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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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Cuestión de Carnadas

Javier de Viana


Cuento


La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.

Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.

Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.

Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.

Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:

—Güeña noche, don Liborio...

—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...

—Yo mesmo.

—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...

—A pescar, no más.

—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...

Y él, compungido:


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2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 6 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Los Perros Gauchos

Javier de Viana


Cuento


La idiosincrasia animal, como la humana, se plasma bajo la influencia combinada de factores internos y externos. Es ley fatal para las razas y los individuos, adaptarse a las mutaciones del medio ambiente o sucumbir. El perro gaucho no escapó al imperio de esa ley universal. A fin de perdurar, hubo de conformarse e identificarse con la naturaleza del suelo y las exigencias de la vida a que le sometía el trasplante. Y es así cómo el perro gaucho resultó adusto y parco, valiente sin fanfarronerías, y afectuoso sin vilezas, copia moral de la moralidad de su amo.


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1 pág. / 1 minuto / 60 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

¡El Lobo!... ¡El Lobo!...

Javier de Viana


Cuento


Era un muchacho enclenque, las piernas increíblemente flacas, arqueado el torso, hundido el pecho, demacrado y pálido el rostro, donde los grandes ojos obscuros estaban inmovilizados en eterna expresión de espanto.

Tenia quince años; se llamaba Cosme, pero sólo le llamaban El idiota.

Vivía El idiota con un viejo puestero sin familia, cuyo rancho dormitaba a dos cuadras del Arroyo Malo. En el arroyo pasaba el chico casi todo el día, todos los días, pescando que era cuanto sabía hacer. Algunos suponíanlo al viejo don Pancho abuelo del idiota: pero eso no era cierto. Si lo tenía consigo, era obedeciendo a órdenes del patrón, quien le había cedido el rancho de la finada Jesusa, encargándolo al mismo tiempo del cuidado del huérfano, que contaba ocho años en la época de la desgracia.

Refiriendo ésta, volaban muchas narraciones distintas, bordadas todas ellas con comentarios absurdos. La verdad parece ser así:

El patrón don Estanislao era ya maduro cuando se casó con la viuda doña Paula, la mujer más mala que haya nacido en el pago del Arroyo Malo, desde el tiempo de españoles hasta ahora. Sus celos lo tenían medio loco a don Estanislao, que era hombre bueno, aún cuando la cara enorme, la cabeza cerduda, la nariz chata, los ojos saltones y los rígidos bigotes le dieron un cierto aspecto feroz de lobo fluvial.

Los celos de doña Paula se enredaban en todo bicho que gastase polleras, fuese joven, fuese viejo, rubio, pardo o negro. Ni la lógica, ni las posibilidades, ni la verosimilitud intervenían para nada en sus agravios. Don Estanislao estaba ya a punto de enllenarse, cuando su consorte descubrió las relaciones que en un tiempo tuvo con Jesusa, la puestera del Arroyo Malo... ¡Ardió el campo!...

Al fin de dos meses de vida envenenada, Estanislao se dijo una mañana:

—¡Este animal no me va a dejar ni cebo en las tripas !... Hay que buscarle remedio.


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Publicado el 1 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Persecución

Javier de Viana


Cuento


Era durante la revolución de Aparicio, en el año 1870.

Un pelotón de caballería colorada, grupo heterogéneo formado á raíz de una dispersión, había hecho alto, al caer la tarde, para "churrasquear" y al mismo tiempo dar un "resuello" á los caballos, fatigados tras ruda jornada de diez horas de marcha precipitada y continua.

Empapada por una lluvia fría y pertinaz que no había cesado desde la víspera; muerta de fatiga á causa del trotar apresurado y sin tregua durante un día entero; llena de lodo, tiritando de frío y con la barriga vacía, la tropa había hecho alto en una pequeña loma, junto á un monte, desde la cual, á la luz escasa del crepúsculo, se divisaba toda la pequeña zona limitada por un arroyo á la derecha, por otro arroyo á la izquierda y por el río Negro al fondo.

Los caballos, con el vientre y las patas negras de lodo, triscaban el pasto húmedo, atados á soga, con maneadores, al tronco de los pequeños talas que crecían aislados, ya casi fuera del monte.

Los hombres, medio desnudos, descalzos casi todos, recogido el "chiripá" y remangados los calzoncillos hasta encima de la rodilla, caminaban apresurados por sobre pajas y espinas, procurándose ramas secas para encender el fuego; lo que conseguían con gran trabajo.

A poco los "churrascos" se tostaban en las brasas, sin parrilla ni asador, y los soldados, en cuclillas alrededor de los fogones, los iban comiendo, sin pan y sin sal, á medida que se iban asando.

La noche avanzaba. Veíase en la orna desierta y negra la línea sombría del monte inmediato; y con la luz de los fogones, cuyas llamas crecían y decrecían, combatidas por la llovizna ó avivadas á soplidos por los gauchos, se divisaban la tropa silenciosa, los bultos negros de los caballos, y de trecho en trecho, como centinelas inmóviles, las largas lanzas clavadas en el suelo, flotantes las banderolas rojas, que en la sombra aparecían negras.


