891011

Flor de Basurero

Javier de Viana


Cuento


Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.

Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.

Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.

Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.

Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.

—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.

Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.

Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.

—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.

—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 44 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Vampira

Javier de Viana


Cuento


Extraordinariamente alto, extraordinariamente flaco, el rostro surcado en todo sentido por innumerables arrugas, los ojillos grises, ensombrecidos por el zarzal de las cejas; la cara larga y huesuda, color de cobre oxidado y salpicada de como masiegas la corta y rala barba cenicienta: tal era don Epifanio Magallanes.

Hombre malo no fué nunca; pero sí siempre adusto, avaro de las palabras hasta el punto de suplirlas por gestos las más veces.

En su casa jamás hubo una fiesta; domingo, días patrios, Navidad, carnavales, y hasta los aniversarios familiares, pasaban inadvertidos: el calendario era allí completamente innecesario

A la pulpería iba de tarde en tarde y muy de mañana, para hacer sus compras, vender sus frutos o arreglar sus cuentas, empleando en ello el menor tiempo posible, rehusando siempre cualquier invitación que se le hiciera. Si le ofertaban un cigarrillo, respondía invariablemente:

—Gracias, no sé fumar.

Si a servirse de una copa:

—Gracias, no sé beber.

Y tampoco sabía tomar mate, y, claro está, mucho menos jugar a ningún juego de naipes.

Con sus peones era un tirano manso; no los gritaba, no los retaba nunca, pero exigía el máximun del trabajo, y la falta más insignificante era motivo de inmediata destitución. Y hay que agregar el parsimonioso racionamiento, la absoluta prohibición de tertulias, de juegos y jaranas.

Y, sin embargo, no le querían mal; pues les constaba que esa severidad y aquella tacañería no provenían de él. Aquel tirano, seco de alma como de cuerpo, era un miserable esclavo de su odiosa mujer, misia Camila, a quien los peones, entre sí, y con recelosa reserva, llamaban la «Vampira».


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 22 visitas.

Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Mi Prima Ulogia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Claudio Willintan.


La pulpería de Umpiérrez, en la Cuchilla Brava, cerca del Arerunguá Chico, era casi un cubo, y á la distancia, aislada como estaba en la cumbre de la loma, sin un árbol á su alrededor, parecía inmenso y pulido bloque de piedra blanca, plantado sobre la felpa verde de la colina.

Sin embargo, en aquel dorado domingo de enero, el habitual aspecto de la pulpería había cambiado. A su alrededor, blanqueaba un escuadrón de carpas y negreaban las enramadas, construidas en un día con cuatro horcones de blanquillo y varias carradas de ramaje de laurel y chalchal.

Además, veíanse desparramados por el contorno, carretas y carros, caballos y bueyes; y mientras de costumbre reinaba un silencio adusto, entonces, era todo bullicio: chocar de arreos de plata; sonoras interjecciones de gauchos y de perros, chillidos de acordeón y de mujeres; lloriqueos de guitarras y de niños; lamentables mugidos de bueyes hambrientos, y sonoros relinchos de parejeros ansiosos de lucha...

Junto á un ombú, un paisanito empurpurado, balbuceando frases de amor al oído de una chinita derretida...

Junto á las casas, un bullicioso grupo de jugadores de taba....

Junto á un carretón, una vieja friendo tortas y pasteles, rodeada de parroquianos y lanzando zafadurías por sus labios de pergamino, sin dejar caer el cigarro de chala...

Más allá, la pista, alisada, peinada como criolla en noche de baile, y varios profesionales que la recorren, estudiándola en todos los detalles de las trescientas varas comprendidas entre la «largada» y la «raya».

Y sobre todo eso, sobre el cubo blanco, sobre las carpas grises, sobre los hombres, sobre los animales, el sol, el gran sol de enero, derramaba fuego.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 25 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Las Tormentas

Javier de Viana


Cuento


Para Artidoro de Viana.


Muere el día, estrangulado por un dogal de fuego.

En el poniente, el rojo cárdeno del sol que se va como con rabia, hace levantar de la tierra un vapor gríseo, parecido á la humareda de un asado que se quema.

En el oriente, ensombrecido ya, negrea, cual curva y enorme ceja de criolla, el monte espeso y bravío que borda las márgenes de un arroyo al que no sin razón le llaman «Malo».

