Textos de Javier de Viana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 14

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Por un Papelito

Javier de Viana


Cuento


Que aquello pasaba así, hacía tanto tiempo, tanto tiempo, que nadie era capaz de fijar fecha.

Desde tiempo inmemorial, fuese verano, fuese invierno, así rabiase el cielo, echando rayos, vientos y truenos, así viejo sátiro, envolviese en tules de oro, de ópalo y de cobalto, en suave caricia en beso afelpado a la Sierra, la amante fuerte y fecunda; siempre había sido lo mismo en la Estancia de «Los Árboles» donde, cumple al veraz cronista decirlo, jamás hubo árbol alguno.

Mucho antes de aclarar, levantábase el capataz, iba al galpón, hacia fuego, llenaba de agua la pava, y en tanto entraba en ebullición, ensartaba el asado, un gran asado siempre.

Luego iban cayendo los peones y el patrón, cual si hubiese recibido previo aviso, presentábase cuando ya estaba a punto el medio capón, cuya mayor parte iba a parar a su vientre poderoso.

Hombre feliz, don Gaspar. Reía siempre y no se enojaba ni cuando estaba enojado.

Muy grande, alto, ancho, obeso, rubicundo, el exceso de salud lo hacía excesivamente bueno y jovial.

Y con todo eso de una regularidad absoluta en el cumplimiento de sus deberes de patrón.

El capataz y los peones lo sabían perfectamente y sabiéndolo, causóles honda extrañeza aquel día en que don Gaspar apareció en el galpón cuando el sol había alumbrado plenamente el cielo.

Y más cxtrañeza aún advirtiendo que sólo comió un par de costillas y dijo «gracias» al segundo amargo.

Contra su costumbre inveterada no dió orden ninguna, montó a caballo y salió, —también contra su costumbre,— sin solicitar acompañamiento de ningún peón.

—Me parece que al patrón le ha picao alguna mosca mala —observó uno de ellos.

Severa y sentenciosamente, el capataz dijo:

—El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tábano!

Nadie replicó.


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Por el Nene

Javier de Viana


Cuento


Bien dice la filosofía gaucha que cuando un rancho se empieza a llover, es al ñudo remendar la quincha.

La vida había ofrecido a Pío Barreto un rancho pequeño pero abrigado, cómodo y lindo. Con sus ahorros de trabajador juicioso, sin vicios, logró adquirir un pedacito de campo. Una majada de quinientas ovejas, media docena de lecheras, otra media docenas de caballos, tres yuntas de bueyes y una extensa chacra —que él sólo roturaba, sembraba, carpía y recolectaba— permitíanle vivir desahogadamente.

Y su mujer, linda, buena y hacendosa, y su hijito, sano y alegre como un cachorro, y su santo padre, el viejo Exaltación, ensolecían su existencia, pagando con creces sus fatigas.

Pío contaba cuarenta años; su mujer Eva, treinta; cinco el perjeño y el abuelo... muchos.

Nunca un altercado, nunca una discordia en aquella casa, donde —bueno es decirio— no se conocían los parejeros, ni los naipes, ni las bebidas alcohólicas.

Asemejábase aquel hogar a la cañada que corría a dos cuadras de las casas: las aguas siempre puras, viajaban siempre con el mismo lento ritmo, sin remover ia piedrecillas del lecho y sin asustar con rugientes brusquedades a las plácidas plateadas mojarritas que en copiosos cardúmenes pirueteaban disputándose las hojas carnosas de los berros que enverdecían las riberas del regato.

Pero un día cayó una centella sobre el mojinete del rancho y el olor de azufre ausentó para siempre la alegría de aquel sitio: una tarde, mientras Pío recorría su compito, repuntando la majada, se sintieron desde las casas dos tiros. Y como al llegar la noche, Pío no regresara, el viejo, alarmado, ensilló y fuese al campo.

En un bajío, junto a las pajas, se encontró con el cadáver de su hijo...

Lo velaron, lo enterraron.


