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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Venganza de Paula Antonia

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Felipe Luchinetti.


El altillo era una enorme pieza de diez varas de frente por cinco de ancho; y parecía más grande aún con la desnudez de sus muros blanqueados a la cal y con el mísero moblaje, consistente en una vieja otomana pintada de granate, una mesa de luz, un arcón y cuatro sillas. Las dos ventanas que daban al campo permanecían cerradas noche y día; pero, en cambio, estaba siempre abierta la que se abría sobre el patio, a través de cuyos pequeños vidrios Paula Antonia contemplaba, desde el alba hasta el obscurecer, los anquilosados paraísos, el ombú secular, los negros parrales, que hacían curvarse las vigas apolilladas del viejo zarzo, las higueras despeluzadas como cabeza de mulata, y el desconchado brocal del pozo, cuya roldana, herrumbrienta y gastada por el uso, quejábase agriamente durante toda la vigilia.

De la mañana a la noche, mientras hubiese luz, Paula Antonia tenía fijos sus grandes ojos tristes en aquel rincón familiar. En primavera seguía la hinchazón de las yemas, el crecimiento de las ramas, la expansión de las flores; en otoño calculaba el momento en que se desprendería cada hoja muerta; para seguirla en los giros lentos que la conducían hasta el suelo, poniéndola a merced de la escoba; todos los pájaros, lo mismo los espineros, que tenían su morada constante en la cúspide de un paraíso, que los mixtos cantores y los chingolos acróbatas, todos los pájaros eran conocidos suyos; había una urraca, colicorta y con pergeño de chica bohemia, que solía ir en las auroras rojas y frías del invierno a posarse en la reja, golpear el vidrio con las alas y lanzar un canto buenamente burlón, al mismo tiempo que meneaba su penacho gríseo, desflecado, semejante al chambergo de un gaucho vagabundo.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Chingola

Javier de Viana


Cuento


A Luis Doello Jurado.


Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul; al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.

Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.

Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Marca Sola

Javier de Viana


Cuento


A Augusto Murré.


La tarde se acababa. Como la comarca, en toda la extensión visible, era desoladamente plana, el sol se zambulló de golpe en el ocaso, no dejando fuera nada más que las puntas de sus crines de oro: lo suficiente, sin embargo, para avergonzar a la luna, que por el lado opuesto ascendía con cortedad, sabiendo que sus galas no pueden ser admiradas mientras quede en el cielo un reflejo de la pupila grande.

La glorieta de la pulpería se ensombreció repentinamente. Hubo un silencio, durante el cual, en un ángulo, veíase encenderse y apagarse una lucecita roja cada vez que el viejo Sandalio chupaba con fuerza el pucho mañero.

De pronto:

—¡Hay que desatar este ñudo!—exclamó Regino.—No puedo seguir viviendo medio augau con un güeso atravesao en el tragadero!...

—Arrempújalo con un trago'e giniebra,—aconsejó el viejo.

—No, ¡es al cuete!

—¡Qué ha'e ser al cuete!... ¡La giniebra li hace cosquilla a las tripas y alilea el alma, espantando el mosqueterío'e las penas!... ¡Métele al chúpis, muchacho, métele al chúpis!...

—¡No viejo!... Hay tierras que con la seca se güelven piedra, y con la lluvia barro, y cuando no matan de sé a las plantas, les pudren las ráices!...

—¡Muchachadas, no más, muchachadas!...

Regino se puso de pie, disponiéndose a salir.

—¿Ande vas?—interrogó el viejo.

—Pajuera, a tomar aire... ¡m'estoy augando aquí!...

—Vamo a tomar aire!... ¡No es la mejor bebida, pero es la más barata!... ¡Y dispués cuando un gaucho anda medio apestao del alma, necesita salir campo ajuera pa que naides les oiga los quejidos!... ¡Vamos p'ajuera!...