Desde esa barrera obscura hasta el incendio crepuscular del occidente, la tierra y el cielo van ofreciendo suave graduación de luz, perfectamente abarcable á la vista desde el lomo empinado de la cuchilla.

En la amplia extensión del campo, sobre las lomas, los vacunos ambulan aún, indecisos, irresolutos, sin ánimo para seguir triscando la hierba y sin decisión para tenderse sobre ella y entregarse á la melancólica función de la rumia, que es, para las bestias, como prolijo recuento de lo ganado en el día.

Un ternero extraviado de la madre, bala lastimosamente á la distancia; y la madre, volviendo la pesada cabeza y buscándole con sus grandes ojos redondos, llenos de bondad y de pena, le responde con otro balido más angustioso aún.

Por los llanos, ya ennegrecidos, se encaminan lentamente hacia el rodeo, balando y tosiendo, las majadas.

Al ras de la tierra se escurren las perdices silbando con infinita melancolía, y pasan por delante de las cachilas, que de pie, inmóviles, junto á la maciega parecen esperar resignadamente algo maléfico.

En lo alto, tendidas y quietas las grandes alas potentes, planea un caraneho, ambarado el plumaje y enrojecidas, las pupilas por los reflejos del sol muriente; y, rígidas sobre los postes del alambrado, las lechuzas, esponjando el ropaje gris, lanzan de rato en rato un graznido más prolongado y más lúgubre que de costumbre.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 23 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Un Despertar

Javier de Viana


Cuento


Había cerrado la noche, y agotada la grasa del candil, la cocina hallábase casi en tinieblas, pues las brasas del fogón apenas iluminaban débilmente y a intervalos, el rostro de Peregrina, quien se sorprendió cuando Cleto, casi al lado suyo, le dió cariñosamente las buenas noches.

Sin acritud, pero con firmeza, advirtióle la joven:

—Ya sabes que no debemos encontrarnos solos... ¿Qué querías?

—Verte.

—Si no andás con los ojos cerrados, me podés ver todo el día; y más mejor que aura, en lo oscuro.

—Y hablarte.

—Yo no te puedo escuchar; ya te lo dije ves pasada, y vos me prometiste respetar mis razones.

—¡Pero es que no puedo olvidar! —gimió el mozo.

—Yo tampoco te olvido.

—¡No puedo resinarme a verte casada con otro!...

—¡Yo tengo que resinarme y sufrir más que vos, acollarada a un hombre que nunca podré querer, pero al cual he de serle fiel toda la vida!...

—¡Y me condenás a quedar como ternero guacho?

—Casi siempre vale más criarse guacho que alimentao por una madrasta!

Con voz ahogada por la pena, gimió el mozo:

—¡Ya no me querés!... Tu amor jué una linda fruta que se cayó verde del árbol.

—¡Quizás por demasiado grande!

—¡Tal vez por falta ’e juerza!... Dende perjeños juimos amiguitos, y eramos entuavía unos mocosos, cuando una tarde, en la orilla’el arroyo, juramos que habríamos de ser marido y mujer, que habríamos de pasar la vida juntitos como el casal de torcazas qu’en ese mesmo estante s’acariciaban sobre una rama del tala grande que cuida la boca de la picada!...

Yo te marqué en la boca con un beso y vos pusistes en mi boca la marca de tus labios!... ¡Marcas a juego, Peregrina!... y esas marcas no se borran!...

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —respondió sollozando la moza.

Y luego, en arranque violento y desesperado, exclamó:


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 26 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Crímenes Gauchos

Javier de Viana


Cuento


Agotábase el día, lentamente, como en un bostezo de fastidio; de fastidio y de rabia por la rigurosa inclemencia del sol.

Huyendo del galpón, —que con sus muros de piedra y su techo de cinc ofrecía la temperatura de un horno caldeado al rojo blanco,— los peones preparaban el asado bajo la enramada, tomando, entretanto, el cimarrón con agua tibia.

Todos estaban fatigados con la ruda labor del día, idéntica repetición de la que venían ejecutando desde una quincena atrás. Desde el alba hasta el crepúsculo, pasábanlo en el campo, sin comer, sin matear, cuereando las docenas de vacunos y los centenares de lanares que el carbunclo y el saguaipé, en infame consorcio, abatían diariamente.