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Lección del Perro

Javier de Viana


Cuento


Había cerrado ya la noche, pero la luna llena en medio de un cielo purísimo, y ayudada por miríadas de estrellas, no dejaba echar de menos el sol.

Del interior de algunas carpas brotaban las luces amarillentas de los candiles; pero las más se contentaban con la iluminación natural.

—«Más vale comer a oscuras que comer bichos» decían los parroquianos de las quitarderas.

—«Pa encontrar la boca no carece luz» —afirmó otro.

Caraciolo concluyó con uu postre de nueces y pasas de higo su frugal cena de sardinas en aceite, queso y galleta dura, efectuada en la glorieta de la pulpería, y fue a recostarse al marco de la puerta, mirando distraídamente el improvisado pueblo de carpas, de donde brotaban risas, charlas alegres, sones de acordeón y de guitarra.

Y aquel holgorio cargaba más aún su cesta de tristezas, de esas tristezas suyas, que no venían de afuera, sino de su incapacidad de divertirse.

Más de cuatro meses —todo el invierno— había pasado sin salir del campo; y cuando se anunciaron las carreras grandes, que con su cortejo de fiestas de toda clase, deberían realizarse en el comercio de los Martínez a entrada de primavera, él se hizo el firme propósito de no faltar y hasta fue combinando metódica, concienzudamente, su programa de diversiones en la ocasión.

De la platita de sus sueldos ahorrados, una parte emplearía en pilchas; una bombacha negra, con encarrijados, que sentarían bien con sus botas de charol todavía sin estrenar, un pañuelo de seda bordado, un frasco de agua florida y otras chucherías complementarias de una vestimenta presumida...

Jugaría algunos pesos a los caballos que le gustaran y apuntaría algo al monte y a la taba; poco, es claro, por diversión solamente... Y hasta era posible que bailara en alguno de los bailes que, con seguridad, habían de realizarse en las carpas de las quitanderas...


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Triunfo de las Flores

Javier de Viana


Cuento


Haces de anchas hojas de palma y guirnaldas de flores de ceibo, constituían casi el único adorno del grande y modesto salón, desde cuyo testero, en medio de un trofeo formado con banderas argentinas e italianas presidía la roja cruz de Savoya.

Era el 20 de septiembre y, como todos los años la colectividad italiana festejaba con lucidas fiestas sociales la fecha coronaria del resurgimiento.

No obstante su amplitud, el salón resultaba insuficiente, pues además de la casi totalidad de las familias de la capital chaqueña, otras muchas habían acudido de las colonias inmediatas y de la vecina Corrientes.

Veíanse mezclados, en un ambiente de franca y alegre armonía, el modesto industrial y el acaudalado capitalista; las altas autoridades y sus más modestos subordinados; los viejos comerciantes, reposados y toscos, con los elegantes y bulliciosos oficialitos de la guarnición; las esbeltas y distinguidas damas de la capital correntina, con las tímidas muchachas campesinas, frescas y lindas como las flores que amenguan la adustez de las selvas chaqueñas.

En medio de la general alegría que comunicaba la música, las luces, las expansiones juveniles y un poco también el barbera espumante, sólo Baldomero Taladríz vagaba triste, indiferente, refractario al calor de aquel ambiente de diversión y de contento.

El presidente de la comisión del Círculo, un viejito garibaldino, comunicativo y jovial, al verlo melancólicamente recostado al quicial de una puerta, se le acercó diligente, diciéndole con afabilidad:

—¿Por qué no baila, don Baldomero?

—¿Bailar yo? —replicó con aspereza Taladriz.

—Entonces, vamos a tomar un copetín, —insinuó el viejo, y tomando de! brazo al criollo adusto, lo condujo al buffet.


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Abrojo

Javier de Viana


Cuento


Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Herencia del Tío Filemón

Javier de Viana


Cuento


I

Desde chiquitín, don Macario Bengochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones.

A un hombre que es hombre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre, y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.

Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazo, como a perro importuno, diciéndole:

—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tucuruces del campo y los aujeros del camino!...

