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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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Chaqueña

Javier de Viana


Cuento


Habíamos andado todo el día, a tranco de mula por el serpeante camino que a veces cruza en diámetro un vallecito circular, a veces se hunde, a manera de reptil en el amplio túnel formado por las insolentes ramasones de los quebrachos, grandes como catedrales.

Iba cayendo la tarde y teníamos la vista y la mente fatigadas con la incesante contemplación de la selva sin término. Un viento del sur, espantando el bochorno, castigábanos en cambio con el polvo rojizo y sutil de las arenosas tierras de la pampa chaqueña; el tormento del polvo, digno competidor de la saña perversa de mosquitos y jejenes. El cielo mantenía en la inmensidad de su imperio el impertinente azul que enceguece, que domina, que anonada con la monotonía de sus luminosidades.

Saliendo de un laberinto de frondas ásperas y amenazantes, abrióse de pronto ante nosotros un risueño vallecito tapizado con el dañino capihacuá (pasto que pincha), terror de las cabalgaduras a las cuales se obliga a cruzar sobre ellos sin la protección de las polainas de cuero.

Formaba el descampado aquel, una circunferencia casi perfecta en un diámetro no mayor de quinientos metros. Aquí y allá, sobre el tapiz de hierba, gallardeaban las palmas carandaís, la teja natural de las techumbres comarcanas.

Por todas partes la selva lujuriosa rodeaba el valle con alta, ancha, impenetrable barrera, entre cuyos verdes diversos, echaban como una sonrisa los lapachos con las grandes manchas rosadas de sus flores, junto al cobre de los adustos guayacanes y la púrpura imperial de los ceibos. En el centro del playo centelleaba cual pupila de acero un lagunejo de aguas blancas donde bogaban dulcemente, semejando diminutos barcos negros, los pescadores mbiguás.


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4 págs. / 7 minutos / 25 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Charla Gaucha

Javier de Viana


Cuento


Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habría de ser. Noche asfixiante. El sol había desparramado tanto calor durante el dia, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevárselo para su cueva de occidente.

Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visible, parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde ocultarse.

Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, prefiriendo sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, para impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la patrona.

En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre vellones, la peonada charlaba tomando mate «tibión y labao.»

Los bichos de luz rayaban el cielo en todas direcciones; los «cascarudos» silvadores y hediondos, casi ciegos y borrachos de un todo, pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:

—Esta sabandija es como nágua’e china comadrona: mucho ruido, mucho viento y al primer apretón se aplasta.

—Pero no jiede.

—¿Qué sabés vos?..

—Es verdá... ¡disculpe, maistro!

Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y venían, atiborrándose de insectos en sus, al parecer, giros idiotas.

De rato en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna culebra que le tenia medio tragado. Un enjambre de insectos pequeñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.

—¿Pa qué hará chus chus la lechuza? —interrogó Serapio.


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2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.


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3 págs. / 5 minutos / 30 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Collera Rota

Javier de Viana


Cuento


En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.

—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.

Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.

Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.

Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.

Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.

De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.

—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.

Se detuvo, sin embargo.


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3 págs. / 6 minutos / 23 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Combate Nocturno

Javier de Viana


Cuento


Encendida como rostro abofeteado, conservóse la atmósfera durante aquella tarde. Sobre el suelo abierto en grietas, las amarillas hojas yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido; sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de rendir las frentes sobre la cálida alfombra de grama. Los caballos y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia del arroyo. Las tarariras desfallecían flotado sobre el plomo derretido de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ovejas sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas escamosas, trotaban los unicornios, inmovilizábanse los zorrinos, zumbaban las avispas y esponjaban las plumas las cachilas. El sol, sin lástimas, castigaba; castigaba a todos los seres de la creación, desde la hierba hasta el árbol, desde el insecto hasta el hombre, para probar resistencias sin duda. En la selva, la brisa bochornosa había humillado todas las imperiales vestimentas de estío. Los árboles en flor sudaban sus perfumes, acres a fuer de violentos, hediondos como vaho de piel de lujuria. Estremecíanse los ceibos bajo las ascuas de sus corolas purpúreas; los blancos racimos femeninos de los sarandíes, repugnaban en el medroso abandono que los exponía desnudados, expandiendo aromas ultra capitosos, repulsivos en su intensidad vulgar. Los viejos de la selva presentían borrascas y adustos, sin fanfarronadas y sin miedo, afirmaban las raíces, en tanto los sauces pusilánimes; vencidos por la canícula, doblegaban las cabezas de cabellera lacia y mustia, como doncel rendido en la ebriedad de una noche amorosa, y en tanto las temblorosas enredaderas sollozaban avergonzadas del repentino envejecimiento de sus flores, ajadas por el bochorno.