Ninguno protestó, sin embargo, ni a ninguno se le ocurrió exigir aumento de salario. Es verdad que al frente de ellos, estaban el patrón, el septuagenario don Amadeo, y sus cinco hijos varones, estimulándolos con el ejemplo y obligándolos a la abnegación y al sacrificio. Y es verdad también que don Amadeo era el padre y el amigo de todos ellos. Con ese elocuente grafismo de la parla gaucha, alguien lo definió diciendo:

—Pal patrón, un tajito en cualquier parte del cuerpo le resultaría una puñalada mortal, porque el corazón le enllena tuito el cuerpo.

Mientras los peones descansaban, esperando ansiosos que estuviese a punto el asado, don Amadeo inspeccionaba los cueros vacunos estaqueados en el patio y los lanares colgados del cerco de alambre. De pronto se irguió para mirar a! campo.

—Ahí viene llegando un forastero, —dijo;— y pu’el caballo tordillo de sobrepaso, se me hace qu'es mi compadre Aranga.

—Y es él, mesmo... ¿Qué diablos lo trairán a mi compadre Uranga a estas horas?...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 25 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Canto de la Calandria

Javier de Viana


Cuento


El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los más lindos y alegres parajes de las riberas del Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pendiente hasta el arenal del paso, un lecho de arenas finísimas, en medio de las cuales brillaban, a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas. Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos cortinados de púrpura acompañando el arenal hasta la orilla del agua.

Era de los parajes más lindos y más alegres, naturalmente; y lo fué muchísimo más cuando Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el prolijo ranchito edificado en la loma, a media cuadra del arroyo.

Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cuyos cantos hacían competencia, desde el alba hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jilgueros, a los cardenales y a los sabiás, los filarmónicos vecinos de enfrente.

Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carácter. A los tres años de casados seguían queriéndose con la intensidad del primer día. En aquel ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no había penetrado nunca.

Juan y Feliciana, los «cachorros», como los llamaban en el pago, eran la admiración de todos y la envidia de muchos.

Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.

Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.

Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 19 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Injusticia de un Justo

Javier de Viana


Cuento


Durante tres días, Servando Jupes había viajado serena, tranquilamente, a trote metódico que le rendía quince leguas por jornada, sin cansancio para él ni para su rosillo.

Por el contrario, nunca como en el transcurso de esos tres días sintióse, física y moralmente, mejor: desaparecidos sus crueles dolores en la espalda y muy raros los desgarradores accesos de tos, y ausente la fiebre, hasta entonces inevitable y atroz compañero de lecho.

Su alma disfrutaba de igual bienestar. No pensaba. Cuando de improvisto resolvió aquel viaje de regreso al pago, a los veintiún años justos, ni un día más ni un día menos de la partida, no hubo en su cerebro la trama de ningún razonamiento que explicara su decisión; preparó las maletas, ensilló el caballo y partió, de la misma manera inconsciente con que se sacan los avíos, se arma, se enciende y se fuma un cigarrillo.

Una razón y una causa, y un objeto hay siempre, es claro; pero no teniendo conciencia de ellos, no hay esperanza, y no habiendo esperanza no hay duda y no habiendo duda no hay pena.

Él emprendió el viaje sin saber por qué ni para qué; y en lo largo de las cuarenta y cinco leguas andadas no lo fastidió el mangangá de ningún recuerdo, ni de ninguna aspiración de futuro. El mayor encanto de los viajes está en eso, en que mientras el cuerpo se traslada, cambiando de regiones, el alma permanece inmóvil, adormecida en el tibio nido de un paréntesis.

Pero si se pudiera vivir siempre esa vida estátitica, la vida seria linda; y nadie ha pensado seguramente en que la vida sea linda. «Parirás con dolor tu hijo...» y el libro no dice, porque era innecesario decirlo: «Y trasmitirás con tu sangre a tus hijos el dolor de tu parto; y malaventurados quienes no tengan fortaleza para soportar el dolor».


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Pañuelo de Seda

Javier de Viana


Cuento


El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.

El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.

Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.

Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 30 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

7891011