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7 págs. / 13 minutos / 23 visitas.

Publicado el 25 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

La Libertad del Cimarrón

Javier de Viana


Cuento


Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.

Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.

Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.

Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.

Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.

Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...

Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.

—¿Te jué bien, mi pajarito?

—Me jué lindo, mi chingola...

Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.

—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...


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2 págs. / 4 minutos / 44 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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4 págs. / 8 minutos / 95 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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17 págs. / 31 minutos / 52 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Salga San Pedro!

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Ramón G. Saldaña.


Recorría yo por segunda vez el sur del Salto Oriental, atravesando nuevamente los Mataojos, los Arerunguás, los Valentines, toda esa abominación de piedra suelta y de agua brava, que traen á mi mente, el más trágico recuerdo de mi vida.

Los bordes áridos, desprovistos de vegetación, reverberaban bajo el sol calcinante, y en los lechos rocosos, corrían míseros filetes de agua, de agua como plata. Paisajes tristes, pero apacibles. Y sin embargo, yo los volvía á ver como otros tantos torbellinos espumosos, poblando de lamentos y de imprecaciones las sombras espesas de aquellas noches de maldición.

Nunca, jamás, tendrán belleza para mí aquellos aciagos parajes, y por eso, hice apresurar la marcha, rumbo al fondo de los Arapeys, donde debía pasar una temporada de campo, en la estancia de un amigo.

Hacía tiempo que me mortificaba la nostalgia de las cuchillas y de los arroyos, y sentía imperiosa necesidad de ir á «revolcar el alma sobre los pastos, para quitarle el olor apestoso de la ciudad».

Y ni buscado exprofeso hubiera podido encontrar mi deseo sitio más en armonía con las atávicas predilecciones de mi espíritu. Por aquel rincón de los Arapeices—barra de la Paloma—la naturaleza conservaba aún el agrio perfume del alma indígena.

Las cuchillas masculinizaban la aterciopelada suavidad de la gramilla, con frecuentes verrugas de piedra gris,—«belvedere» de lagartos y guarida de crótalos—y con isletas de molles y talas, cuyas ramazones inhospitalarias parecen crines de aguarás. De trecho en trecho, brilla una cañada, cuyas aguas gruñen y ruedan rabiosas, mordiendo las paredes rocosas de la zanja que las aprisiona. Y luego viene la selva, una selva huraña que todavía puede dar asilo á las pavas en lo alto de los vivarós, y á los pumas, en la húmeda penumbra de la maraña...


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3 págs. / 5 minutos / 24 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Voltiando Palos

Javier de Viana


Cuento


A Julio María Sosa.


Iba acabándose el día. Metido hasta media pierna en el bañado, Elviro meneaba facón á la paja brava con valentía apasionada.

Y mientras metía facón, decía:

—Dos mazos más, y dispués á voltiar los cuatro coronillas que m’encargó el patrón pa postes del rancho de l’agregada... ¡Dale facón, Elviro, y dispués, dale hacha!...

Y al rato:

—Güeno; esto y’astá. Aura vamos á los palos.

Caminó unos cincuenta metros, penetró en el monte, observó un árbol, le pareció bueno, y empezó á herirlo á golpes de hacha.

Y cantaba:


Para mí todo es lo mesmo.
invierno que primavera:
yuyos cuando cai l’escarcha:
y al beso del sol yuyera!...


—Pucha que lo tiró de las cuatro raíces al coronilla éste!... Había sido más duro qu’aspa de güey barcino.. L’encajé con fuerza y rebotó no más. ¡Ah toro! Pero á la larga no hay cotejo, m’hijito: yo te volteo ó el diablo carga con los dos, con vos pa leña, conmigo pa sebo p’hacerte arder... No... no te defendás porq’es al cuete: lo mesmo te vía dar contra el suelo, porqu’entre pístola’e chispa y remitón, no es ni carrera!...

Pegó otro hachazo. Hizo saltar astillas, rojas y mojadas. Y cantó:


Para mí todo es lo mesmo.
para mí todo es igual:
que me maten de un balazo.
que me achuren con puñal.


El gauchito reposó un momento. Miró el cielo, miró el árbol, miró el hacha y dijo:

—Sos duro, pero yo te bajo d’esta hecha!... Resistite no más, qu’es pa pior!...

Dio un hachazo feroz y la herramienta rebotó.

—¡Ah! ¿Conque no?... ¿un ñudo?... ¡Siempre he de encontrar ñudos en mí vida!... Pero esperate: allá va esto!...

Y enarbolando la herramienta, afirmándose en los garrones, blandió el hacha y descargó un golpe tremendo, que hizo temblar la copiosa ramazón del coronilla.


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Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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3 págs. / 6 minutos / 27 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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