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2 págs. / 4 minutos / 28 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Come-Cola

Javier de Viana


Cuento


Malambio Ojeda tenía la mala costumbre de preparar con demasiada lentitud las cosas. En cierta oportunidad debía correr un caballo de su patrón y todo el mundo esperaba una derrota.

La más incrédula era Leonilda, la hija del capataz, quien díjole con mofa cruel:

—¡Lástima de potrillo!... ¡Tan lindo y tener que comer cola!...

—¡Le juego un pañuelo de seda y le doy el campo! —respondió el mozo.

—¡Jugado! —respondió ella en el acto.

Llegó el día de la prueba, y el moro de Malambio ganó por más de dos cuerpos el primer “terno”, no obstante haberle tocado competir con el favorito.

Por eso al volver al camino para la decisión —la lucha entre los tres ganadores de los respectivos “ternos”, nadie aceptaba, sino con gran usura, apuestas contra el moro.

Comenzaron las “partidas”, que Malambio, prudente, decidido a largar con ventaja, prolongó por largo tiempo. Su caballo, hasta entonces tranquilo, se enardeció extremadamente. Leonilda, que a orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack, batió palmas, y gritó:

—¡Come-cola, come-cola!

Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le sacasen una ventaja que de ningún modo pudo recuperar después, y una vez más “comió cola”...

Por la noche hubo gran baile en la pulpería, y el desgraciado mozo decidió corregirse de su exceso de preparación y declararle a Leonilda el amor que de largo tiempo atrás le profesaba. Más de dos horas estuvo preparando las frases con que habría de abordarla. Entró al fin a la sala y díjole:

—Aquí le traigo el pañuelo perdido.

—Tuvo güen gusto —agradeció ella observando la prenda.

—Y espero me conceda esta polca...

Sonrió la moza y respondióle con hiriente ironía:

—¡Comió cola, Malambio!... Estoy comprometida.


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1 pág. / 2 minutos / 21 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Como Alpargata

Javier de Viana


Cuento


—¡Ladiate!

—¡Ay!... cuasi me descoyuntas el cuadril con la pechada!...

—¡Y por qué no das lao!...

—Lao!,.. lao!... Dende que nací nu’hago otra cosa que darles lao a tuitos, porque en la cancha e la vida se olvidaron de dejarme senda pa mí! ¡Suerte de oveja!...

Y lentamente arrastrando la pierna dolorida, escupiendo el pasto, refunfuñando reproches, Castillo se alejó; en tanto Faustino, orgulloso de su fuerte juventud triunfadora, iba a recoger admiraciones en un grupo de polleras almidonadas.

—¡Cristiano maula! —exclamó el indiecito Venancio, mirando a Castillo con profundo desprecio. Éste le oyó, se detuvo,y con la cara grande y plácida iluminada por un relámpago de coraje, dijo:

—¿Maula?... ¿Creen que de maula no le quebré la carretilla de un trompazo a ese gallito cacareador?...

—¿De prudente, entonces?...

—De escarmentao. Yo sé que dispués de concluir con ése tendría que empezar con otro y con otro, sin término, como quien cuenta estrellas. ¿Pa qué correrla sabiendo que no he'e ganar, que si me sobra caballo se me atraviesa un aujero, y que si por chiripa gano, me la ha de embrollar el juez?...

Y sin esperar respuesta, continuó alejándose aquel pobre diablo eternamente castigado por las inclemencias de la vida, cordero sin madre que no ha de mamar por más que bale, taba sin suerte que es el ñudo hacer correr!...