Mas, cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota, de suero, como quien amasa queso.

Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las carreras, o en el silencio de las carpetas y los velorios, sin preocuparse de aflojarles la cincha a los pingos de la imaginación y el sentimiento... ¡A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo!...

Él lo exponía en su parla gráfica:

—La vida pa ser linda y ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas: entre argolla y argolla un corredor.

Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre en equilibrio prudente las dos alas de la alforja. Más, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía.


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Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Lección Suprema

Javier de Viana


Cuento


Llevaban poco más de un año de casados. Su noviazgo y su matrimonio se produjeron en forma sin precedentes en la comarca.

Tomando como pretexto la terminación de los cursos, don Lucas, el opulento comerciante en cuya casa estaba instalada la escuela, resolvió dar una gran baile.

Clorinda debió necesariamente concurrir a la fiesta, por más que supiera que, al igual de otras muchas semejantes a que había asistido, no tendría ningún aliciente para ella.

Unánime era la opinión de que no existía en el contorno muchacha más guapa, más gentil, más buena, ni más honesta que «la maistra».

Huérfana de padre y madre, había sido recogida por una tía solterona, cuya agriedad de carácter le hacía pagar bien caro el albergue y el alimento que le daba. Ella soportaba resignada y humilde, las reconvenciones injustas y el mal trato continuo; pero decidida a independizarse cuánto antes, seguía afanosamente sus estudios de maestra normal.

Con frecuencia su tía hacíale abandonar los libros, ordenándole hacer la cocina, o fregar los pisos, o lavar la ropa. E indignada porque Clorinda—, bien que con los ojos llenos de lágrimas,—obedeciera siempre sin quejarse, pretendía justificar su maldad, diciendo:

—Tengo el deber de velar por tu porvenir, y sé que aprender los quehaceres domésticos te será más útil que todas las paparruchas de los libros.

A pesar de todo obtuvo su diploma de maestra. Podía ya libertarse de aquella tiranía, pero su verdugo cayó enfermo y ella se dedicó a cuidarlo con celo ejemplar, hasta que la bilis estranguló a la vieja harpía, cuyo último acto de maldad fué hacer testamento legando la totalidad de su escasa fortuna a su sirvienta.

Dueña al fin de su destino, aceptó el puesto de maestra que se le ofrecía en un lejano distrito rural.


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Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Filosofías Gauchas

Javier de Viana


Cuento


La habitación era grande: tenía como cinco brazas de frente y medio maneador de largo. Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del sur bonaerense—trecientas leguas de llanura abrumadora, desabrida como mate lavado,—los pamperos, entropillados, corretean a diario, haciendo estragos.

La habitación era grande, y parecía más grande por la casi ausencia de muebles; del mismo modo que parece más grande un caballo desensillado.

Y allí sólo había una mesa de pino, larga, flanquada a cada lado por un escaño.

Sobre la mesa veíase un candelero de latón sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin como rama de duraznero apestado; una botella de caña, varios vasos, un naipe y un platillo con porotos.

Sobre los escaños había, del lado de montar, don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo negro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el pardo Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de víbora que tienen indispensablemente los mulatos.

Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias «Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo de los ombúes del patio; Roque Suárez, por mal nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, muy feo, con la cara muy larga, la nariz muy afilada, los ojos muy chicos...

Desde las siete de la noche, hora en que terminó la cena, hasta las diez, había estado jugando al «solo», tomando mate y chupando caña. Y hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer «codillo», exclamando con su voz aflautada, dolorosa y desagradable:

—¡Es al ñudo prenderle juego a la leña verde!...

—Cuestión de echarle sebo—insinuó maliciosamente el mulato.

Y el patrón con bondad:

—¡Pobre amigo Suárez!... Y'está caliente!...


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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Borrega Guacha

Javier de Viana


Cuento


La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.

—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.

—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.

—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.

—Está bien, mama.

—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.

—Ya tengo la plancha en el fuego.

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.

Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.


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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Pañuelo de Seda

Javier de Viana


Cuento


El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.

El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.

Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.

Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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