Lo que se Escribe en Pizarras
Javier de Viana
Cuento
La sobremesa se había prolongado más de lo habitual. El fogón estaba moribundo y las grandes brasas, reducidas a como pequeños rubíes engarzados en la plata de la ceniza, carecían ya de fuerza para mantener, siquiera tibia, el agua de la pava. El sueño iba embozando las conversaciones, y con frecuencia los dedos negros y velludos tapiaban, cual una reja, las bocas, para impedir que los bostezos escaparan en tropel bullicioso.
Don Bruno, el tropero, que llevaba ya tres días de permanencia en la estancia, fue el primero en ponerse de pié, diciendo:
—Ya es hora de dir a estirar los güesos y darle un poco ’e gusto al ojo, que mañana hay qu’estar de punta al primer canto ’el gallo.
—¿De modo que ya nos deja? —preguntó por urbanidad el estanciero.
—A la juerza. Primero que ya el incomodo es mucho, y dispués, agua que no corre se pudre.
Don Bruno salió en compañía de Naverio, a quien dijo cuando estuvieron solos:
—Yo no espero más; por cumplir la promesa que le hice a tu finao padre, he venido a buscarte ofreciéndote mi ayuda. No puedo esperar más: o venís mañana conmigo, o arréglate por tu cuenta. ¿Has entendido?
—Sí, padrino,—respondió el mozo.
—Güeno ¿vamos a dormir?
—Vaya diendo, ya lo sigo.
Cuando el tropero entró al cuarto de huéspedes, Niverio fué sigilosamente hacia el portón que cerraba el patio de la estancia.
Goyita lo esperaba impaciente.
—¡Cómo has tardado! —reprochó.
—Había que decidirse, —respondió con tristeza el mozo.
—¿Te vas?
Dominio público
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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.