Salieron, yendo a recostarse en los horcones de la enramada, donde sus caballos esperaban mansamente que se apiadaran de ellos. Pero el viejo Sandalio era poco sentimental, y Regino tenía llena la cabeza con preocupaciones avasalladoras.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

E'un Chancho!

Javier de Viana


Cuento


A Luciano Maupeu.


Grande, gordo, barbudo, cabalgando en una yegüita petiza, flaca y peluda, Lucio Díaz llegó en un blanco atardecer de invierno a la estancia de don Filisberto Loreiro Pintos, situada en "Capao de Leao", entre las asperosidades del sur riograndense.

Cerca del galpón, bajo enorme higuero silvestre, sentado en grosera silla con asiento de cuero peludo, el dueño de casa, un viejito endeble, inmensamente barbudo, parecía dormitar. Y cuando el gaucho, deteniendo su cabalgadura, se quitó el chambergo y saludó, él observóle en silencio un buen rato, para mascullar después, sin quitar de los labios el largo y grueso cigarrillo de "río novo", liado en chala, un:

—Abaixa-te.

Lucio desmontó, y, solicitado y obtenido permiso para hacer noche, púsose a desensillar, en tanto el viejo lo observaba atentamente. Cuando, volvió de atar a soga su yegüita, don Filisberto afirmó:

—Tu es o Salao.

—Por mal nombre, sí, señor—respondió Díaz; y el viejo, siempre estudiándolo, interrogó de dónde venía.

—Del Estado Oriental.

—¿Acabau-se a guerra?...

—Entuavía no, señor; pero... ya nu hay caballos!...


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Hay que Ser Justo

Javier de Viana


Cuento


A Coelho Netto.


Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:

—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.

Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.

Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.

Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.

¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.

—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Arriando Novillos

Javier de Viana


Cuento


A Cándido Campos.


¡Si habré yo visto noches endiabladas, de viento, de lluvia, de frío, de truenos, de rayos, todo revuelto y enfurecido en una negrura de fondo de zalamanca!... ¡Pero esa noche!... Aquello no era llover, era diluviar. Parecía que Dios, después de haber abierto los grifos del cielo, se hubiera ido a matear con San Pedro y que, discutiendo parejeros, se hubiera olvidado de volver para cerrarlos...

Caía agua como calamidades sobrecristiano sin suerte; y, entreverados con el chaparrón, unos truenos bárbaros, amenazando romper el techo del campo, y unos relámpagos inmensos que corcobiaban en el cielo, jediendo a rayo.

¡Qué noche, madre mía!... Y era en Agosto, con un frío que daba asco.

Yo tenía las botas llenas de agua, la bombacha pegada a las piernas y el poncho, empapado, me pesaba sobre los hombros como si me hubiese caído encima uno de los cuatrocientos novillos gordos de la tropa.

Debo advertir que era en el tiempo de antes puro campo abierto, sin calles alambradas, sin corrales donde encerrar. Y llevábamos tres días, arriando novillada chúcara, liviana de pies, armada en cornamenta, sobrada de bríos, brava y potente como los espinillares del Cebollatí, de donde la habíamos recogido a tarascón de perro en los garrones.

El frío, el sueño, el cansancio, habían hecho de mí algo semejante a una pulpa blandita cubierta de espuma... asquerosa: una de esas pulpas de res flaca y cansada, que ni los perros mascan. Palabra: ¡no exagero!...

Era la primera vez que tropiaba. Los peones me consideraban un tanto cajetilla, y el amor propio me obligó a esfuerzos cpie luego comprendí eran, zonceras y zonceras peligrosas.

Pero vuelvo al relato.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Horqueta en las Dos Orejas

Javier de Viana


Cuento


Para Andrés y Pablo.


El que construyó la Azotea del palo-a-pique debió ser un atormentado neurasténico: en las diez mil hectáreas, que entonces componían la heredad, no era posible hallar sitio menos apropiado para una población.