—¡Vida de oveja! ¡Vida de oveja! —iba mascullando mientras se alejaba en busca de un fogón abandonado donde pudiese tomar un amargo con la cebadura que otros dejaron cansada, con el agua recocida y tibia.

Allí, en cuclillas, con la pava entre las piernas, con la cabeza gacha, chupaba, chupaba el líquido insulso, sin escuchar las músicas y las risas que desparramaban por el monte las alegrías juveniles. En aquel domingo de holgorio su alma permanecía obscura y desolada. ¡Si su alma no tenía domingos!...


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Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Como en el Tiempo de Antes

Javier de Viana


Cuento


Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..


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Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como Hace Veinte Años

Javier de Viana


Cuento


Con suave lentitud venía insinuándose la noche, y en el gris vespertino, una brisa salutífera aportaba un calmante a las ardentías de la tarde estival.

Pasado el sopor del bochorno, los cuerpos experimentaban la intensa satisfacción del funcionamiento de los órganos. Era uno de esos instantes en que los hombres sienten la necesidad de ser buenos por imposición de la calma, pues es sabido que la bondad es estática, así como la maldad es un sentimiento en acción.

Y en tales circunstancias se encontraron don Heriberto, cimarroneando y charlando con Pedro Luis, el donjuanesco gauchito del distrito, cuya conducta le traía avinagrada el alma. Cuando le diera cita, su espíritu ardía en rencores, dispuesto a increpar y a castigar; más allí, en la apacibilidad de la tarde moribunda, descolorida y silenciosa, vióse invadido por un sentimiento de conteporización y de perdón.

Bajo la entreabierta camisa de percal rayado, veíase un rudo pecho velloso alzarse y bajar regularmente al influjo del sereno latir del corazón. En su rostro enérgico reflejábase el alma en reposo.

—Si, amigo —dijó;— yo siempre tuve confianza en vos, porque sé que las locuras son cosa común en la mozada... Al principio, cuando me enteré de la falla de m’hija, me dió rabia... ¿a quién no le sucede lo mesmo?... pero después juí pensando que tuito se arregla, habiendo gana, y que los hombres hablando se entienden... Yo te conozco a vos... la muchacha es buena y te quiere una barbaridá... ¡Hace dos días que no come la pobrecita!... Dispués, el año ha venido bien... Doscientas reses, una majadita y población les puedo dar...

Don Heriberto había dicho lo que antecede con voz tranquila y calmosa, observando a Luis Pedro, quien con la vista en el suelo, guardaba silencio, golpeándose la caña de la bota con el rebenque. Tras una pausa interrogatoria, el viejo preguntó directamente:

—¿Qué decís?


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Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Como la Gente

Javier de Viana


Cuento


Cuando visito un pueblo o una ciudad provincial, gusto de recorrer los suburbios, porque son ellos quienes me suministran pasta maleable para intentar arte. Los pueblos y las ciudades provinciales se parecen a las toronjas: sólo la cáscara tiene sabor y valor sativo; el interior son granos y agua: funcionarios, «pa. venus» y brutos solemnes envueltos en el pergamino de un título universitario. Todo sin sustancia y todo uniforme, como un artículo de confección o una romanza en pianola. Nadie es suyo; nadie es alguien. En cambio, en la orilla, acodado al mostrador de zinc de una taberna, se ven almas al través de las ropas desgarradas; almas sucias, almas cubiertas de cicatrices, desteñidas, remendadas, pero ingenuas, simples, naturales, verídicas, porque no tienen fuerza para mentir...

Una noche me encontré en el beberaje de un almacén orillero, en un pueblucho de la provincia de Buenos Aires, con un tipo extraño, uno de esos tipos que son como la osamenta de un drama. Su potente armadura ósea denunciaba la robustez pasada; porque ahora menguado en carnes, arrugado el rostro como un sobre vacío, sin luz los ojos, trémulos los dedos flacos, nudosos, negros, con arqueadas uñas de roedor troglodita, tenía todo el aspecto de una tapera.

Le hablé. Al principio sólo pude sacarle frases incoherentes; luego, sobada con la mordaza de la ginebra, se le ablandó la lengua, y, a tropezones me contó su vida.


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2 págs. / 4 minutos / 61 visitas.

Publicado el 24 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

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