Alzábase la casa sobre un cerrillo pedregoso, casi rodeado, en curva estrecha, por un arroyo arbolado, que corría en el fondo; los vientos del sur, pasando sobre el bosque, azotaban furiosamente el cerro y la azotea que le servía de casquete; y los vientos del este, galopando en libertad por la cuchilla, iban a desparramar allí sus furias ladradoras.

El frente principal del edificio miraba al sur; el otro al oeste, como hecho expreso para que las humedades completasen la acción dañina de los vientos. Y por demás está decir que no había un sólo árbol. ¡Qué árbol iba a arraigar en aquel macizo granítico, donde fueron menester el barreno y la dinamita para abrir los cimientos!… De allí al paso real —único que existía en más de una legua de río— la distancia no era mayor de tres cuadras; pero de tal proclive y de tal modo erizado de guijarros y agrietado de zanjas, que para ir por leña al monte o por agua a la laguna, la carreta o la rastra debían ejecutar un rodeo de unos tres cuartos de legua por lo menos.

Sembrar, no se podía sembrar nada entre aquellas peñas donde la tierra, traída en las alas de un viento, se iba en alas de otro viento. Ni pasto nacía; apenas aquí y allá algunas maciegas de hierba larga, dura y rígida que hasta las chivas despreciaban.


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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Isto e uma porquera!

Javier de Viana


Cuento


—¿Saben a quién prendió la policía ’el Payubre?

—¿A quién?

—A Sinforiano Benítez.

—No conozco animal de esa marca...

—¿No conoces a Sinforiano Benítez, el matrero de Montiel, de más menta y más asesino que el finao Manduquiña Mascareñas?...

—¿Y quién te dijo a vos, —interrumpió don Melchor, patriarca del fogón,— qu’el finao Manduquiña fué un asesino?..

—Las malas lenguas, quizá...

—¡Como la tuya!...

—Pero no sería por santo que lo ajusilaron.

—Por santo no, pero sí por zonzo, que viene a ser cuasi lo mesmo.

—Usted conoce l'historia ’e Manduquiña Mascareñas?

—¡No vi’a conocer!... ¿Se han creído que soy ternero mamón, como ustedes?... Lo conocí dende potranco. Él era de Uruguayana, pero supo vivir mucho tiempo aquí en Corrientes, puestero del portugués Sousa Cabrera Pintos, que tuvo una gran estancia en el Batel...

—Que también anduvo enredao en el crimen...

—Que jue el verdadero criminal.

—Sin embargo, la justicia no le dió pena...

Irguióse el viejo y agitando violentamente la diestra, sentenció:

—¡Lo asolvieron los jueces!... ¡Los jueces no son la justicia!... Pónete ese pucho en l’oreja!...

—Güeno yo no porfío; pero a la fin, ¿Manduquiña mató o no mató?

—Mató.

—¿A una mujer?

—Y a la cría.

—¿Y no jué asesino?...

—No. El asesino jué l’otro.

—¿Cuál?

—Sousa Cabrera Pintos.

—Güeno, viejo; pero desenriede, porque ansina est’atando muchos tientos, pero la trenza no se ve!...

Agachó el lomo el viejo hasta casi tocar las cenizas de sus barbas las cenizas del fogón, y dijo con aspereza:

—Al eje ’e las carretas hay qu’engrasarlo pá que no se queme, y al tragadero ’el cristiano hay que remojarlo con caña pa que refalen las palabras...


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Publicado el 3 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Peona

Javier de Viana


Cuento


Era un 25 de Mayo, la cosecha había sido buena, las autoridades no habían cometido muchas barbaridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.

La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tejidas con ramas de sauce y hojas de palma.

La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.

Sobre la acera frente a la municipalidad se había construido una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contemplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.

Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, excolono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros ítems.

Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.

Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.

El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.


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3 págs. / 6 minutos / 24 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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